Antes de llegar a Filipinas ya me habían dicho dónde conseguir y cuánto pagar por una simcard para mi celular. Muy cerca del aeropuerto hay varios locales que se inventan promociones para turistas. Una semana de Facebook, Instagram y no sé qué más “gratis”. O dos semanas de mensajes ilimitados, o un mes de quién sabe qué tanto. Compré un paquete para solamente siete días. “No necesito más”, pensé. Desde entonces pasaron casi cuatro meses.
La idea era tomar mis vacaciones por el Año Nuevo Chino y luego regresar al inclemente invierno de Beijing. Moría por ir a la playa, perderme en la selva, nadar en la laguna del cráter del volcán. Justo el día que llegué reabrían el aeropuerto porque el volcán acababa de hacer erupción. Las calles me tocaron todavía llenas de ceniza. Tal vez fue una señal. Casi de inmediato comenzaron a llegar las noticias del virus. El crescendo de la situación se replicó en mi contexto personal. Se canceló mi vuelo de regreso. Cerraron la escuela de Beijing donde trabajo y mi salario se fue recortando hasta llegar a nada. Mensajeando con mis amigos y colegas en diversas ciudades de China me di cuenta de que había escapado de algo grande y que aunque me quedara sin dinero o sin lugar donde vivir no se comparaba ni remotamente con lo que ellos tuvieron (y tienen) que afrontar. Ni siquiera puedo pensar en quejarme. Tengo la sensación de que mis primeras semanas aquí fueron hace años. Me acuerdo cuánto me impresionó ver de nuevo piernas, brazos, piel en la calle… casi dos meses de invierno en Beijing me acostumbraron a montañas de ropa, botas, guantes y gorritos pululando frente a mí. Lo único que me aseguraba que me encontraba frente a humanos era el pedacito de cara entre peluche y gabardina térmica. Hace poco vi fotos de reuniones familiares de mis amigos allá y ahora incluso esa pequeña parte está cubierta: en lugar de peluche hay plástico, batas de hospital y a veces hasta trajes de astroapicultura. Filipinas tiene una relación de amor-odio con China y depende de la cantidad de yuanes a invertir. Generalmente de manera ilegal. El primer barrio chino del mundo se estableció en Manila en 1594 llegando a ser uno de los más importantes centros de comercio del mundo. Hoy, el gobierno del presidente Rodrigo Duterte otorga facilidades extraordinarias para los evasores de impuestos de su vecino país y para otros tejemanejes de la corrupción underground. Mientras el COVID19 cambiaba la manera en la que el mundo globalizado se conectaba, y las líneas aéreas iban cerrando sus servicios, cayeron en Filipinas unos agentes aduanales que dejaban entrar ciudadanos chinos sin documentos, sin pruebas médicas, sin siquiera revisarles la temperatura. En otra terminal aérea, otro grupo de agentes se inventó un impuesto de casi tres mil dólares para dejar entrar gente proveniente de China. No importaba que fueran Chinos o no. Gran parte del flujo migratorio actual de China hacia Filipinas es propulsado por las apuestas en internet. En 2016 comenzaron a operar los POGOs (Philippine Offshore Gaming Operators) para aprovechar la millonada que las apuestas ilegales estaban generando en el Pacifico asiático. “Es bueno para todos, los impuestos a los POGOs se usarán para el bienestar del pueblo” y falacias por el estilo funcionaban de pretexto. Actualmente se les relaciona con prostitución, explotación, reclutamiento ilegal e inclusive con espionaje. Más de la mitad de los nuevos residentes chinos en Manila trabajan directa o indirecta, legal o ilegalmente con los POGOs. Conforme la epidemia se esparcía, los periódicos filipinos publicaban todos los días alguna noticia sobre estos POGOs, evidenciando una gran preocupación por cómo se manejarían ahora las relaciones bilaterales. Las redes sociales se enfocaban en el especial cariño que el presidente Duterte y su gobierno mostraban por China, y en particular la manera en que el gobierno se preocupaba más por asegurar la entrada de millones de yuanes que en proteger a su ciudadanía de la inminente pandemia.
