Los brotes de mal humor de Agustín son comprensibles, pero esa agresividad de bestia recién enjaulada contrasta demasiado con su calma habitual y la dulzura con la que trata los objetos de la casa cuando los cambia de sitio. Pareciera que el diablo se le mete por el teléfono. Pierde la paciencia, grita en la bocina y avienta lejos su celular para un minuto más tarde —con la quijada apretada y los ojos echando lumbre— llamar de nuevo a su interlocutor, pedirle una breve disculpa y reiniciar las negociaciones. Agustín está cerrando su fábrica a distancia. Cerrándola probablemente para siempre. Este proceso doloroso se extiende como una mancha sobre el tiempo del confinamiento que se ha vuelto interminable.
Hace dos meses que no nos cruzamos a toda prisa por la cocina o cerca de la puerta, mascullando injurias porque olvidamos el pan en la tostadora o desaparecieron las llaves del coche. Las mañanas aparentan ser más tranquilas porque no salimos a ninguna parte. Desayunamos cada quien por su lado y a solas, como siempre, aunque tal vez estemos más ensimismados, más amarrados a la roca dura de nuestros pensamientos. Luego abrimos oficina en piyama. Mientras Agustín toma posesión de la mesa del comedor, yo subo al pequeño estudio de la azotea del que me he apropiado y donde acomodé mis libros. Tengo vista al hermoso jardín que hemos cultivado sobre el techo impermeabilizado de rojo de nuestra pequeña casa de un piso. Despachamos la mañana de esta suerte, interrumpidos apenas por el camión del agua o el gas, o bien por la gente que pasa y pide ayuda, o los músicos que se paran a la sombra del gran ficus de la calle y a quienes procuramos siempre dar unas monedas. El resto del tiempo las banquetas están desiertas en una quietud que podría pensarse posnuclear, a no ser por los pájaros que se escuchan más numerosos y más fuerte.
No obstante, pasado el mediodía el sol es tan violento que termina por sacarme de mi espacio de privilegio, como a un gusano que la cocción expulsa de la coliflor donde había elegido habitar. Con mi laptop en brazos, bajo a refugiarme en el comedor donde trabaja Agustín, que también es la sala y la única estancia aparte del dormitorio, el baño y la cocina.
Todos los días mi marido tarda en advertir que ya estoy instalada al otro extremo de la mesa. Cuando toma conciencia de que estoy ahí, aprovecho para pedirle que apaguemos el estéreo. Agustín pasa la mayor parte de su tiempo al teléfono, con el altavoz activado mientras manipula su computadora en busca de órdenes de trabajo y hojas de cálculo. Desde que las cosas van mal, pierde la paciencia rápido, alza la voz, golpea las palabras. Lo siento grosero y me ofende, aunque no me esté hablando a mí. Mi marido siempre ha sido emocional, y en gran parte por eso lo aprecio: es un hombre capaz de llorar. Pero ahora es como ver un volcán conocido desde otra ladera, deformado por la perspectiva, ajeno, como el habitante de la ciudad de México que viaja a Puebla y tarda en comprender que aquel pico nevado es el mismo Iztaccíhuatl que se mira desde el periférico. Ignoro si esta crisis ha hecho aflorar una de las personalidades escondidas de Agustín o si actúa así en su oficina cuando está rodeado de sus iguales.
Ha tenido que cerrar su fábrica de juguetes y mandar a los trabajadores a sus casas. Como muchos empresarios, no tiene con qué afrontar el pago de servicios y salarios en estas condiciones. El dinero que lleva a la empresa con enorme esfuerzo se escurre en la compra de los materiales, la renta del espacio, el pago mínimo de los créditos y en la nómina, la terrorífica nómina que se chupa hasta el último centavo. Algunas quincenas generan un estrés particular en las oficinas, porque el dinero en las arcas apenas alcanza para los casi cien empleados, o bien porque se espera con ansias el pago de algún cliente que no llega y no llega y al final toca base a las cinco de la tarde, a la hora del cierre de los bancos, en un dramático safe. Esas quincenas, muy anteriores a la pandemia, Agustín volvía a casa a las 12 de la noche, con los ojos inyectados de sangre, cantando el estribillo de Facundo Cabral: “Pobrecito mi patrón… piensa que el pobre soy yo”, pero satisfecho y feliz porque la nómina había sido pagada, los intereses bancarios atajados y se abría otro periodo de quince días para hacerlo mejor. Eso es pasado remoto desde que a finales de marzo los clientes asustados con la crisis y la caída del peso dejaron de pagar o cancelaron sus órdenes; ahora mi marido no canta absolutamente nada. Grita, eso sí, con personas que me son desconocidas, conectadas a nuestra casa por el frágil vínculo de un celular.
