Salvo unas cuantas, discretas excepciones, la historia de la literatura mexicana carece de grandes diarios personales. Una especie de pudor, aderezado con la exigencia de la erudición y el ingenio, ha impedido que florezca un género que, en otras latitudes, dio obras maestras (del Ribeyro de La tentación del fracaso al Diario de Pizarnik, por nombrar dos del ámbito latinoamericano). Cuando se publican, los diarios aparecen expurgados cuidadosamente por los herederos (el caso de los de Elizondo), encriptados por un filtro poético (La invención de un diario, de Tedi López Mills, por lo demás excelente) o transfigurados en un ensayo de ideas donde queda muy poco de la salvaje intimidad y la inestabilidad del género. Por fortuna, algo de esa pudorosa tendencia parece haberse disipado, y ahora es más común que las herramientas propias del diario personal —su incomodidad, su resistencia a las clasificaciones— aparezcan integradas en textos personalísimos e híbridos (pienso en la obra de Jazmina Barrera, por ejemplo). En este contexto, Ceniza roja, de Socorro Venegas, supone la aparición de un precursor extemporáneo, un texto escrito hace décadas que se publica ahora para confirmar lo que ya se sospechaba: que la literatura de Venegas abre caminos por los que seguiremos transitando un buen rato.
Existen los diarios sin bordes, que todo lo fagocitan y que mutan en paralelo a la vida de sus autores, hasta fundirse con esta: los de Virginia Woolf, los de André Gide, los de Pavese. Pero existe ese otro tipo de diarios, los que solo acompañan a sus autoras en un tránsito puntual: diarios de enfermedad (el de la hepatitis de César Aira), de duelo (el de Roland Barthes tras la muerte de su madre), de años malos (los de la pandemia, que seguirán apareciendo a cuentagotas durante un tiempo, vaticino). A esta segunda categoría pertenece Ceniza roja. Es la escritura que surge, balbuceante, en un territorio devastado, donde ninguna otra es posible. Es el grado cero de la escritura, la escritura antes de la literatura, como percibe Barthes en su propio texto: “No quiero hablar por temor a hacer literatura —o sin estar seguro de que eso no lo sería—, aunque de hecho la literatura se origine en estas verdades.”
Tres meses después de la muerte de su compañero sentimental, con veintisiete años recién cumplidos, Socorro Venegas abre un cuaderno y escribe las primeras líneas: “Tres meses. La pluma en mi mano, la tinta en la pluma, el rasgueo sobre el papel”. Desde ese comienzo, estamos ante una escritura distinta. Venegas logra convocar ese silencio, a veces angustiante, en el que el ruido de la pluma sobre el papel va hilvanando sensaciones, recuerdos, bordeando siempre el centro ciego del dolor. El efecto sobrecoge. Leemos sin parar, pero conteniendo la respiración, como para no perturbar esa llamita que parece haberse encendido en la noche oscura de la autora. Se puede leer, aquí y allá, un baile de oposiciones: la ausencia del amado y la convivencia física, casi carnal, con esa ausencia; la abstracción del duelo y la concreción del propio cuerpo; la banalidad de las palabras de aliento y la importancia crucial de los otros, que contienen y acompañan el duelo, dándole un espacio para espesarse y resonar.
Y más allá del duelo, en Ceniza roja se encuentran también varios de los tópicos sobre los que regresan, de manera compulsiva, los grandes diaristas de cualquier época. Así, cuando Venegas escribe “Mi tercera persona y el pretérito”, y procede a narrar desde esa perspectiva, viene a la mente ese lúcido apunte de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia:
La primera persona puede ser generada por la tercera persona, etc. La escritura produce una serie de transformaciones y desintegraciones, sea del yo que pone en escena al relato, sea por la materia o la experiencia que integra en su funcionamiento,
pero también la ambición, declarada por Pizarnik en su diario, de escribir una novela autobiográfica “en tercera persona”. La diarista se desdobla, necesita verse desde fuera, separarse de la experiencia del duelo y observarla con la distancia de la narradora, que se contempla además desde un futuro hipotético en el cual ya ha sobrevivido. Son desplazamientos textuales que no ocurren por retruécano, sino por la búsqueda de una forma que permita expresar lo “inexpresable”, tal y como lo llama Venegas. En esta búsqueda, aparece constantemente el sinsentido de tener que funcionar en la vida cotidiana y, a la vez, dolerse. La narradora le reprocha al mundo su inmutabilidad, la “perdurable intensidad de las cosas”, nos dice citando a Banville. Resuena de nuevo el duelo de Barthes: “Una parte de mí vela en la desesperación; y simultáneamente otra se agita mentalmente arreglando mis asuntos más fútiles. Resiento esto como una enfermedad.”
Alrededor de esa soledad fundamental de la diarista surgen, con pinceladas mínimas, otros personajes: los amigos, el psiquiatra —Millán— al que visita una vez por semana, el amable y desconocido neurocirujano que le escribe desde Buenos Aires, el maestro escritor, también difunto, cuya muerte preparó de algún modo este otro duelo… Y el personaje ausente en torno al que revolotean todas las palabras y todos los silencios del libro, Alan, el esposo convertido en ceniza. Aquí es donde se percibe la maestría narrativa de Venegas, su olfato y su destreza para las formas breves. Le basta una recurrencia, un guiño al interior del texto, para crear trama, para apuntalar un personaje, para obligarnos a seguir leyendo. Pero se trata, claro, de una trama sutil: el día a día relatado de forma casi aforística y la transición desde el dolor opresivo hacia esa luz que se anuncia, desgarradoramente, en la dedicatoria del volumen: “A quienes se les han dilatado las pupilas con la pérdida. La luz volverá”.
Esa luz que Venegas va encontrando y nos comparte no es genérica: no es el olvido ni la superación del conflicto que prometen los manuales de autoayuda. Es una luz que se resiste a serlo, y que carga todavía con una cierta opacidad, un dolor que, poco a poco, ha encontrado las palabras que lo nombran.
La edición de Páginas de Espuma es un pequeño deleite; se trata de un sello que sabe trabajar con los textos inclasificables y presentarlos al lector en una envoltura sensorialmente atractiva. No soy un entusiasta incondicional de las ilustraciones de Gabriel Pacheco, pero aquí funcionan como un contrapunto interesante al libro sin determinar demasiado la lectura. Con puro ánimo de buscarle peros, objetaría la elección de la portada, acaso demasiado trendy para un texto que pide un pórtico más íntimo, de una oscuridad menos mercable. Pero me estoy poniendo tiquismiquis.
Ceniza roja es un libro incandescente, un libro honesto —si tal cosa existe— pero también preciso, donde las palabras tienen, a veces, el peso y la plenitud que solo alcanzan al interior de un poema. Yo lo leí en medio de mi propio tránsito doliente (menos drástico, es cierto, pero soy propenso al drama), y pocas veces antes he agradecido tanto la posibilidad de llorar y deslumbrarme con un dolor ajeno, con un trabajo de la palabra tan exacto y punzante.
Páginas de Espuma, Madrid, 2022. Ilustraciones de Gabriel Pacheco
Imagen de portada: Ilustración de Gabriel Pacheco para el libro Ceniza roja, cortesía del artista