El verde, por antonomasia, es una sensación subjetiva cuando alguien ve, imagina o sueña algo con este tinte, y es un evento lingüístico cuando comprende el significado de la palabra verde, especialmente si se adorna con otras voces: verde bandera, botella, esmeralda, turquesa, lima o primavera. Desde un punto de vista científico, un color verde particular es un hecho lumínico que ocurre cuando la frecuencia de una onda está alrededor de los 530 nanómetros. Es un hecho sensorial presente cuando esa onda estimula a los conos M de la retina, los fotorreceptores sensibles a esta luz, y su cloropsina absorbe los fotones. El verde es un hecho cerebral cuando las señales nerviosas desatadas por los conos M en las células ganglionares de la retina son procesadas por la corteza visual del cerebro, especialmente en el módulo V4 involucrado en la discriminación cromática. Una metáfora afortunada puede insinuar en la conciencia su efecto equilibrado, refrescante o tranquilizante y muchas otras asociaciones al color. El inolvidable “verde que te quiero verde” de Federico García Lorca no sólo absorbe y arroja la cualidad del verdor, sino el ámbito que representa, bendito y amado sea. Cuando Fernando Pessoa dice que “los campos son más verdes en el decirlos que en su verdor”, afirma que el verde pintado con palabras en la imaginación es más duradero que el del prado, e implica que las mismas áreas visuales del cerebro se activan al mirar una escena y al soñar o al visualizar algo en la imaginación. Pero estos verdes contrastan con el engañoso “verde embeleso” del soneto de Sor Juana, pues la escritora destaca lo efímero del placer sensorial y del deseo: “decrépito verdor imaginado” que todo lo trastorna. El follaje se divisa verde, pero también se huele, se oye y se palpa: es lozano, sereno y gime con el viento. La oda de Eduardo Pondal que llegó a ser himno de su Galicia pregunta sobre los pinos de la costa: “¿qué dicen las altas copas de oscuro follaje arpado?” Las agujas del pino se convierten en arpas tocadas por el viento y su música canta el espíritu de un pueblo.
Para existir, este gran verde requiere de una persona humana provista del equipo biológico necesario para captarlo en íntima relación con el entorno ecológico y cultural donde se percibe, se aplica, se significa. Es una percepción ligada al mundo porque sirve para muchas cosas: advertir un follaje, catalogar una hierba, abrirse paso en la espesura, apreciar la máscara del rey Pakal, disfrutar La ola verde de Claude Monet, pintar a la esperanza y a la envidia, calificar de indecentes a un chiste o a un viejo. En fin: el verde es dato para la física y la colorimetría, para la neurociencia y la fenomenología, para la gramática y la ecología, para la estética y la poética. Sin embargo, no encontramos el verde si lo buscamos en el cerebro, y la manera precisa en que la conciencia ocurre en el cerebro y en el mundo aún no se dilucida plenamente.
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La relación supuesta entre la mente y el cuerpo ha sido clave para determinar la naturaleza humana y de otras criaturas. En tanto el materialismo asegura que el ser humano es un cuerpo viviente cuya función más elevada es la conciencia, el idealismo afirma una conciencia inmaterial capaz de figurar un cuerpo y un mundo. Las ciencias han reforzado un universo físico, organizado en sistemas complejos que en este planeta erigieron organismos vivos y seres sensibles que confrontan su entorno con creciente dominio y conflicto. El idealismo, en cambio, mantiene la prioridad de la conciencia como suceso fundamental para captar y transformar el mundo. A pesar de sus aciertos y encantos, ninguno de estos monismos antípodas satisface mi convicción realista: el materialismo no explica a la mente y a la conciencia como propiedades físicas y el idealismo no persuade de que la carne, los sesos, Calcuta o Saturno sean sólo conceptos o simulacros. La tercera opción, el dualismo, ha tenido un arraigo muy tenaz porque los humanos distinguen sus procesos mentales, como el pensamiento, la imaginación, los sueños o el verde que ven, de sus procesos físicos, como las funciones y los movimientos de su cuerpo. Además, los dualistas han argüido que facultades humanas como el yo, la conciencia de sí, el libre albedrío o la conciencia moral no se explican físicamente y deben ser anímicas o espirituales. Sin embargo, las ciencias las han abordado con solidez creciente. El designio cartesiano de un yo pensante incorporado en el cerebro ha perdido vigor porque transgrede la conservación de la energía y porque el yo se concibe mejor como la autoconciencia: el neurosistema de gestión, reflexión, alteridad y ética. Y también a los dualistas la libertad les parece tan imprescindible en la vida moral y social como imposible en un mundo determinista. Pero el determinismo y el albedrío son compatibles: una decisión voluntaria implica un evento nervioso que surge por procesos de motivación y, ya definido, es capaz de regir a los sistemas motores de la conducta voluntaria: una persona consciente y actuante no es un autómata incauto; es un agente moral y jurídicamente responsable.
