El estímulo visual del cielo nocturno ha despertado en la mente humana diversos sentimientos. La fascinación que provoca su belleza condujo con frecuencia a una exaltación religiosa y también a una actitud analítica que buscaba comprender un ámbito tan lejano de lo habitual. Estas actitudes permitieron desarrollar conceptos esenciales para elaborar una cosmovisión propia. La observación de la naturaleza fue una práctica que la humanidad utilizó para procurarse los medios de subsistencia y para estructurar y organizar la sociedad. Así, la emocionante experiencia de presenciar una salida del Sol o el ocaso de la Luna generó un ambiente peculiar en el que los sentidos percibían la magnificencia de poderes que, aunque difíciles de entender, inspiraban a la inteligencia humana a desentrañarlos.
El cielo nocturno y el diurno fueron objeto de un seguimiento sistemático, y la perspicacia de quienes los observaron hizo posible la creación de un instrumento fundamental para toda sociedad: el calendario. En Mesoamérica surgieron de manera autónoma varias civilizaciones que desarrollaron un sistema calendárico propio, vigente durante por lo menos tres milenios. Este bien cultural, junto a otras caracterísiticas —como la construcción de pirámides, de canchas de juego de pelota, un sistema numérico vigesimal y sobre todo, una alimentación basada en el maíz, frijol, calabaza y chile—, les otorgó una identidad y, posiblemente, una manera propia de concebir el universo. El calendario alcanzó tal trascendencia que se convirtió en un objeto de culto, pues se consideraba que los dioses ancestrales lo habían inventado y obsequiado a los seres humanos.
De acuerdo con diversas fuentes etnohistóricas, el universo estaba constituido por estratos superiores e inferiores, además del plano terrenal donde habitaban los seres vivos. Se identificaban trece capas celestes, ocupadas por el Sol, la Luna, los cometas, las constelaciones, la Vía Láctea, y demás cuerpos. El inframundo tenía nueve niveles superpuestos. Para la asignación del objeto que contenía cada estrato se tomaban en cuenta aspectos religiosos y rituales. Con pequeñas variaciones regionales, esta organización del universo regía en toda Mesoamérica. Asimismo, los números trece y nueve destacaban como dos cifras importantes.
El sistema calendárico mesoamericano consiste en dos cuentas de días: una de naturaleza solar de 365 días organizada en 18 periodos de 20 días, más cinco días para completar el año. La otra, de naturaleza religiosa, consiste en 260 días, repartida en 20 periodos de 13 días. Ambas cuentas empezaban simultáneamente; cada día recibía una fecha en cada cuenta. Después de los primeros 260 días, las cuentas se desfasaban y era necesario que transcurrieran 52 años de 365 días para que otra vez coincidieran y volvieran a empezar. En la cuenta religiosa era necesario completar 73 periodos de 260 días para llegar al punto de coincidencia. Es decir, se establecía la equivalencia: 52 x 365 = 73 x 260.
El objeto más brillante del cielo, el Sol, proporciona no solo calor y luz, sino también un parámetro de tiempo; por esta razón fue sujeto de un intenso culto. Un cronista recogió de un informante mexica esta frase: In Teotl quitoznequi Tonatiuh, que significa “Dios quiere decir Sol”. Otro cronista añade a una imagen del dios solar representado en un códice la opinión de los naturales: “Todas las cosas, dicen, las produce el Sol”. En códices, esculturas, cerámica y pintura mural se plasmó al Sol como una deidad generosa y de gran poder. La Luna se asociaba a la fertilidad, al agua y a las hilanderas. Venus, el cuerpo celeste más brillante en el cielo nocturno después de la Luna, fue identificado con un dios civilizador de persistente presencia en toda la región. Sacerdotes especializados siguieron minuciosamente la aparición y desaparición de este planeta y asentaron sus observaciones en códices. Un ejemplo notable de ello se puede admirar en el códice de Dresde, que incluye el registro del periodo sinódico de Venus de 584 días. En la ciudad de Chichén Itzá, en un templo conocido como la Plataforma de Venus, se hallaron varias estelas labradas con la misma inscripción: el glifo del año solar; una especie de letra A sobre un trapecio, encima de un atado de cañas que representa la conmemoración del periodo de 52 años. Este diseño aparece rodeado de ocho cuentas. Contiguo a la inscripción se labró el símbolo de Venus, como una gran estrella acompañada de una barra numérica con el valor de cinco. Estamos ante una expresión plástica de la conmensurabilidad de los periodos observacionales del Sol y de Venus, es decir: ocho años solares de 365 días igualan precisamente a cinco periodos sinódicos del planeta.
