Cierto día, en los tiempos prepandémicos, explicaba en el aula los efectos del imperialismo estadounidense en América Latina durante la Guerra Fría. Un alumno levantó la mano para preguntar si el imperialismo todavía existía en la actualidad y, de ser así, cómo podríamos identificarlo. La pregunta parecía ingenua, pero la respuesta no era obvia: remitía a los grandes debates que marcaron el ocaso del siglo XX. Desde la caída del bloque soviético entre finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, el marxismo-leninismo, que había gozado hasta entonces de popularidad y prestigio en ciertos ámbitos académicos e intelectuales, fue de algún modo responsabilizado por el colapso del horizonte utópico socialista. Su pronóstico —interpretado como ley, o al menos como promesa— de que las contradicciones sistémicas del capitalismo en su fase imperialista conducirían a una crisis económica mundial y a una agudización de la lucha de clases en la que el proletariado saldría victorioso, parecía haberse anulado. Junto con tal pronóstico, la terminología marxista fue cuestionada, desestimada o reemplazada. El descarte incluyó el concepto de imperialismo, que a lo largo del siglo XX había tenido centralidad en los debates sobre economía, nacionalismo, colonialismo y, sobre todo, dentro de los movimientos de liberación nacional. Repasar a grandes rasgos los términos en que se ha definido históricamente el imperialismo es útil para precisar si el concepto sigue vigente o si ha sido justificadamente desechado.
En las primeras décadas del siglo XX, algunos autores comenzaron a difundir sus estudios sobre el imperialismo, como el economista inglés John Hobson (Imperialismo, un estudio, 1902), el economista austriaco Rudolf Hilferding (El capital financiero, 1910), la marxista alemana Rosa Luxemburgo (La acumulación del capital: una contribución a la explicación económica del imperialismo, 1913), el teórico socialdemócrata Karl Kautsky (“El imperialismo,” 1914) y el revolucionario ruso Nikolái Bujarin (La economía mundial y el imperialismo, 1917). Sin embargo, la obra más estudiada al respecto fue la de Vladímir Lenin, el máximo líder de la revolución bolchevique, quien abrevó de todos los autores mencionados para respaldarlos o contradecirlos. En 1916, Lenin publicó su influyente ensayo El imperialismo, fase superior del capitalismo. El autor reconocía que el imperialismo y el colonialismo habían comenzado muchos siglos atrás, con la expansión de los imperios antiguos del Mediterráneo, si bien su propósito era explicar las bases del fenómeno moderno. Lenin empezó por describir cómo la concentración de capital por parte de los capitalistas exitosos de los países más desarrollados había derivado en la formación de monopolios. Así, trazó una cronología del tránsito del capitalismo al imperialismo según la cual, en la década de 1860 a 1870, la libre competencia había llegado a su punto culminante y los monopolios estaban en fase germinal. Posteriormente, había comenzado un periodo de desarrollo de los carteles, definidos como pactos empresariales para el control monopólico de una actividad económica, desde la producción hasta la distribución en los mercados de venta y el reparto de ganancias. En la transición de la competencia al monopolio, el capital industrial se fusionó con el capital financiero y la banca comenzó a dominar la actividad industrial. A fines del siglo XIX y principios del XX, los carteles se habrían convertido en la base de la economía, marcando con ello la consolidación del imperialismo. De acuerdo con Lenin, la característica principal de la fase imperialista a partir del cambio de siglo era la exportación de capital. Debido a la tendencia a la baja de la tasa de ganancias del capital ocasionada por la competencia en el mercado interno de los países desarrollados, los capitalistas se veían obligados a colocar sus productos en países con una menor capacidad productiva y capitales escasos, por ende, generadores de demanda y con condiciones de inversión más atractivas, tales como tierras, materias primas y salarios baratos. Una vez asegurada la hegemonía de mercado, los gobiernos establecían políticas proteccionistas en sus fronteras extendidas para asegurar la estabilidad de los monopolios. Un aspecto fundamental del imperialismo moderno fue el papel protagónico que tuvieron los Estados-nación, cuyos gobiernos se convirtieron en instrumentos de los carteles. La competencia por los mercados fue el motor de la expansión de Gran Bretaña y Francia a lo largo de Asia, África y Oceanía en las últimas décadas del siglo XIX. Tras la Conferencia de Berlín (1884-1885), los países menos favorecidos por el reparto colonial de África fueron Bélgica, Italia, España y Portugal. Sin embargo, a comienzos del siglo XX también lograron hacerse de algunas posesiones. Para Lenin, la posesión de colonias era lo único que garantizaba el éxito total del monopolio contra las contingencias de la lucha con el adversario. El imperialismo y el colonialismo —la imposición violenta de una minoría extranjera que se asume como racial y culturalmente superior sobre una mayoría nativa, étnica y culturalmente diversificada— estaban unidos indisolublemente. Otro aspecto intrínseco al imperialismo es el militarismo. En palabras de Lenin:
El imperialismo es una lucha encarnizada de las grandes potencias por el reparto y la distribución del mundo, y por ello tiene que conducir inevitablemente a un reforzamiento de la militarización en todos los países, incluso los neutrales o pequeños.