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Estimo útil distinguir tres estratos y facetas de la relación entre la mente y el cuerpo: un nivel suprapersonal en referencia a la conjunción del individuo con su entorno; otro personal, en alusión a los nexos entre actividades mentales, funciones corporales y comportamiento, y un nivel subpersonal o neuropsicológico, sobre el vínculo obligado entre la conciencia y el cerebro. El nivel suprapersonal indica que la mente encarnada en el cuerpo surge y opera en un entorno difícil. Se precisa conciencia en especial cuando surgen trabas inéditas, difíciles o penosas que requieren acomodos cognitivos, restauraciones conceptuales y acciones intencionales capaces de solventarlas. Como los organismos más alertas, sensitivos y diestros responden mejor a los obstáculos y los imprevistos, la conciencia fue seleccionada en el tropel evolutivo y el encéfalo se forjó para aprender por experiencia, para afinar la expresión y depurar la comunicación. Cuando el comportamiento resolvía obstáculos, se seleccionaron sus operaciones cerebrales unidas a funciones cognoscitivas y éstas se refinaron en generaciones sucesivas. Los humanos recientes han sido capaces de aprovechar y moldear su nicho, poblar el planeta y transformar su cultura en dialécticas cada vez más apremiantes de conflicto y acuerdo, de cooperación y competencia, de explotación y rebeldía, de creación y destrucción. Para todo ser humano existir implica tomar conciencia de su vínculo con el mundo: yo me hallo en este momento y en este sitio, preocupado y ocupado por escenarios, obstáculos, oportunidades, afectos, y por las acciones que mis contextos y mis prójimos disponen, transigen y suscitan. Preocupado por el color verde…
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El nivel personal se estipula por las funciones autorreguladas y psicosomáticas del organismo. Los actos psicológicos —percepciones, emociones, pensamientos, imágenes, sueños, recuerdos, intenciones— tienen correlatos cerebrales capaces de afectar a los órganos del cuerpo a través del sistema nervioso autónomo, el neuroendocrino y el inmunológico, así como de expresarse en conductas. A su vez, estas faenas afectan a la mente y un maravilloso entresijo de mensajes moleculares, nerviosos y cognitivos está dirigido a la conservación, desarrollo, reproducción y goce del individuo o, en condiciones de estrés o dolencia, a su enfrentamiento y a la restauración de la salud y el bienestar. El estudio minucioso y contextual de la conducta ha permitido atribuir habilidades de planeación, comunicación y conciencia a diversos animales y a suponer formas de autoconciencia, ritualidad o moralidad en ciertos cetáceos, simios, cánidos y córvidos. Entre los humanos recientes, los actos verbales y sus expresiones escritas son el medio más eficaz para declarar la conciencia propia y para conocer lo que otros piensan, sienten, imaginan o intentan realizar. Al tomar conciencia de sí, de su historia y su lugar en el mundo, de sus posibilidades y limitaciones, la persona adopta decisiones, acciones y reajustes con base en criterios, creencias y metas. Oigamos lo que piensa Ulises antes de entrar en batalla, según la Ilíada:
¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá? Muy malo es huir temiendo a la muchedumbre, y peor aún que me cojan, quedándome solo. Mas, ¿por qué tales cosas me hace pensar mi corazón? Sé que los cobardes huyen del combate y quien descuella en la batalla debe mantenerse firme, ya sea herido, ya a otro hiera.
En la conciencia y el comportamiento de las personas influyen y coinciden los sistemas biológicos que las integran y los sistemas sociales en los que encajan. Del lado somático, los dispositivos cerebrales surgen de la evolución, del acervo genético del individuo y de su coyuntura de crecimiento; del lado sociocultural proceden las circunstancias del desarrollo y aprendizaje de cada quien: la asimilación y acomodo de símbolos, creencias, prácticas, valores, ritos o costumbres. Vistas en esta luz, las explicaciones antagónicas entre los ingredientes genético-biológicos y los factores sociales-aprendidos resultan complementarias por tratarse de la coevolución entre individuos y entornos.
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A nivel subpersonal, las asociaciones descubiertas entre funciones cerebrales y actividades mentales proveen un entendimiento cada día más pródigo y certero de la mente y de la conciencia. Se sabe que las operaciones electroquímicas de las sinapsis son esenciales para los procesos mentales: los fármacos que modifican la conciencia y la conducta actúan sobre sus eventos bioquímicos y los engramas de la memoria entrañan la proliferación y fortalecimiento de contactos entre las neuronas involucradas en cada aprendizaje. También se conoce que las señales utilizadas por el cerebro para representar y procesar información son secuencias de potenciales de acción entre las neuronas y es válido suponer que el origen y el destino de las conexiones entre zonas y módulos especializados del cerebro determinen el contenido de la información. Las pautas de señalización admiten millones de estados entre unas 10¹¹ neuronas y 10¹⁵ sinapsis del cerebro humano. He propuesto que la trama armónica y a gran escala de pautas espaciotempoales de actividad multisináptica figura un enjambre o parvada de actividad psicofísica que tiene acceso a múltiples sectores del encéfalo y así faculta la unidad y la libertad de la conciencia.
