Hay textos que son estridentes porque si nos apegamos a su definición “producen ruido y estruendo”, pues son capaces de evidenciar lo escandaloso de una situación. La sociedad dolida: el malestar ciudadano es un texto así: nos pone frente al escándalo cotidiano. Empero, ¿qué significa aquí, escándalo? El sustantivo proviene del griego skándalon, una fuerza paradójica —como nos lo dice el filósofo y antropólogo René Girard—, casi imposible de evitar porque nos atrae y nos repele, simultáneamente. Es decir, el escándalo se configura como una categoría que permite comprender mucho de lo que hoy nos ocurre: el escándalo es esa fuerza de atracción, impulsada por la envidia mimética, que nos hace desear simultáneamente objetos (materiales y simbólicos), que no pueden ser adquiridos o poseídos, porque hay uno o varios obstáculos que nos impiden acceder a ellos. Ahí es donde surge el escándalo, al darse la transfiguración de la envidia mimética en violencia mimética; ésta, cuando se da a escala social, deviene en fenómenos extremos que van desde el linchamiento hasta la ejecución social de una víctima propiciatoria. El escándalo en nuestros días es la concreción de la injusticia en todos sus ámbitos: la muerte violenta, la mortalidad por causas evitables, la delincuencia desbordada, la realidad del hambre, de la pobreza y del despojo de los pobres. Todo esto tiene pertinencia, porque el escándalo que hoy enfrentamos es justamente el del malestar social, provocado por una realidad en la que aparecen múltiples eclipses de las diferencias: deseos de aniquilación y deseos de autodestrucción que se atraen y repelen, que conviven y que se excluyen peleando por el predominio en el escenario de lo social. El libro de Juan Ramón de la Fuente lleva al lector a mirar lo humano y lo social desde su inconmensurable complejidad, para lo cual, no basta con la construcción de evidencias o causalidades, sino que se debe asumir el reto de comprender las raíces profundas de los fenómenos sociales. Cada uno de los ensayos que componen este libro, invoca una reflexión mayor. Por ejemplo, “una sociedad furiosa”. Sabemos que la furia es la ira exaltada. En ese sentido, hay quien sostiene que La Ilíada es una narrativa (no sólo una narración) que se construye en torno a un poderoso motivo: la ira de Aquiles. Pero si esto es así, ¿cuál es la diferencia de la furia o la ira del gran héroe respecto de la nuestra? ¿Se trata de una diferencia de grado o de carácter sustancial? Lo que encuentro en el texto es lo segundo: una nueva forma de configuración de la furia que surge porque hay un resentimiento acumulado, sea por la corrupción y la impunidad, por la innegable desigualdad, porque son demasiados los agravios o porque hay un hartazgo generalizado y una crisis de credibilidad ante las explicaciones oficiales, incapaces de incorporar en su discurso las vivencias y las genuinas preocupaciones de la gente. De la Fuente subraya: “la narrativa del gobierno no transmite y convence, y por eso no apacigua, al contrario, exacerba. Se ha perdido la eficacia del diálogo, de la discusión y aun de la controversia”. De tal forma el texto alerta sobre el enorme daño de un discurso oficial mal construido con justificaciones que no impactan porque no mitigan el daño. En ese sentido, no es casual —así lo leo— que el siguiente capítulo se titule “El malestar ciudadano”, porque si algo genera la furia social, es justamente un estado generalizado de malestar, a la manera en que lo entendió Freud, pero también con nuevas formas de materialización que se dan lo mismo en fenómenos como la violencia intrafamiliar que en los relacionados con el mundo de la política y que se sintetizan en los conceptos de la corrupción y la impunidad. Llama la atención también el arrojo con el que escribe Juan Ramón: nos habla “Del escenario político y sus trastornos”. Y es que en una autor así, cada concepto y cada palabra tiene un significado. Pensemos: hay un escenario político, pero un escenario no es acción, sino el espacio propicio para la acción; no una que surge del azar o la espontaneidad de la vida colectiva, sino la que se monta deliberadamente con propósitos que pueden ir desde la crítica social hasta el mero entretenimiento. De este modo, el libro resulta doblemente provocador, porque desde una frase como aquella, con la que se titula uno de los apartados del texto, nos lleva a una reflexión paralela: si lo político es un escenario, ¿cómo es que puede estar caracterizado por trastornos? Y es que, como lo explica Guy Debord, el mundo ha devenido en un “mundo espectáculo”, y es precisamente allí donde se pueden explicar y entender los trastornos que señala el autor: pareciera que vivimos no en una sociedad de la neurosis, sino antes bien en una esquizofrénica; una sociedad en la que los sujetos ya no pueden ser vistos en su mayoría como personalidades en crisis sino como seres escindidos, más ahora que nos debatimos entre la materialidad del conflicto y la fuga electrónica de las redes sociales. Desde esta