Escucho pases de lista. Con el teléfono bocarriba sobre la mesa y su cara blanqueada por los reflejos de la tabla de excel, Agustín pasa y repasa en voz alta los nombres de sus empleados. Gilberto, Juan Pérez, Soledad, Isabel… Ah, Chabela, José Juan. Cuando no los reconoce pregunta quiénes son, qué hacen, cuánto ganan. Raymundo, Bibiana, Jerónimo, Estéfani, Lurdes, Juan Andrés, Kelly. Agustín va leyendo, comentando o escuchando los comentarios de su interlocutor. No hay que tocar los salarios más bajos, se recuerdan unos a otros. Carlos, Juan Yáñez, Osiris, Juan Carlos, Hugo, David. Después de un par de aclaraciones entiendo —aunque preferiría no enterarme y avanzar con mis deberes en un silencio propicio—que el salario mínimo de los comisionistas se complementa con las ventas, pero que justamente ya no hay ventas. Josefina, Francisco, Daniel, Gerardo. Me sorprende con cuánta delicadeza y luego con cuánta brutalidad se fija el nuevo salario a la baja de cada quién. José Luis, Hilario, Lupe, José Daniel, Miguel, Kelly. Kelly.
Kelly es un problema, Agustín se atora en su nombre desde que se enteró que no tiene papeles. La deportaron de Estados Unidos y no ha conseguido regularizarse. Su mal español y el acento gringo desentonan tan completamente con sus rasgos típicos de Oaxaca que basta con cruzar dos palabras con ella para comprender que algo no está en su sitio y que esos norteamericanos son unos sádicos.
—Pero es muy buena trabajadora —argumenta la voz melosa del jefe de personal.
—Yo lo sé, pero no me importa —responde Agustín—. Si le pasa algo en una máquina o si se nos muere, ¿te imaginas el pedote en el que nos metemos?
—Es retocadora, no es tan peligroso —sigue argumentando el interlocutor—.
—¡Me vale madres cabrón! Si no tiene seguro social no puede trabajar, ¿me entiendes?
Trato por mi parte de entender a Agustín, pero para nada me acostumbro al nuevo régimen de voces en mi sala comedor. Hemos fallado en todas nuestras expediciones para encontrar el “manos libres”, sabemos que anda por ahí, que recién lo vimos, que está a punto de aparecer como la palabra que se tiene en la punta de la lengua. Pero ninguno de los dos tiene fuerzas para misiones de largo aliento así que finalmente desistimos. La cuarentena se ha alargado tanto que imaginamos que en algún punto habremos visitado cada milímetro de nuestra pequeña casa. Mientras tanto escucho las voces que salen de la bocina del celular y ahora viven con nosotros. A pesar mío, me avergüenza el tono de mi marido. Cuando la administradora, una voz aflautada, dijo que estaba viendo cómo darle una plaza a una tal Jacinta, Agustín perdió los estribos.
—Qué plaza ni qué puta madre, ¡no ves la chingada situación! ¿Necesitas que te la explique con manzanas?
