De repente, el tiempo se paró en Caracas. Habían pasado pocas horas del anuncio de la muerte de Hugo Chávez, aquel 5 de marzo de 2013, hace diez años. Todo el mundo caminaba hacia su casa, ríos de gente deambulaban por el este de la capital venezolana, cuando oscureció y dejó de haber alguien en aquella zona de la ciudad. Las ocho de la noche se habían convertido en las cuatro de la madrugada, recuerda Abraham Zamorano, entonces corresponsal de BBC News Mundo en Venezuela. Igual que todos, él y su colega Irene Caselli querían ir hacia la plaza Bolívar, al oeste de la ciudad, donde se congregaban los simpatizantes del difunto comandante. Viajar hasta allá se había convertido en un problemón, hasta que vieron en la parada de taxis de la plaza Altamira a un grandulón apoyado en su sempiterno coche azul de cristales tintados. Lo convencieron de ir a la otra punta de la ciudad y en el camino le preguntaron si le interesaba trabajar toda la noche. Estaban por llegar a Caracas otros periodistas de la BBC y aquel dinero le podría arreglar al taxista, qué sé yo, semanas. Ya en la plaza Bolívar, Abraham le dijo: “No sé si vamos a estar una hora, tres horas o tres días, tú no te muevas de aquí”. Así fue como el Gordo entró y se quedó en nuestras vidas durante siete años. Hasta que le descerrajaron dos tiros.
Daniel Torres, el Gordo, era la primera cara amiga que periodistas de medio mundo encontrábamos tras pasar los controles en el aeropuerto de Maiquetía. Después de la tensión y la inseguridad que supone entrar a un país en el que las autoridades fiscalizaban —quizás no haya que hablar en pasado— con desconfianza a la prensa extranjera, el Gordo era una presencia familiar, la última persona que veíamos, a menudo emocionada, cuando nos despedíamos. “Vuelve pronto, no te vayas a olvidar de tu Gordo”, me dijo en diciembre de 2019, entre lágrimas, después de que nos juntáramos tras dos años alejados. Era tan grande como sensible. Sabía que si Venezuela dejaba de ser noticia, él penaría. Sus relatos, desde el primer momento, eran una obra coral en la que aparecían colegas de varios medios, de los que hablaba como si formaran parte de su propia familia. En torno a él se construyó una hermandad que hoy lo recuerda desde Nairobi hasta la Ciudad de México.
Hombre inmenso, adorable, tenía 47 años cuando lo mataron y un pasado de ingenios con los que sacó adelante a sus siete hijos —tras su muerte se especuló que tenía alguno más— de seis mujeres distintas que siempre le acompañaban en sus anécdotas, más o menos verídicas, pero que uno siempre quería creer. Después de aquella noche en que trabajó con Abraham e Irene llegaron, llegamos, decenas de periodistas más. Desde entonces, en una ciudad y un país acostumbrados a los apagones eléctricos e informativos, el Gordo creció también en el periodismo, convirtiéndose en un testigo de la Venezuela post Chávez y el descalabro que siguió con su sucesor, Nicolás Maduro. Estaba al tanto de la evolución de la crisis venezolana, de la historia de las últimas décadas y, al mismo tiempo, era el intérprete más fiable de todas sus disfunciones. Era la mirilla a través de la cual los lectores podían ver el descenso de un país rico en petróleo a un Estado malandro que todavía quería tener un faro revolucionario. El Gordo era nuestras ruedas, pero también la metáfora viviente de una Venezuela que sufría escasez de alimentos y una espiral de violencia.
Trabajó con corresponsales de todos los medios extranjeros posibles —Financial Times, El País, BBC, The Wall Street Journal, The Economist, Bloomberg, AFP, Folha de S. Paulo—, de manera que era una ventana a la locura de su país. En una de las ciudades más violentas del mundo, su trabajo consistía en hacer que los periodistas se sintieran tranquilos y, en más de una ocasión, salvarles la vida. Observaba, sabía lo que buscaba cada uno, nos presentó a sus amigos y conocidos, nos consiguió historias, fue una llave para acceder a donde de otra manera hubiera sido imposible. No solo eso: también se convirtió en los ojos más importantes de Caracas, una ciudad donde los de Chávez aún perduran en las paredes de innumerables lugares. El Gordo se volvió una de esas figuras sin las cuales los periódicos, los medios, serían mucho peores. “Yo te puedo ayudar, pero fixer, como tal…”, decía risueño cuando, entre dosis ingentes de carne, recordaba a aquel periodista que había llegado recomendado por un amigo y que, al salir del aeropuerto, se topó con él cuando pensaba que lo recibiría un avezado reportero con todo el equipo de seguridad propio de una guerra: “¿Pero tú crees que vienes a Afganistán? No, chamo, esto es Venezuela”.
Aprendió a reportear sin ser consciente de ello, se dio cuenta de que las conversaciones y la información que siempre había recabado en la calle para intentar sacarles algún provecho son al final la materia prima del periodismo. Tenía un don para tratar con personas clave en medio de momentos de convulsión, de agentes de las fuerzas de seguridad a porteros de hotel y malandros, como los que lo mataron. Su vida transcurría fuera de casa, donde aprendió a negociar con todo el mundo. La calle era su hábitat. En cada viaje, un vehículo distinto. Sus carros marcaban las épocas, las crisis, los recuerdos: de aquel azul destartalado con el que uno pasaba desapercibido —y no por las lunas tintadas, sino porque era parte del paisanaje— a las camionetas que compraba con la ayuda de los periodistas y que no le duraban mucho, quién sabe si por las fallas que tenían o por los chanchullos que se le presuponían.