perspectiva, si algo confronta el texto es la idea de la escisión del sujeto en cuerpo y alma; por el contrario, el autor nos ofrece una idea de un sujeto integral para quien la salud mental es tan relevante como la salud biológica. Nos alerta sobre la importancia de construir políticas públicas que traten a las personas como seres integrales, y para quienes el equilibrio emocional y psicológico es sustantivo, pues de ello depende su capacidad de convivencia, solidaridad y reconocimiento y respeto a los demás. Doy otro ejemplo: “Del dolor y la muerte”. Ambos conceptos no pueden separarse. La muerte siempre se nos pondrá enfrente como un silencio absoluto; quien muere deja de hablarnos; deja de escucharnos; por eso es irreparable su pérdida, porque la voz ausente es la lejanía absoluta. En ese México nos sitúa el autor con su texto: la sección llamada “Del dolor y la muerte” tiene como referente a Ayotzinapa; pero hay otros nombres que se escribieron también con tinta roja y negra: Aguas Blancas, Acteal, San Fernando, Patrocinio y suma y sigue… nombres, imágenes que resuenan y se proyectan, acumuladas, en cada una de las fosas anónimas en donde los muertos no pudieron recibir ni un adiós lejano. Y es tal la magnitud del dolor y la muerte que el autor se pregunta:
¿hasta qué grado hemos desarrollado una nueva cultura de la muerte, diferente a la del tradicional día de muertos? ¿De verdad los mexicanos tenemos una suerte de desdén por ella? ¿La negamos o la sublimamos? ¿Cuál es el significado psicosocial del éxito de los narcocorridos, de las narcoseries de televisión, de los narcorreportajes impregnados de muerte y de muertos?
El texto, sin embargo, no nos deja sin salidas. Nos ofrece puertas, quizás algunos resquicios que tienen potencia transformadora. Sobre esto, habría que decir que Juan Ramón de la Fuente nos da el diagnóstico duro, construido desde la mirada de quien hace la mejor ciencia; pero por el otro, apela a lo más profundo de las capacidades humanas. Al leer, “El médico ante la muerte”, es inevitable pensar en la doble dimensión que tiene esa frase, quizá de forma involuntaria, porque esa construcción nos hace pensar en el médico que cura, y que hace todo para ayudar a tener el mayor bienestar posible ante lo inevitable, y llegar al fin con dignidad. Pero lo inevitable es pensar al médico ante la evidencia de que también él habrá de morir, y la idea es importante porque nos obliga a pensar en la lógica de la solidaridad que está detrás de la posibilidad de sanar, de producir alivio; de ayudar a bien vivir, pero también y sobre todo, a bien morir. “Saber es sanar”, nos dice en otro de sus capítulos. Es cierto, pero también frente a ello debemos estar alerta, pues en ocasiones, el saber también se disloca; la ciencia también se ha escrito con renglones torcidos, y sus peores y más funestas consecuencias las hemos visto, en incontables ocasiones, todas ellas monstruosas, al servicio de la destrucción y la muerte. ¿Qué tipo de saber es entonces el que puede llevarnos a la cura, a una salida ante esta realidad furiosa, maldita, si pensamos en un filósofo como Bataille? Sin duda, hay que apostar a un saber que esté dirigido a la humildad, a la comprensión, a la reintegración del ser humano en su mejor versión. El texto nos ubica ante el saber socrático; ese que no sólo se produce por el saber mismo. Si es importante saber algo, es porque ello implica una acción, una posición ética: no es posible saber algo y no creer que se debería actuar en consecuencia con ese saber; desde esta perspectiva el texto es, en esa parte, optimista, porque asume que hay una posibilidad real y efectiva de transformarse en lo individual, pero también en lo colectivo. Ésa es otra de las fortalezas del texto que hoy tenemos enfrente: la de sus “ires y venires” de lo individual a lo social; del malestar de una persona en particular ante una circunstancia concreta, al malestar socialmente existente que provoca reacciones iracundas, furiosas y ajenas a toda racionalidad mínima. La conclusión que nos da el libro, sin escribirla de esta manera, es que hay una urgencia: la de reconciliarnos, la de reestablecer la salud mental; la de encontrar una nueva ruta de actuación ética, que nos lleve a un nuevo principio, en el cual podamos pensar lo político no como escenario, sino como una praxis de excelencia en la cual las mejores virtudes sean la guía y el referente para construir una nueva realidad ajena a la furia, y comprometida con la paz. Quiero hacer un último apunte: como se habrán dado cuenta, casi logré escapar a la tentación de citar textualmente algún párrafo o ideas del libro. No se trata de una omisión, sino de un acto deliberado que no tiene otro propósito que, evitar adelantar alguna interpretación capaz de llevar a un equívoco respecto de lo que está escrito. La sociedad dolida: el malestar ciudadano, es una puerta abierta a múltiples lecturas que, además, provoca y anima a reflexionar, a pensar en colectivo, y ésa es una virtud difícil de alcanzar en cualquier texto.