Tengo miedo de ver por las calles del conurbano de Buenos Aires las mismas escenas que en Guayaquil, los cadáveres en las calles, la gente ahogada arrastrándose en salas de emergencias, el hombre que dejó a su madre muerta en un banco y usó un parasol para proteger el cuerpo envuelto en una tela colorida. Los ataúdes de cartón. Mariana Enriquez, “El ansia”
Sépanlo: No somos gente melancólica. No somos gente lastimera. No somos gente triste. Cualquiera que conozca a un guayaquileño lo puede corroborar: nos reímos hasta de lo que no. Tropicales y primitivos en el goce, pecadores, malhablados. El agua es dulce, los cangrejos rojos, por la noche refresca. Nos encanta estar juntos, sacar unas sillas y unos parlantes a la calle, que vengan los vecinos, qué diablos, que vengan todos y pongámonos a bailar que esta mierda es frágil. Alguien saca otra jaba de cerveza helada, blanca de hielo, vestida de novia, canilla de albañil. Salud, carajo. El motivo es ninguno, el motivo es todos. Hace demasiado calor en esta tierra para ser miserable. Sudamos lo que otros lloran. No hay otra sed que la sed. Estamos desde siempre quebrados y jodidos: la estrategia es cagarse de risa y olvidar. El guayaquileño es exagerado, salvajón, buscavidas, gozador, ruidoso y canalla. Se gusta, nos gustamos, felices. Comemos, bebemos, cogemos, bailamos, blasfemamos como si fuera el fin del mundo porque siempre lo es. Incendios, piratas, inundaciones, gobiernos corruptos, ladrones, treinta y cinco grados a la sombra, mosquitos con dengue, aguas pútridas, inflaciones, dolarizaciones: todo nos ha matado, nos mata a cada rato. El guayaquileño es un fantasma que, en lugar de penar, sonríe. Ser guayaquileño es ser superviviente y de ahí, de haberle ganado a la desgracia ese día, nace nuestra carcajada. En Guayaquil nos reímos en la cara del diablo: te gané, pendejo, hoy día te gané. ¿Y ahora qué? La imagen de nuestra desgracia ha dado la vuelta al mundo. Nuestros patéticos ataúdes de cartón, nuestros inmanejables cientos de muertos, los cadáveres en la calle con la basura, mordisqueados por las ratas y los perros callejeros, los hospitales colapsados, con pájaros carroñeros sobrevolándolos, los camiones refrigerados llenos de gente, nuestra gente muerta, los entierros al apuro, indignos, solitarios. No hay palabras para contar lo nuestro. Nos han visto agarrados de las rejas de los hospitales rogando que nos devuelvan a papá o a mamá. Nos han visto destruidos tras las mascarillas. Nos han escuchado aullar de desesperación como algo que no somos, que nunca hemos sido. Gente del mundo que no sabía lo que era Guayaquil hasta la pandemia ahora piensa en nosotros como un pueblo derrotado, agónico, gimiente. Unos pobres infelices. Nadie se olvidará de que tuvimos a nuestros amados en la mesa del comedor cubiertos de hielo mientras esperábamos una ambulancia que nunca llegó. De que todos, todos, todos perdimos a alguien que amábamos. De que alguien salió a la calle con su muertito y lo dejó en una banca cubierto con un parasol de colores, de esos que usan los vendedores de granizados. De que no pudimos enterrarlos y llorarlos y abrazarnos. Nadie se olvida, tampoco, de que unos cabrones nos robaron el dinero de los respiradores, de las mascarillas, del alcohol, de la comida solidaria. O sea, de que nos mató el virus y también los corruptos. Damos miedo. Guayaquil como símbolo de todo lo que se hizo mal, del desastre, de la pesadumbre mundial, del horror. De todos los horrores. Porque lo más doloroso de todo esto es que la pandemia no sólo mató a la gente que amamos, sino que consiguió matarnos a todos nosotros también. Y en esta muerte ya nadie ríe.
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Imagen de portada: Guayaquil. Fotografía de Ccarlstead, 2011. CC