Cuando se canceló mi vuelo me alegré pensando que mis vacaciones se extenderían y que solo tendría que aguantar y escatimar. La escuela donde doy clases me aviso que dadas las circunstancias mi salario se tendría que recortar en un 50% puesto que cerrarían por la cuarentena. Pero el envío de dinero se complicó por restricciones en las apps de pago a la hora de mandar yuanes al extranjero. En China, hasta el que vende cacahuates en el mercadito cobra usando su celular y cuando recién llegué me sentí el único baboso usando efectivo. Fue una verdadera odisea recibir mi último pago, que se transfirió de China a una amiga en mi misma situación pero en Sri Lanka que a su vez lo mandó a su cuenta ucraniana, de ahí a otra cuenta rusa y de ahí a mi cuenta mexicana. Al menos no moriría de hambre todavía. El primer paciente que falleció fuera de China el 2 de febrero estaba en el hospital San Lázaro de Manila. Comenzó a implementarse poco a poco el protocolo que ya se ha visto alrededor del mundo. Lo primero fue escanear la temperatura en todos lados. Una semana más tarde, ya era normal, pero a veces te escaneaban, a veces no. En muchos centros comerciales era obvio que sólo levantaban el cosito ése por compromiso y más bien procuraban evitar que se hicieran largas filas en la entrada. En cada conversación se hablaba de rumores, teorías de conspiración y fake news. Sobre todo con respecto a la cantidad de muertos. Tanto en China como en Manila. A principios de febrero cada kit de prueba costaba unos mil dólares y se tenía que llevar la muestra a Australia. Se decía mucho que el gobierno escondía las verdaderas cifras y que no iba a invertir mil dólares en cada prueba, pero sobre todo que se estaba tardando en establecer la cuarentena.
El jueves 12 por ahí del mediodía, la cuenta de Twitter de un diario local publicó que la cuarentena se hacía oficial en la zona de Metro Manila. La noticia no estaba confirmada y borraron el tweet, pero ya era demasiado tarde. Cientos de personas llenaron los supermercados arrasando con todo lo considerado esencial para sobrevivir. Incluso papel higiénico. Acá se acostumbra el uso del tabo, que se considera aún más higiénico. La brecha de desinformación, el desmadre y las compras de pánico duraron hasta la noche del viernes 13, cuando el presidente anunció el inicio de la cuarentena a partir del domingo 15. Toque de queda, cero transporte público, solamente supermercados y algunos restaurantes permanecerían abiertos, únicamente con servicio para llevar. Justo me dio tiempo de recoger mi pasaporte de la oficina de migración ese día, mi segunda e incalculada extensión de visa. Las reglas de la cuarentena fueron evolucionando sobre la marcha. Al principio fue evidente que las autoridades no sabían qué hacer. Las zonas ricas, es decir: los centros financieros con una alta población de extranjeros, no tuvieron mucha bronca. En un grupo de Facebook de vecinos de Bonifacio Global City (la parte más fresa de Metro Manila) destinado a publicar “problemas y buscar sus soluciones durante la cuarentena”, se leen cosas como que alguien está buscando arena especial para su gato, hay quienes preguntan dónde se puede conseguir tal tipo de queso, se avisan cuando ya abrió algún Starbucks y se recomiendan restaurantes. En una ocasión, alguien de ese grupo publicó muy escandalizado que la policía lo paró en la calle para pedirle que portara su máscara. Otros se quejaban, en tono de llamar a la revolución, de que no los dejaban salir a correr. First world problems. Las otras ciudades de Metro Manila tienen una realidad diferente. La primer semana había un retén militar casi en cada avenida principal. Estando prácticamente todo cerrado no había muchas razones para estar afuera, por lo que el toque de queda permaneció un tiempo de 8pm a 5am. El gobierno repartió despensas a personas en situación de calle, a albergues y a ciertas zonas de escasos recursos pero fue insuficiente y la gente se lanzó a las calles a protestar. Al cabo de unos días la situación se volvió insostenible en algunos distritos. Casi de inmediato se reestructuraron los parámetros del encierro. Se reabrieron mercados, tiendas departamentales, farmacias y algunos restaurantes, recalcando siempre las medidas de distanciamiento social, mascarillas, escaneado de temperatura y el desinfectado de manos. Los soldados y la policía estarían a cargo del movimiento entre distritos y algunos voluntarios se encargarían de sus áreas. Fue así que el horario del toque de queda se modificó por zonas para evitar aglomeraciones. En muchos lugares se instauró un horario de salida solamente entre 5 y 10 de la mañana y entre 5 de la tarde y 8 de la noche, y solamente para ir por comida o a la farmacia. Para facilitar la organización se distribuyeron pases que debían ser mostrados en todo momento.