Otros fenómenos celestes que se registran frecuentemente en códices y esculturas son los eclipses. En el Códice de Dresde aparece un notable ejemplo al respecto. A lo largo de varias páginas se registran 69 columnas de glifos que terminan con los números 177 y 148. Las fechas asociadas a cada columna corresponden a las de eclipses de Sol y de Luna. Aquellos números señalan los días que separan a dos eclipses de Sol y de Luna contiguos. La tabla abarca aproximadamente 33 años. En ella aparecen también varias figuras que representan ideográficamente al “Sol comido”, es decir, el eclipse: el glifo solar oscurecido, rodeado de dos símbolos semejantes a alas de mariposa, pendiendo del cielo y a punto de ser devorado por un monstruo. Es muy interesante que algunos de esos eclipses no fueran observables en la región maya. Este hecho se asemeja a la práctica de un astrónomo moderno: calcula eventos astronómicos que no necesariamente son observables desde donde vive. Hay indicios de que en otras regiones mesoamericanas también existieron códices con contenido astronómico. Los registros de eclipses y de cometas aparecen en numerosos documentos pictográficos. Un acontecimiento tan significativo como la fundación de México-Tenochtitlan en el año 1325 pudo haber sucedido en torno a un eclipse total de Sol observado en abril de ese año. Un mural en la ciudad yucateca de Mayapán, representa personajes armados que descienden de grandes soles. Los rayos del sol lo iluminan en momentos relevantes del calendario mesoamericano. De acuerdo a los estudios arqueológicos, ese mural se pintó durante los siglos XII y XIII d. C. El motivo astronómico podría referirse al registro del tránsito de Venus por el disco del Sol en esos siglos durante el ocaso solar. Los personajes en el interior del Sol representan posiblemente deidades asociadas a Venus.
El empleo del calendario para orientar estructuras arquitectónicas en Mesoamérica alcanzó una alta especialización. Se puede afirmar que la mayoría de los grandes templos, palacios y plataformas están orientadas hacia la salida o la puesta del Sol. Aunque existen alineaciones que señalan momentos astronómicamente importantes como solsticios, equinoccios y los puntos en que el Sol sale o desaparece en el horizonte durante los días de su paso cenital, la mayoría de las estructuras arquitectónicas muestran orientaciones que no corresponden a dichos acontecimientos. Sin embargo, existen ejemplos espectaculares de orientaciones solsticiales, como la de la gran pirámide de Cholula, la más grande del mundo de acuerdo a su volumen. El frente de esta pirámide y la ciudad actual se alinean al ocaso solar en el solsticio de verano, y seis meses, antes o después, la salida del Sol en el solsticio de invierno marca la alineación de la pirámide en su parte posterior. Un ejemplo de orientación equinoccial es la de la pirámide de Teopanzolco, en Cuernavaca. Desde una pequeña plataforma situada frente a ella se puede observar, entre los días del equinoccio, cómo surge el disco solar exactamente entre los dos santuarios construidos en su cúspide.