Agustín se quita la piyama en algún momento del día mientras que yo he optado por un ciclo de 24 horas de uso completo. Después de nuestra salida del día, que consiste en una caminata por el barrio al anochecer, me baño y pongo ropa fresca, cómoda, de algodón. Me sirve para dormir y para todo el día siguiente hasta meterme otra vez bajo el chorro de agua. Agustín, en cambio, optó por un uso diferenciado de la ropa de noche y la de día, aunque demasiadas veces ocupa el mismo vestuario sin lavar. Sentimos que en arresto domiciliario, salvo los calzones, las prendas casi no se ensucian. No estamos en nuestros mejores días, no nos peinamos ni estamos pasando una cuarentena sexy. Afortunadamente, no tenemos hijos, y aunque nos gustaría permanecer juntos hasta el final de nuestras vidas nos hemos prometido romper antes de perdernos el respeto y empezar a odiarnos.
Mi marido insistió en ir a la fábrica para hablar con el personal antes de que la administradora entregara los cheques recortados. Se bañó temprano, se puso una camisa digna y unos jeans aún tiesos por lo poco portados. Sin embargo, perdió de inmediato la paciencia porque los trabajadores se abrazaban después de dos semanas de no verse, se pellizcaban y empujaban en juego. Antes de dar su discurso se puso a gritar.
—¿Que no entienden la situación? ¡Carajo! ¡Al próximo que se toque se le retiene su pago!— los amenazó.
Manejó el camino de vuelta con una sola mano, con la otra mantuvo el celular pegado a la oreja, porque seguíamos sin dar con el manos libres y una vendedora comisionista le explicaba entre lágrimas y mocos que era madre soltera, que recién había amueblado su casa a crédito. ¿Cómo iba a pagar sus deudas? Agustín ya estacionaba su vieja furgoneta en nuestra calle desierta cuando le advirtieron que circulaba entre los empleados un video suyo anunciando el recorte de los salarios, filmado clandestinamente con fines de chantaje. El obrero acusado de filmarlo fue uno de los primeros trabajadores en sumarse con él a la aventura de la fábrica, casi veinte años atrás, cuando cabían todos en un garaje y producía únicamente juguetes de madera.
Cruzó la puerta de la entrada desplanchado, con el cuello de la camisa sucio de algo rojo brillante como de plumón. Sonaba en la bolsa de su pantalón el teléfono con la noticia de que una trabajadora estaba embarazada y había que conservarle el sueldo completo o atenerse a lo peor.
Siempre que bajo de la azotea mis terminales nerviosas siguen conectadas a un mundo donde mi marido no figura. Los universitarios, escritores y artistas con los que trabajo en la facultad y aquellos más lejanos que forman mi círculo agrandado de noticias y redes sociales —y en el cual me sumerjo desde horas cada vez más tempranas—, están todos concentrados en asuntos de índole más filosófica que tienen que ver con el futuro del país. Desde distintas cuentas nos atrincheramos contra los recortes a la cultura y la ciencia, contra la militarización del Estado y exigimos un regreso de cuarentena que tome en consideración el cambio climático. Cuando llego a la mesa del comedor, con el sol batiente a mis espaldas y deshidratada por el intento de permanecer el mayor tiempo posible a solas en mi oficina de repuesto sobre el techo, siento formarse hielitos al contacto con el lenguaje ramplón del negocio, del “déjame te explico” y del “barajéamela más despacio que voy de prisa” que manejan los proveedores, los jefes de personal y los clientes. Terminar la edición de textos literarios y hasta de poemas en este ambiente sonoro exige un esfuerzo desmesurado que me provoca náuseas.
Mi marido y yo llevamos años de frecuentarnos en la cama, en los paseos y los eventos sociales, en las películas del domingo, pero jamás en nuestras respectivas oficinas. Como ciertos pensamientos, hay cosas que deben permanecer en terrenos distantes, en compartimentos privados que no caben en un domicilio compartido.
