Un paciente de mi hospital insiste en arrancarse los ojos. Una vez casi lo logra; lesionó gravemente sus párpados y globos oculares. Ahora padece cataratas que le impiden ver bien: un resultado permanente de aquel traumatismo. Asegura que los ojos no son suyos. Son de alguien más. De un robot. Se los pusieron con una máquina. Se los incrustaron con una operación. Piensa que son ajenos porque al mirar hacia arriba y a la izquierda aparecen rostros que jamás ha visto, espectros, fantasmas. Esos rostros no son parte de su vida. Los ojos son de otro, de alguien más.
¿Cómo puede una persona negar una parte de su cuerpo y atribuirla a alguien más? Podemos imaginar las circunstancias trágicas de Edipo cuando decidió mutilarse por odio a sí mismo. Pero hacerlo al pensar que los ojos propios son ajenos es un acto que pone en crisis nuestro sentido común más elemental. La certeza primera de todo ser humano consiste en disponer de una corporalidad propia (de la que nadie puede escapar), a partir de la cual se forma la memoria emocional y autobiográfica que da soporte a la identidad. Pero la relación con el cuerpo puede frustrarse por dos circunstancias. Por una parte, la neuropsiquiatría nos informa acerca de problemas clínicos que nos muestran cómo se construye “el sentido común” de la propiedad corporal. Por otra parte, todo indica que el orden social está configurado a partir de restricciones en los derechos del individuo sobre su cuerpo, mediante preceptos religiosos, convenciones morales y límites jurídicos. Este ensayo discute ambas frustraciones. La viñeta inicial corresponde a una persona real que ha recibido el diagnóstico de esquizofrenia en el Instituto de Neurología de México. La esquizofrenia (una categoría científica provisional, a mi juicio) es concebida como un trastorno mental crónico, asociado a un riesgo genético y a anormalidades en la arquitectura del cerebro. Aunque las investigaciones científicas han cambiado nuestra imagen de este trastorno en las últimas décadas, no tenemos una respuesta definitiva a cada enigma planteado por él. En el caso descrito el paciente rechaza partes corporales como si fueran ajenas. No podemos explicar esta convicción que contradice la lógica cotidiana. Aunque también me pregunto: ¿sabemos cómo se construye ese sentido común según el cual nuestras partes corporales nos pertenecen? Con el propósito de observar un panorama más amplio, la neuropsiquiatría estudia también a personas sin esquizofrenia, pero que presentan fallas en el reconocimiento de partes de su cuerpo debido a lesiones cerebrales (por ejemplo, tumores o infartos). Esto abre una nueva vía para investigar el sentido de propiedad sobre nuestro cuerpo: un tema exclusivamente filosófico antes del advenimiento de las neurociencias.
El señor H coloca su brazo izquierdo en una posición extraña, flexionada por detrás de la espalda, como si quisiera ocultar algo. Al preguntarle por las razones de esa postura inusual, sostenida por días enteros, asegura que la mano se gobierna sola y que no es de él, sino de alguien más. La familia lo ha llevado a un hospital psiquiátrico, donde le diagnostican esquizofrenia, pero una convulsión lo conduce posteriormente al Instituto de Neurología de México. Lo atiendo en la sala de urgencias. —Cierre los ojos —le pido. Tomo su mano derecha y escribo en la palma una letra, luego otra; un número detrás de otro. Reconoce perfectamente cada signo. Escribo números y letras en la palma de la mano izquierda: esta vez, el señor H es incapaz de reconocerlos. Tampoco identifica los dedos de su mano izquierda. No percibe la diferencia entre la inmovilidad o el movimiento de sus dedos; ignora si están flexionados o extendidos. El paciente no tiene esquizofrenia, sino un problema de cáncer en la piel con extensión al hemisferio cerebral derecho, donde se ha formado un tumor en los meses recientes.