Las tesis de Lenin fueron intensamente debatidas y algunos autores buscaron matizarlas o ampliarlas, mientras que otros más plantearon teorías no marxistas del imperialismo, como el influyente economista de origen austriaco Joseph Schumpeter (La sociología de los imperialismos, 1919). Sin embargo, a lo largo del siglo XX y hasta el día de hoy, Lenin ha sido un punto de referencia para comprender el origen del imperialismo moderno. Además, la historia bélica de la era imperialista confirmó varias de sus premisas. Las tensiones y agresiones entre potencias imperialistas alcanzaron su culmen con la Primera (1914-1918) y la Segunda Guerras mundiales (1939-1945), en las que los gobiernos no escatimaron recursos para aniquilar a sus contrarios. Los dos países mejor posicionados al finalizar la Segunda Guerra Mundial fueron los Estados Unidos y la Unión Soviética, mientras que, desde finales de la década de 1940 y hasta la de 1970, grandes potencias europeas atestiguaron el colapso gradual de sus imperios coloniales. No obstante, el surgimiento de Estados independientes en las antiguas colonias de Asia y África no condujo a la soberanía o autonomía de los pueblos, sino al ejercicio de nuevas estrategias de dominación por parte de las potencias occidentales, el llamado neocolonialismo. En el contexto de la Guerra Fría, los economistas estadounidenses Paul Sweezy y Paul Baran formularon en su obra El capital monopolista. Ensayo sobre el orden económico y social de Estados Unidos (1966) una teoría postmarxista del imperialismo. Estos autores —basándose en el estudio de la economía estadounidense— reafirmaron la tesis de Lenin respecto a los monopolios, enfocándose en las corporaciones (oligopolios, en circunstancias donde los monopolios están prohibidos por ley) que dominan el proceso moderno de acumulación de capital. En las condiciones oligopólicas de producción, no hay suficientes oportunidades para la reinversión rentable del excedente económico, lo que se manifiesta en una tendencia contradictoria entre la subutilización de la capacidad productiva y el aumento del desempleo y el trabajo improductivo (por ejemplo, los esfuerzos en ventas y marketing para fomentar el consumismo). El resultado es el estancamiento económico.
Sweezy y Baran advirtieron que para superar dicho estancamiento, el excedente económico era absorbido por el presupuesto militar. Este rubro —que el ex presidente de Estados Unidos Dwight Eisenhower denominó como el complejo militar-industrial— promovía el avance científico-tecnológico y daba empleo directo e indirecto a millones de personas. Sin embargo, esta situación sólo podía mantenerse a costa de promover conflictos bélicos en el resto del mundo. La política imperialista estadounidense era, sin duda, el pivote de su extraordinario desarrollo económico. La principal debilidad del sistema estaba en la periferia, en sectores que se oponían a la dominación del capitalismo monopolista sobre sus economías. También en la década de los sesenta, algunos teóricos de los países entonces denominados subdesarrollados o en vías de desarrollo elaboraron sus propios modelos para explicar las relaciones profundamente desiguales entre las metrópolis y las periferias, tales como la teoría del desarrollo, la teoría de la dependencia y la teoría del sistema-mundo. Aunque el concepto de imperialismo pasó a segundo plano, las nuevas teorías reflexionaban sobre el mismo fenómeno, actualizando los términos de la discusión. Durante los años noventa, los análisis sobre el nuevo orden mundial se centraron en dos coordenadas: el auge del neoliberalismo y la globalización económica y cultural. En el año 2000, los filósofos postmarxistas Michael Hardt y Antonio Negri publicaron su obra seminal Imperio, en la que plantearon que, junto con los circuitos de producción y distribución globales, también había surgido un nuevo soberano global: el imperio. El fenómeno del imperialismo moderno, dirigido por unos cuantos Estados-nación, había evolucionado hacia este imperio desterritorializado y constituido por organismos nacionales y supranacionales, que de acuerdo con su concentración de poder, ocupan un lugar en la pirámide global. Así, en el pináculo se encuentra Estados Unidos, la superpotencia hegemónica que ganó la Guerra Fría. Dentro del primer nivel, pero en un escalón inferior, aparece el G-7 y los cuerpos económico-jurídico globales (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio). En un tercer nivel, las corporaciones transnacionales que organizan