El segundo pase de lista resultó eterno. Había que despedir a la mitad del personal y fueron horas y luego días de ver qué se podía hacer por cada quién, cada caso particular, cada infortunio. Nicolás, Lupe, Javier, Sandy, David alias El oso, Lulú, Marta, Javier 2, Rafael… No, Rafael se queda, ¿quién lo puso ahí? ¡¡Carajo!!! Empiezan los gritos. Trato de imaginar el aspecto de estas personas que nunca he visto y cuyo destino se decide mientras ven la tele o preparan el almuerzo de su familia en alguna colonia lejana o periférica de la ciudad. ¿En qué tipo de casa viven? ¿Cuánta gente come de su sueldo? ¿Estarán en este momento sintiendo una opresión en el corazón, un mareo misterioso del que no conocen la causa? Anabel, ¿Gerardo?… Ah, ¡La Morsa!, Oswaldo… El plan es que cuando el gobierno dé el banderazo de arranque de las actividades económicas —con o sin virus, victoriosos o bien resignados a este nuevo tipo de muerte rondando en las calles— volverán con un tercio de la plantilla trabajadora para terminar con los pedidos en curso y proceder al desenchufe definitivo de las máquinas. Lupita, Hilario, David dos, Martita, Bibiana, Vicky… Con la venta de materiales y maquinaria quizá podrán compensar con algo más a los obreros, pero falta tanto.
Me despertó el ahora insólito mugido del calentador de paso a primera hora de la mañana. Agustín se alistó con el esmero de las ocasiones formales y fue a la fábrica a explicar que era el final. A “dar la cara” como él dice. Lo vi subirse a la furgoneta con los gestos adoloridos de un viejo. Se le salieron las lágrimas cuando estuvo frente a sus empleados. Por un momento pensó que quizá lo estaban grabando y que luego se reirían de él, pero no le importó. Era su fábrica de toda la vida. Entre su gente hubo quienes le aseguraron que comprendían la situación y pidieron que por favor los llamara si la fábrica lograba reabrir sus puertos, otros exigieron la inmediata reanudación de las labores para generar ingresos, sin importar ni contagios ni muertes, unos más se rehusaron a firmar la renuncia y amenazaron con demandas laborales. Se notaba, sin embargo, el ojo enrojecido y una mezcla de tristeza y estupefacción en todos los que hasta ese momento habían remado en el barco que ahora se hundía.
Cuando Agustín me lo contó, se me nubló la vista de lágrimas. Por su fábrica, que después de veinte años se iba a la quiebra, por los obreros que volvían a sus hogares con las manos vacías, por nosotros mismos porque intuía que la bancarrota es como la hiedra que entra a una casa y revienta las paredes. Desde el primer recorte de sueldos que aplicó también al suyo, Agustín no puede pagar su parte de la renta.
Hacia las cinco de la tarde nos sustraemos al aire tóxico del encierro que nos cansa prematuramente y nos tienta con una siesta para salir a una caminata de veinte minutos. Las calles están desiertas, las tiendas cerradas y los semáforos realizan su función de luces sin su habitual público de coches. Se dice que los sismólogos están emocionados con el decrecimiento del tránsito vehicular que les permite medir algunas de las vibraciones más profundas de la Tierra, pero también lo están las ratas que nos salen al paso como ciudadanas con plenos derechos. Aunque parece un poco temprano para la gran crisis que se avecina, los carteles que anuncian la renta o venta de un inmueble han ido aumentando. Quizá muchos han vuelto a sus ciudades y pueblos de origen mientras pasa la ola de infección. Por hobby analizamos esas casas y edificios imaginando cómo sería vivir ahí y cuánto nos costaría, pero siempre concluimos que estamos mejor donde estamos.
Como muchos habitantes de la ciudad, nos hemos quedado sin la ayuda doméstica que mientras no estábamos quitaba la mugre de pisos y paredes, lavaba y doblaba nuestra ropa y tendía la cama firmemente, dejándola impregnada con una frescura tan perfecta como inexplicable y que jamás he conseguido replicar por mí misma. Ya sabíamos que soporto un mayor nivel de desorden que mi marido, pero en estas circunstancias extraordinarias se ha vuelto un problema espinoso. Por alguna falacia moral que no me explico del todo, quien aspira a más orden y limpieza —o sea: a más trabajo y disciplina— se siente naturalmente investido de una razón superior y trata de imponerla con el peso de la dictadura de lo correcto sobre quien prefiere pasarla más relajada. De ese modo he sido culpable en repetidas ocasiones de preferir la lectura de un libro a una buena trapeada de la cocina.