El caso del señor H plantea problemas relevantes para estudiar el sentido de propiedad corporal desde las neurociencias. Cuando un paciente con una lesión cerebral atribuye sus propias extremidades a otras personas decimos que hay un delirio somatoparafrénico. Es un trastorno infrecuente. Un estudio imprescindible al respecto se publicó en 2010 en la revista Stroke. En Alemania, el doctor Bernhard Baier estudió 79 casos de personas con infartos cerebrales en el hemisferio derecho. Dentro de este grupo de 79 pacientes, 11 personas tenían alteraciones en el sentido de propiedad corporal (decían, por ejemplo, que un brazo o una pierna no les pertenecía, que era de alguien más). Las imágenes cerebrales de este subgrupo fueron comparadas con estudios de pacientes que también tenían lesiones del hemisferio derecho, pero no estaba alterado el sentido de propiedad. Esta comparación arroja datos que permiten averiguar qué regiones cerebrales son indispensables para generar un sentido de propiedad corporal. La investigación del doctor Baier mostró que los daños responsables se localizaban en el lóbulo de la ínsula del hemisferio derecho. ¿Qué puede significar esto? En primer lugar, el hemisferio derecho parece ser dominante en cuanto a las funciones del autorreconocimiento. ¿Y qué podemos decir de la ínsula? Esta estructura contribuye a crear estados emocionales, acoplando información táctil acerca de la superficie corporal con información acerca del estado interno del organismo (por ejemplo, datos de las vísceras torácicas, abdominales y pélvicas). Este procesamiento de datos neurales parece sustentar ese elusivo componente emocional ubicado en la base de nuestra experiencia de propiedad corporal: el sentimiento de que mi cuerpo es realmente mío y de nadie más.
El desciframiento de las conexiones cerebrales involucradas en el sentido de propiedad corporal ha permitido el desarrollo de técnicas para recuperar, de manera transitoria, la conciencia de las extremidades distorsionada por el delirio somatoparafrénico. El 29 de noviembre de 1990, en Milán, Italia, el doctor Edoardo Bisiach atendió a una mujer de 84 años que había sufrido un infarto cerebral del hemisferio derecho y afirmaba que su propio brazo (izquierdo) era realmente de su madre. Cabe aclarar que el delirio somatoparafrénico es difícil de tratar con psicoterapia y medicamentos. El doctor Bisiach realizó una maniobra ingeniosa y sencilla, conocida como estimulación vestibular: irrigar con agua fría el canal auditivo externo del lado correspondiente. Después de hacerlo, el médico preguntó a la paciente dónde estaba su brazo izquierdo. Durante un par de horas, la paciente era capaz de reconocer sus extremidades sin problemas. La estimulación vestibular activa redes neurales en el hemisferio derecho que se encuentran subutilizadas debido a la patología. El efecto es transitorio, pero sirve como avance para diseñar intervenciones más estables. Si regreso al caso de esquizofrenia inicial, al relato de un hombre que pretende arrancarse los ojos, me pregunto: ¿es posible que la estimulación vestibular produzca una mejoría en la esquizofrenia como lo hace en el delirio somatoparafrénico? Un artículo publicado en 2017 en la revista Psychiatry Research así lo sugiere. El doctor Philip Gerretsen (junto al neurocientífico mexicano Ariel Graff-Guerrero) invitó en Toronto a 16 personas diagnosticadas como esquizofrénicas a realizar un experimento de estimulación vestibular. Tras la maniobra, los pacientes eran más conscientes de su condición. Por lo general, las personas con este diagnóstico sostienen con tenacidad que sus imágenes alucinatorias, o sus creencias falsas, son reales, a pesar de las evidencias en contra. En más de un sentido, esto se relaciona con una falla de lo que llamamos “metacognición” o “metaconciencia”, es decir, el conocimiento de los propios estados mentales. El experimento de Toronto incide justamente a ese nivel: provoca una mayor conciencia del estar consciente en personas con deficiencias de la metacognición.