Existen tres grandes familias de alineaciones solares, y en las estructuras arquitectónicas de Mesoamérica hay algunos ejemplos emblemáticos. La gran urbe de Teotihuacán posee dos ejes urbanos, la llamada Calzada de los Muertos y la perpendicular a esta que coincide con el eje de simetría de la Pirámide del Sol. Dos veces al año, el 29 de abril y el 13 de agosto, el Sol se alinea en el ocaso frente de la gran pirámide. Debido a su aparente movimiento en las mañanas del 12 de febrero y el 29 de octubre, la alineación solar sucede en la parte posterior de la Pirámide del Sol. El significado de esas fechas es más bien cultural. Para aclarar esto, necesitamos observar todas las puestas del Sol durante un año desde la cúspide de la pirámide. A partir de la primera alineación, transcurrirán 52 días antes de que el disco solar alcance su posición extrema en el solsticio de verano en el horizonte noroeste. Lentamente, el Sol regresará en dirección al sur, de tal forma que 52 días después ocurrirá la segunda alineación, el 13 de agosto. Día tras día, se pondrá en el horizonte, siempre más hacia el sur. Llegará a su extremo suroeste en el solsticio de invierno y en ese momento emprenderá su regreso al norte sobre el horizonte. Completará su periodo anual el 29 de abril del año siguiente. Es admirable que el Sol tarde 260 días para realizar el recorrido. Es obvio que la única función de esas fechas es indicar la división del año en cuentas de días expresables por los números calendáricos, 52 (4 x 13) y 260 (20 x 13). Se trata claramente de un culto a los dioses que crearon el calendario. Esta división se da también al hacer el seguimiento de las salidas del Sol considerando las fechas 12 de febrero y 29 de octubre, las que corresponden a la alineación solar con la parte posterior de la pirámide. El soberano que ordenó esa alineación calendárico-astronómica de la gran pirámide tenía asegurado el favor de los dioses, pues su obra cumplía con los principios sagrados del calendario. Esta familia de alineaciones aparece en toda Mesoamérica, incluso mucho antes de la fundación de Teotihuacán. Se puede ver también, por ejemplo, en la ciudad maya de El Mirador, en el Petén guatemalteco.
La del Templo Mayor de Tenochtitlan pertenece a otra familia de orientaciones. Es importante destacar que la traza urbana de la Ciudad de México en su origen colonial, hoy la calle República de Guatemala y su prolongación, la calle de Tacuba, está alineada al eje de simetría del Templo Mayor. Los días 9 de abril y 2 de septiembre, el Sol se pone alineado a este eje, y quien esté a nivel de la calle, notará a lo largo de Tacuba cómo el asfalto, las casas y los postes enmarcan y señalan al disco solar en el horizonte. En las mañanas del 4 de marzo y el 9 de octubre, nuevamente se alinea el Sol al Templo Mayor, y a lo largo de República de Guatemala se podrá admirar el disco solar centrado en un cerro conocido como Yeloxochitl. Las cuatro fechas citadas para el Templo Mayor difieren de las dadas para la Pirámide del Sol en Teotihuacán por veinte días, una unidad de tiempo fundamental. Si se observan todas las puestas solares durante el año, se obtendrá una partición en intervalos de días de gran importancia. A partir del 9 de abril transcurrirán 73 días antes de que el Sol alcance el solsticio de verano. Después de otros 73 días, el 2 de septiembre ocurrirá la segunda alineación solar. El Sol continuará acostándose cada vez más hacia el sur sobre el horizonte poniente hasta llegar al solsticio de invierno. Entonces emprenderá el regreso, día tras día, hasta el 9 de abril siguiente. Este periodo de tiempo abarca precisamente 3 veces 73 días, es decir, 219 días. La división del año está definida por el número calendárico 73 que aparece en la identidad calendárica antes mencionada. Queda claro que la traza urbana de la Ciudad de México está definida por la estructura del calendario mesoamericano. Esta familia de alineaciones arquitectónicas se puede identificar incluso en la Gran Pirámide Olmeca de La Venta, Tabasco, construida hacia el año 1000 a. C.
La tercera familia de orientaciones se puede describir a partir de la llamada embajada teotihuacana o el Palacio Enjoyado, en la ciudad zapoteca de Monte Albán. El nombre lo recibe por sus características arquitectónicas y los hallazgos arqueológicos de estilo teotihuacano descubiertos ahí. La alineación solar de este notable edificio sucede en las mañanas del 25 de febrero y el 17 de octubre. Antes de aclarar el significado de estas fechas, quiero citar al fraile dominico Juan de Córdova, quien escribió la primera gramática del idioma zapoteco. Él explica el calendario y añade esta información: los zapotecos dividían la cuenta de 260 días en cuatro partes de 65 días. Identificaban cada una de estas con el dios de la lluvia, Cocijo, quien, decían, proveía de todo. Justamente las fechas de alineación de la embajada teotihuacana se encuentran 65 (5 x 13) días antes y después del solsticio de invierno. Este edificio está adosado a una alta plataforma que marca el sitio más alto de la ciudad. En la Plaza Principal de Monte Albán se puede ver el llamado Edificio P con una cámara debajo de su escalinata con un tubo de piedra que permite registrar el paso cenital del Sol. El 17 de abril el haz de luz solar oblicua penetra por primera vez hasta el suelo, y el 25 de agosto deja de hacerlo. Ambas fechas están separadas por 65 días, antes y después, del solsticio de verano. Esta alineación existe también en toda Mesoamérica, por ejemplo, en los Templos I y II de la ciudad maya de Tikal, y en la llamada Casa de los Trece Cielos en Cañada de la Virgen, Guanajuato.