Metro Manila se acomodó mejor en esta etapa de la cuarentena y se advirtió una mejor organización pero el número de contagios y de fatalidades crecía y los hospitales ya no podían con más gente. Se acondicionaron universidades, estadios, centros deportivos e iglesias para poder atender a los miles de pacientes. Como en algunas otras partes del mundo, la ignorancia combinada con el pánico causó que personal médico fuera agredido en varias zonas. Enfermeras y doctores sufrieron discriminación y agresiones físicas así que se determinó un fuerte protocolo de seguridad para ellos con transporte gratuito y en algunos casos inclusive escolta del lugar de trabajo a sus hogares y viceversa. En uno de sus comunicados nocturnos, el presidente Duterte mencionó que la gente no sólo no estaba respetando los horarios del toque de queda sino que no dejaba a las autoridades realizar su trabajo y que se estaba agrediendo a los trabajadores de la salud, lo cual era un crimen muy serio dadas las circunstancias. Unos días antes había sido fuertemente criticado porque dijo que el personal médico que muriera durante esta emergencia “tenía el honor y la suerte de morir por su país”. En Quezon City, 21 personas fueron arrestadas en una protesta afuera de un centro comercial. Se quejaban de que las medidas de distancia y los estrictos horarios no permitían que todos tuvieran la oportunidad de entrar aunque llevaran formados todo el día. Algunos alcaldes habían ordenado que cualquier persona que violara el toque de queda fuera puesta en una jaula para perro hasta por 24 horas. Otros ordenaron a los arrestados permanecer de pie bajo el intenso sol de Manila. Con una verdadera emergencia encima y la violación a derechos humanos, el presidente Duterte dijo a la policía y la milicia que si sus vidas se encontraban en peligro debido a alborotadores, les dispararan. Un poco más drástico que repetir varias veces: “Quédate en casa”.
My orders to the police and military … if there is trouble and there’s an occasion that they fight back and your lives are in danger, shoot them dead. Is that understood? Dead. Instead of causing trouble, I will bury you.
Así que este gobierno va a enterrar a alguien pase lo que pase.
Cuando la gente me preguntó al respecto les dije que las noticias estaban sacadas de contexto y exageraban la declaración, que en realidad no era una orden, sino una estrategia para generar temor y hacer que la gente respetara el encierro. En las primeras planas la frase Shoot them dead! no ayudaba mucho a mi intento por minimizarlo. Tratando de sobrevivir en mi encierro conseguí prácticamente de milagro un trabajo freelance que me dio la oportunidad de tener un pequeño cuarto en Pasay City, muy cerca del centro de Manila. En esta zona, casi todas las calles tienen un puesto de voluntarios que revisan el pase y desinfectan con una compresora cualquier cosa que acceda, ya sean personas, mascotas, bicicletas o bolsas del súper. A veces platicamos un rato cuando salgo por víveres. Saben que soy mexicano y les gusta presumir a Paquiao, son chidos. En alguna ocasión, regresando del súper casi a las 20:10 me dijeron bastante serios que ya era muy tarde, que tuviera más cuidado. Les pregunté sobre Duterte. “Exagera para espantar a la gente, es pura retórica, ¿no?”, les dije. Me contestaron que en 2016 este presidente inició una verdadera guerra contra el narco y la Policía Nacional Filipina asesinó a unas 12 mil personas, principalmente en zonas rurales, acusadas de traficar, vender o poseer drogas. Muchas veces falsificaron evidencias para justificar ejecuciones. “Oooook, tratare de hacer mis compras por la mañana…” Dos días después de la declaración “shoot them dead”, la policía disparó y mató a al granjero Junie Dungog Piñar en Nasipit town, Agusan del Norte. El reporte oficial: estaba ebrio, violando el toque de queda, se negó a usar mascarilla y había agredido a personal médico y a la misma policía al resistirse al arresto. En un video que casi de inmediato se subió a Twitter se ve a la persona sólo manoteando erráticamente antes de ser abatida. Los familiares que se encontraban a unos metros dijeron que sufría de sus facultades mentales porque había sido soldado y que había defendido a su país. El hecho trató de ser descartado pero evidenciaba que la policía no dudaría en acatar la orden presidencial con pleno conocimiento de que las consecuencias jamás los alcanzarían. A partir de entonces es muy raro que alguien viole el toque de queda y yo procure jamás volver a pasarme ni un segundo del horario .
Antes de terminar abril se anunció la extensión de la cuarentena por segunda vez y sigo en Manila dando clases en línea y tratando de sobrevivir. El 3 de mayo mi hermana organizó una videollamada familiar para celebrar el cumpleaños de mi madre. Valió la pena madrugar para ver a las tías, a los primos, al sobrinito, a mis hijos, para decir babosadas en español un rato y para cantar las mañanitas. ¿Cuándo regresas? alguien me preguntó. Sin vuelos, sin saber cuándo la escuela de Beijing reabriría, con visas expiradas y escuchando que habrá una segunda ola de contagios… debo confesar que no sé ni siquiera a dónde “regresar”.
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Imagen de portada: Entrega de alimentos en hogares vulnerables de Manila durante la cuarentena. Fotografía de Asian Development Bank, 2020. CC