la distribución global de capital, tecnología, mercancías y personas y los gobiernos de países industrializados menos poderosos. En el cuarto nivel, los organismos globales que representan los intereses de la sociedad (ONU, algunas ONG y otras agencias internacionales). Mientras que el concepto de “imperio” es vago y polisémico, el concepto de “neoimperialismo” es útil para describir los mecanismos que posibilitan un enorme flujo de capitales de los países del sur global (América Latina, África y Asia) hacia las sedes de las corporaciones trasnacionales en el norte global (la Unión Europea, Norteamérica y Australia). Además, los gigantes tecnológicos que controlan el internet (Google, Facebook, Twitter, Amazon, Apple, Microsoft, etc.) se mantienen en la misma lógica del capitalismo monopólico. El neoimperialismo se despliega a través de una miríada de operaciones tanto de mercado (v. gr. el traslado de maquilas a los lugares con los salarios más bajos del mundo) como militares. Fenómenos como el extractivismo evidencian que la obtención legal de recursos naturales por parte de las corporaciones frecuentemente se conjuga con la violencia ejercida contra los defensores de los bienes comunitarios por parte de actores del crimen organizado, contratados por esas mismas corporaciones. Uno de los autores que más ha reflexionado en torno a la nueva élite global que corresponde al uno por ciento de la población mundial es el filósofo Zygmunt Bauman, quien la describió como una “supraclase” que toma todas las decisiones económicas fundamentales con absoluta independencia de los órganos de gobierno y los votantes de cualquier país, y que opera sin tomar en cuenta más intereses que los suyos propios. La supraclase se mueve en un espacio negativamente globalizado, donde no se puede discernir entre actividades criminales al estilo mafioso y la actividad comercial normal, por lo que, aun cuando realice acciones que bajo la jurisdicción de un Estado-nación serían a todas luces ilegales, no hay gobierno capaz de desafiarla. Escándalos como los Panama Papers que se filtraron en 2016 y el de los recién liberados Pandora Papers (2021) han dejado al descubierto los nombres de los integrantes de la supraclase: miembros del gobierno, el sector financiero y empresarial, la industria cultural y el crimen organizado que transfieren sus capitales a paraísos fiscales para evadir impuestos y, con ello, toda responsabilidad social. La estimación del total de dinero colocado en empresas offshore ronda los 32 trillones de dólares, pero no hay señales de que los personajes expuestos vayan a ser llevados a juicio en sus propios países. Tampoco hay mecanismos de justicia global que posibiliten enjuiciarlos. Por otra parte, si bien es cierto que la élite global está conformada por ciudadanos de países ricos y pobres, como lo revelan las filtraciones, el orden global sigue favoreciendo a las potencias de siempre. Los niveles de vida y de desarrollo humano de los países del norte, en contraste con los del sur, ocasionan oleadas migratorias de cientos de miles de seres humanos, a quienes las potencias se niegan a retribuir algo de lo mucho que les han quitado. Este problema ha alcanzado proporciones catastróficas debido a que la globalización económica ha desencadenado, entre otras cosas, el calentamiento global. Cuando le respondí a mi alumno en clase, le hice notar que el neoimperialismo es patente en conflictos transnacionales que, bajo la categoría de “guerra contra el terrorismo” o “cambio de régimen”, de 2001 en adelante produjeron la intervención de Estados Unidos, la OTAN y otros aliados menores en países con grandes riquezas energéticas y gobiernos autoritarios como Afganistán, Irak, Libia, Siria y Yemen. Los principales beneficiarios de la devastación de esos territorios y de la extracción de sus recursos habían sido los miembros de la élite que controla el sistema financiero global. El neoimperialismo persiste, es un fenómeno complejo, multicausal e irreductible a la esfera económica, aunque su corazón sea el mercado global. Pareciera que el neoimperialismo determina la economía política global sin dar cabida a la agencia de los pueblos, pero diversos autores coinciden en que también es susceptible de transformación por el sujeto histórico al que Hardt y Negri denominaron “multitud”, el cual ha protagonizado las grandes batallas del siglo XXI contra el neoliberalismo y la globalización.
Imagen de portada: Balam Bartolomé, Wonderland #8 (El museo), 2010. Cortesía del artista