Fue un maestro del baile a través de la polarización de Venezuela, alguien que nunca diría que no a una comida caliente o una cerveza fría. Un alma juguetona, de risa profunda y contagiosa; mulato, pero prefería llamarse catire, rubio, nunca negro, por favor, cómo crees que yo soy negro, decía medio entre risas, medio ofendido. Alguien que lo mismo conseguía harina de maíz para hacer arepas de bachaqueros (vendedores del mercado negro) que contactaba a los periodistas con el programa de subsidios del gobierno para los más pobres.
El Gordo siempre vivió económicamente al límite. Gracias a los corresponsales llegó a conocer a mucha gente, como a uno de los aristócratas más inteligentes y respetados de Venezuela, un fabricante de ron. Cada fin de año solía acompañar a los reporteros a la fiesta anual que hacía este magnate, así como a los partidos de rugby que organizaba. Cuando volvió de un viaje a su finca, donde le regalaron una botella de ron Gran Reserva, se enteró de que su madre había muerto y se metió directo a la ducha a beberse toda la botella para aliviar el dolor. Podía ganarse, con su forma de ser, a los malandros, a los chavistas, a los opositores. Durante una noche cargada de whisky casi se enamora de una destacada figura de la oposición, después de haber pasado la tarde con colectivos armados —matones apoyados por el gobierno—, cargando pulcramente con una camisa que había llevado a la tintorería porque más tarde la fiesta sería en un club selecto de Caracas.
Siempre escribía por WhatsApp para preguntar cómo estabas, para felicitar por un cumpleaños, echar un cuento y, sobre todo, para averiguar cuándo sería el próximo viaje. “¿Y vas a venir para las elecciones?”, preguntó días antes de que lo mataran. Estaba cada vez más angustiado y si tardabas en responder, te insistía: “¿Cómo estás, rey? Aquí la vaina está fea, ya me muevo en pura moto”.
Su lugar estaba en Carpintero, Petare, a donde ascendía por sinuosas curvas todos los días. No le gustaba hacerlo de noche ni en moto. Ahí te llevaba si se lo pedías: para reportear, para ver a su mujer, a sus hijos. En el camino, parada obligatoria donde el Portugués; sabía que algo de información o una historia le caería al reportero, y a él, de paso, al menos una cerveza bien fría. Nunca quiso abandonar aquellas calles por mucho que le dieran dinero para sacar un pasaporte que jamás obtuvo, por mucho que lo trataran de convencer de cruzar a Colombia. Nada. Aunque no lo dijese, se veía incapaz de abandonar Petare. Allá lo mataron. Dos tiros descerrajados por una absurda discusión de tráfico mientras volvía a su casa, en plena pandemia. Se supone, porque todo sigue siendo incierto, que mientras subía en moto a su casa chocó con un carro, que se encaró con el conductor, que el conductor era un sicario y solucionó la disputa con dos malditos disparos.
Incluso tras su muerte, el Gordo se vio afectado por la escasez y la inflación. Con la pandemia y la crisis, la producción de ataúdes se redujo debido a la falta de materiales, lo que obligó a aumentar el precio de los funerales. Para empeorar las cosas, su familia tuvo que pagar más porque el cuerpo era demasiado grande para entrar en un ataúd normal. Sus amigos periodistas terminaron por costear el funeral.
Impulsado por las mayores reservas de petróleo del mundo, Chávez solía llamar a su proyecto socialista la “Revolución Bonita”, afirmando que era a la vez pacífica y democrática. Sin embargo, por años el Gordo ayudó a los periodistas extranjeros a ser testigos de cómo la paz y la prosperidad se erosionaban rápidamente, y mucho más la democracia. Maduro no tenía el carisma de Chávez y el país se vio envuelto en constantes protestas entre 2014 y 2017, durante las cuales el Gordo recorrió las calles bañado en bombas lacrimógenas. Un día, cuando un antidisturbios lo detuvo, se le rio en la cara por ser más gordo que él: “Chamo, ese chaleco antibalas no te entra”. Así, con su encanto, salía del apuro.
imposible recordar Caracas y no acordarse de Daniel, un guía a través del vértigo, el mejor conocedor de unas calles que explicaban toda Venezuela. Desde la última vez que pudimos ver al Gordo la mayoría de las cosas solo han empeorado: casi 5 millones de venezolanos —es decir, alrededor del 15 por ciento de la población— se han visto obligados a abandonar el país en una de las emergencias de refugiados más grandes del mundo. Otras cosas no han cambiado tanto. Maduro sigue anclado al poder y no ha podido, o no ha querido, detener el desmoronamiento del país. Además, la oposición continúa dividida, lo que dificulta cualquier esfuerzo por un cambio democrático.
Y entretanto, los que han podido volver me cuentan —nos cuentan— que Caracas es otra ciudad, que las calles no son aquellas que conocimos y ahora son seguras, que en los lugares llamados bodegones uno puede encontrar de todo, aunque a precios de otro planeta, que hay autos de lujo, restaurantes caros, la normalidad, ¿qué normalidad? A uno le hablaban de calles que cuesta visualizar. Que es su mujer, la Gorda —cómo la iba a llamar si no—, quien está empezando a ayudar a los reporteros, que antes fue su hermano y lo intentaron algunos de sus hijos… Y se piensa en Daniel, en cómo estaría jode y jode, reclamando que ya llevabas mucho tiempo sin ir, que pasaba esto y lo otro; y en qué diría de esta Caracas que para uno ya nunca será la misma, porque el mayor sobreviviente de sus calles, quien vivió de su ingenio, no pudo seguir contándola.
Imagen de portada: Petare, Caracas, 2012. Fotografía de ©Karina Lizcano. Flickr