La manera mesoamericana de elegir fechas de alineación solar de grandes estructuras arquitectónicas representa una característica de gran importancia cultural. Hay que considerar que la orientación de un templo es apenas una parte del discurso simbólico, ritual y político que expresan estas estructuras. También hay que tomar en cuenta la pintura mural, las estelas labradas y, sobre todo, las ceremonias religiosas que se desarrollan en el interior y en el entorno del templo.
Una propiedad intrínseca del sistema calendárico de dos cuentas simultáneas de días es que cada 52 años se repetían los mismos nombres de año. Los mayas de la época clásica (entre el 100 y 800 d. C.) idearon una variante calendárica en la que una fecha dada se expresaba a través del número de días transcurridos a partir del 13 de agosto del año 3114 a. C. Esto permitía localizar un momento en el tiempo con gran exactitud y realizar búsquedas de eventos astronómicos del cielo nocturno. Un admirable ejemplo existe en el Templo de las Pinturas en Bonampak, Chiapas. Tres cuartos abovedados con impresionantes pinturas que describen batallas, ceremonias sucesorias, fiestas con músicos, entre otras escenas, rinden homenaje al soberano Chan Muwan II. En la bóveda del cuarto central, dentro de cuatro cuadretes, se pintaron una tortuga con tres glifos de estrella y una manada de jabalíes rodeada con estrellas; entre estos cuadretes se representaron otros dos con personajes con estrellas, uno con un palito señalando a la tortuga y el otro con una especie de charola que podría tratarse de un espejo de pirita, como los hallados ahí mismo. Los sacerdotes mayas estamparon la fecha: 6 de agosto de 792 d. C. Una vez que se hizo de noche, la Vía Láctea apareció alineada a lo largo del eje de simetría del edificio. Poco antes del amanecer, la Vía Láctea se ubicó a lo largo del cierre de la bóveda que muestra la representación de un largo monstruo. Estudiosos de la cultura maya consideran que esta galaxia se conceptualizaba como una gran criatura celeste, cuyas fauces se localizaban en la bifurcación de la Vía Láctea cerca de la constelación del Águila. Durante la noche, en esa fecha, una región del cielo se colocó justo encima del edificio, lo que sugiere una identificación de los cuadretes. Se trata de la región que incluye a las constelaciones de Orión y del Toro. La tortuga podría referirse a Orión con sus tres estrellas del cinturón; mientras que la manada de jabalíes semejaría al cúmulo estelar de Las Pléyades. Entre estos objetos celestes se ubica el cuerpo del Toro con sus largos cuernos. Su ojo está representado por una de las estrellas rojas más brillantes a simple vista, Aldebarán. Este sería el personaje con el palito. Finalmente, en el cuerno de enfrente se colocó un “gemelo” rojo, es decir, Marte, que podría ser el personaje con el posible espejo.
La excepcional relevancia de la astronomía prehispánica en la evolución cultural de Mesoamérica está presente en sus edificaciones. Afortunadamente algunos de los grandes avances alcanzados por el ingenio y la agudeza de los observadores prehispánicos del cielo podemos admirarlos aún ahora. Incluso algunas de las ciudades mexicanas actuales permiten recrear, por medio de sus trazas urbanas, algunos eventos solares que nos señalan la trascendencia que alcanzó el calendario prehispánico. Hay mucho por investigar pero es claro que se trata de una especie de reloj cósmico que sigue funcionando, incluso sin sus creadores.
Imagen de portada: Plataforma de Venus en Chichén Itzá, 2008. Altairisstar