Una tarde en que habíamos discutido porque olvidé sacar la ropa de la secadora y me negué a hacerlo antes de la caminata, se me ocurrió, un poco a la ligera —como cuando dices: “¡te cambio mi sopa por un masaje!”—, proponer que le pagaría su parte de renta si él asumía la totalidad de las labores domésticas. Agustín marcó un alto en el centro de una cama de jacarandas que en ese momento pisábamos. Estalló en furia. Hasta ahora había sido muy cuidadoso en no gritarme a mí a pesar del estrés por el que pasaba. Perdía los estribos con el repartidor del súper o con los platos que fregaba, pero no conmigo. Sin embargo, me había pasado de la raya.
Poco sentido tenía argumentarle que las mujeres llevábamos años luchando por que se reconociera el valor económico de este tipo de faena. Ambos sabíamos que mi comentario venía de una región mucho más oscura y turbia. Se me había salido el golpe. Era falso que fuéramos modernos, igualitarios y que nos parecieran ridículos los roles de género, bien sabíamos que no soportaríamos un arreglo donde yo saliera a la oficina para ganar el sustento mientras él barría, trapeaba, planchaba y preparaba la cena.
Regresamos a casa cada quien por su lado, humillados, avergonzados y enojados todavía. Saqué la ropa de la secadora, la doblé con esmero y la guardé en el ropero por colores. Creo que lo disfruté.
El tercer pase de lista fue el más rápido, porque había menos nombres y con un rasero común se bajaron los salarios que quedaban al mínimo. Lupita, Juan Pérez, Martita, Hugo… En México un sueldo así alcanza para vivir en una casa de lámina, sin agua potable. Javier, Sandy, Gerardo alias La Morsa, Anabel… Esperé en vano el nombre de Estéfani, que imaginaba como una mujer robusta de cabello decolorado. Tampoco escuché el nombre de Kelly. ¿Qué sería de ella ahora? ¿Habrá vuelto a Oaxaca en busca una familia que vio por última vez cuando tenía tres años? ¿Y los dos Davides? ¿Cómo los habrán recibido en sus casas? ¿Los comprendían o los rechazaban? La única que conservaría su sueldo completo era Bibiana, una mujer que ha sido acusada de ladrona por sus compañeros, que trabajaba lo menos posible, pero que estaba embarazada y por unos meses ganaría más que Agustín.
Van llegando las lluvias, retrasadas y escasas como lo predijeron quienes monitorean los desajustes del clima. La acumulación de las nubes en el cielo desde la media tarde me permite sin embargo permanecer en mi oficina de repuesto a mis anchas. Después de una breve comida, subo de vuelta a preparar mis clases o a corregir algunas páginas pendientes. He advertido que Agustín, quien riega nuestras plantas por la noche solamente, ahora sube a la azotea en distintos momentos del día, ya sea para quitar la plaga del limonero, barrer las hojas secas o mirar los colores potentes de nuestro árbol flor de mayo —que aun cuando florea en otras épocas, jamás lo hace con tanto ímpetu como en su mes— o bien sentarse en la tumbona. Por la puerta entreabierta del pequeño estudio lo miro pasar de un lado a otro. Antes pensaba que mi presencia abajo lo importunaba, ahora siento que me extraña. Quizá también tiene más tiempo, pues la fábrica está muerta y el país paralizado. Volteo con tristeza hacia la torre de libros que voy juntando para que se los lleve al pequeño librero que ha instalado en la fábrica. Son libros que no quiero en mi biblioteca pero que pensamos que pueden sembrar algo; la idea es que los trabajadores se los apropien y lleven a sus casas. Espero que en su próximo trabajo instale otro librero. Salgo a decirle algo que olvido al instante. Por un resquicio súbito entre dos nubes pasa un fuerte rayo de sol que le da justo en la cabeza lisa, donde desde hace mucho no crece el pelo. Abrazo a Agustín. Las nubes cubren de nuevo al astro de luz, pero unos segundos más tarde se abre otra vez el paso, en una fugaz victoria. Esta guerra de luz y sombra arriba de nosotros se parece al periodo que atravesamos. O que nos atraviesa.
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Imagen de portada: Fábrica vacía. Fotografía de Paul, 2012. CC