Aunque las investigaciones neurocientíficas arrojan alguna luz sobre los enigmas clínicos de la condición humana, hay un gigantesco terreno de fondo que requiere una discusión interdisciplinaria. El problema de los derechos sobre nuestra corporalidad no está resuelto. Cada sociedad ha respondido a su manera las preguntas: ¿qué podemos hacer (y qué no) con nuestro cuerpo?, y ¿es realmente nuestro? Una mirada panorámica a la historia de la cultura basta para poner en duda esta relación de propiedad. En los fundamentos de la tradición judeocristiana se halla la circuncisión: una mutilación probablemente inocua en el sentido fisiológico, pero que da orientación simbólica a la relación entre el cuerpo y la cultura: se trata de una imposición al recién nacido, incapaz de tomar la decisión por sí mismo. En el libro La naturaleza y la norma (FCE, 2001) el neurocientífico Jean-Pierre Changeux ha planteado que las diferencias ideológicas responsables de las guerras religiosas pueden ser de naturaleza metafísica o ética, por supuesto, pero en estos conflictos también juegan un papel crucial las normas estéticas sobre el uso del cuerpo (la barba, el velo, el sombrero, etcétera), que generalmente no son más que convenciones transgeneracionales con poco valor ético de fondo: más bien son formas culturales de marcaje de la identidad. Estos símbolos identitarios son usados por las élites religiosas para su explotación política. Más grave es el fenómeno de la mutilación genital femenina, porque atenta contra la capacidad erótica de las víctimas de esta práctica calificada comúnmente como cultural, aunque prefiero llamarla “anticultural”. La Organización Mundial de la Salud informa que más de 200 millones de mujeres y niñas vivas actualmente han sufrido esta mutilación en África, Oriente Medio y Asia, apoyada por líderes y muchas comunidades islámicas. Las regulaciones corporales, incluso cuando atentan contra la salud y el bienestar, han sido herramientas para domesticar al individuo. El entorno contemporáneo de las naciones occidentales no es la excepción. La Iglesia católica (a pesar de las tibias intenciones reformadoras del papa Francisco) ha condenado el uso de recursos anticonceptivos, aun durante la expansión del virus de la inmunodeficiencia humana, lo cual es a mi juicio una manipulación ideológica con matices criminales. La condena penal del aborto, que representa una forma de control social del cuerpo femenino, se encuentra en la mayoría de los países de África, Latinoamérica, Medio Oriente, Oceanía y en el sudeste asiático. Entre los seis países que encarcelan a toda mujer que interrumpa el embarazo, en cualquier circunstancia, se encuentran El Vaticano y cuatro países latinoamericanos: Chile, Nicaragua, El Salvador y República Dominicana. En México, los estados de Guanajuato, Guerrero y Querétaro prohíben el aborto aun cuando el embarazo ponga en riesgo la vida de la mujer gestante. Si en los ejemplos previos de desapropiación del cuerpo hay una clara influencia religiosa, las sociedades laicas (incluso las que han sostenido una política antirreligiosa) también han sistematizado procedimientos para controlar los derechos sobre el cuerpo. Basta con recordar las persecuciones a personas homosexuales en países socialistas (por ejemplo, en nuestra querida Cuba). Aunque esto no tuviera relación alguna con la teoría marxista, los Estados socialistas del siglo XX se reservaron el privilegio de penalizar los usos del cuerpo que transgreden las normas eróticas dominantes. La persecución homofóbica se encuentra institucionalizada en varios países, incluso con la cadena perpetua o la pena de muerte. Al otro lado del espectro económico, las sociedades capitalistas son agentes o cómplices de la explotación sexual de las mujeres (y de niños de ambos sexos), incluso cuando hay denuncias explícitas de esclavitud y tráfico de personas. Esto muestra otra forma de despojo: el abuso del cuerpo femenino como si fuera un objeto de consumo, sin autonomía, dispuesto nada más para el placer ajeno. En su faceta más cruda, esto desemboca en prácticas feminicidas.
La muerte es el horizonte final de nuestro derecho a la propiedad corporal. El suicidio ha sido condenado casi universalmente por las religiones, y en algunas sociedades, como la india, la familia de un sujeto suicida podía enfrentar problemas legales en tiempos recientes. El suicidio se ha descriminalizado en fechas tardías: en Inglaterra, el cambio ocurrió en 1961, y en Irlanda, suicidarse fue un delito hasta 1992. En el mundo entero se debaten legislaciones para penalizar o despenalizar los distintos grados de elección personal ante la muerte: lo que conocemos como eutanasia activa o pasiva, ortotanasia, suicidio asistido, rechazo del tratamiento, limitación de esfuerzos terapéuticos. Cada uno de estos conceptos es un terreno de debate en las comunidades laicas. En nuestro país, la ley de voluntades anticipadas nos permite elegir hasta dónde prolongar la vida, pero no legaliza la eutanasia, es decir, la realización de acciones médicas compasivas para terminar deliberadamente con la vida de un paciente bajo sufrimiento intratable. Se autoriza más bien la ortotanasia: cuidados paliativos para reducir al mínimo el dolor físico y moral durante un proceso de muerte que no es inducido en ningún momento por el equipo médico. Esta ley apoya la práctica realizada por muchos clínicos frente a la solicitud de pacientes y familiares: la limitación de esfuerzos terapéuticos, es decir, el retiro de medidas de tratamiento cuando prolongar la vida ocasiona más sufrimiento que bienestar y no hay curación posible. La ley de voluntades anticipadas es un avance, pero nuestra sociedad se beneficiaría si aumentamos el margen de autonomía individual y nos movemos hacia legislaciones capaces de superar el temor dogmático a la eutanasia y el suicidio asistido. El aumento en la expectativa de vida nos pondrá frente a enfermedades neurodegenerativas que deterioran el intelecto y la toma de decisiones, y en tales circunstancias, mantener la vida puede significar un enorme peso económico y moral para el individuo enfermo y su familia.
Mientras unos gestionan y otros combaten los cambios legislativos, los avances tecnológicos nos conducen a escenarios cercanos a la novela Limbo de Bernard Wolfe (un psicólogo de la universidad de Yale que fue guardaespaldas de León Trotsky en México). En esta obra de ficción los seres humanos se automutilan como resultado de concepciones fanáticas basadas en la culpa, tras lo cual requieren implantes cibernéticos. Hoy en día la humanidad entera realiza este “giro prostético”, pues cada vez estamos más expuestos a implantes tecnobiológicos. Esto no es consecuencia de una mutilación culpígena; se debe más bien a la explotación comercial del principio del placer y al esfuerzo contra la discapacidad y la muerte. Aunque hay avances formidables en la tecnología prostética para el tratamiento de discapacidades, o en la cirugía de trasplantes, el acceso a estos productos está marcado por profundas desigualdades económicas. En el ensayo De decapitaciones, descuartizamientos y otros inconvenientes, el patólogo y escritor Francisco González Crussí narra los dilemas éticos y el reto práctico de procedimientos radicales para extender la vida, como el trasplante de cabeza, que parece surgido de una ficción científica. En realidad se trata de un plan realista propuesto por neurocirujanos reconocidos. Junto a las crecientes prótesis tecnológicas, esta perturbadora utopía científica anima a los filósofos del transhumanismo, quienes anhelan extender la vida sin límites temporales mediante una progresiva fusión robótica. Las fusiones tecnobiológicas significan un reto formidable para la investigación neurocientífica del sentido de propiedad corporal. Por desgracia no existe un equivalente social para el experimento de estimulación vestibular, capaz de mejorar la metaconciencia en individuos enfermos. Las desigualdades socioeconómicas no se corrigen a la par que las tecnociencias modifican el concepto de lo humano y nuestra experiencia vital. Mientras desarrollamos la tecnología y la ciencia es indispensable gestionar acciones sociales, organizadas mediante el diálogo interdisciplinario: de otra manera, la propiedad del cuerpo será una vez más un campo de batalla para el control político y la explotación comercial.
Imagen de portada: Charles Bell, Soldado herido de Waterloo, s. XIX.