Ahora bien, a pesar de los descubrimientos de las neurociencias perdura un enigma recalcitrante y retador: ¿cómo genera, alberga y manifiesta conciencia el cerebro? Por ahora no se comprende la inmensa variedad de eventos conscientes en términos de los mecanismos electroquímicos, celulares e intercelulares del cerebro; ni sus contenidos y cualidades subjetivas pueden deducirse de su estructura y actividad. No es lo mismo establecer los procesos neurológicos necesarios para que ocurra un evento consciente, digamos el ver o imaginar algo verde, que comprender cómo y por qué ese proceso fisiológico engendra o corresponde a esa colorida experiencia. Estoy seguro de que, gracias a su interacción con el resto del cuerpo y con el entorno, el cerebro engendra conciencia, aunque no sepamos cómo lo hace, ni cómo averiguarlo… ¡me mortifica reconocerlo! Este ingrato trance exige un acomodo paliativo: si bien la conciencia y el cerebro aparecen de maneras muy distintas, la primera en la experiencia subjetiva y el segundo en los mecanismos objetivos analizados por las neurociencias, es razonable suponer que se trata de dos aspectos o apariencias de un fenómeno unitario de naturaleza psicofísica: mental y física a la vez.
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La solución del problema mente-cuerpo exige una definición clara de la conciencia que explique su constitución neurológica y su génesis en el universo cerebral. El reto reclama una reforma metodológica: la unificación de los métodos en tercera, primera y segunda persona, así como un lenguaje más transparente entre las ciencias del cerebro, de la mente, de la conducta, las sociales y la filosofía de la ciencia. Sin embargo, los términos, métodos, modelos y enfoques de cada disciplina suelen ser privativos y difíciles de traducir, o bien sus adeptos desconfían de materias y doctrinas ajenas. Durante el siglo XX la psicología y la neurología se distanciaron en pugnas teóricas o técnicas y la psiquiatría osciló entre ellas hasta escindirse en facciones “psicodinámicas” y “organicistas.” Al mismo tiempo, las interdisciplinas generadas entre estas tres asignaturas, como la neuropsicología, la psicobiología, la psicofisiología o la neurociencia cognitiva, lograron recabar y relacionar datos anatomo-fisiológicos, mentales y conductuales. Su reto actual parece claro: lejos de eliminar o ignorar la introspección y las experiencias conscientes, es necesario aquilatarlas e integrarlas a sus métodos y teorías. Más aún: la psicología, las ciencias cognitivas y las ciencias sociales son indispensables para generar modelos que puedan ser aplicados en la neurociencia. La transdisciplina que esta interacción demanda empieza a florecer, pero requiere una reforma metodológica y epistémica. La noción de que mente y cuerpo exhiben propiedades distintas teniendo una base psicofísica común me parece atractiva porque adjunta un monismo sustancial, compatible con el resto de las ciencias, con un dualismo de apariencias y propiedades capaz de limar discrepancias, aprovechar aciertos y esquivar atolladeros. Si en efecto existe una correspondencia biunívoca y obligada, momento a momento y término a término, entre los procesos mentales y sus correlatos neurofisiológicos, lo que una persona vive por experiencia y lo que un neurocientífico registra en su cerebro son facetas distintas del mismo proceso subyacente. Surgen dos perspectivas: la de quien experimenta un estado mental subjetivo en primera persona (por ejemplo, el ver o imaginar algo verde) y la del investigador que objetivamente analiza su correlato nervioso en tercera persona.
El color verde está venturosamente dado a toda criatura provista de conos M en sus ojos y, tras ellos, de un cerebro capacitado por evolución, tradición y aprendizaje para sentir, representar y aplicar las señales electroquímicas que avanzan por los axones de sus neuronas a unos 100 metros por segundo. Son perspectivas distintas de una condición muy peculiar: un proceso mental al que accede un sujeto por introspección y puede expresar en palabras, y un dato adquirido por una neurociencia cognitiva cada día más avanzada. Encontrar correlaciones estables entre estas variables va conformando una psicofísica interna que constituye una respuesta delimitada al problema mente-cuerpo. Sostengo entonces que los eventos psicológicos son facetas de eventos neurobiológicos que al unísono constituyen el devenir vital propio de la persona humana. Psique y Soma se corresponden en una entidad psicosomática, en una coincidentia oppositorum (coincidencia de contrarios) que se manifiesta de forma discordante. La conjunción de una mente encarnada con un cuerpo animado instaura un ámbito indiviso de naturaleza psicofísica, material y mental a la vez. Este precepto ya no hace necesario plantear relaciones entre espíritu y materia, entre mente y cuerpo, o entre conciencia y cerebro, entre el verde visto y su base fisiológica, pero lo que precisa no es menos arduo: discernir su biunidad, no sólo en la filosofía, la teoría evolutiva o los modelos psicobiológicos, sino en el diseño de proyectos, en la práctica clínica y en una disposición personal consonante con la hipótesis. En efecto: si la conciencia y la actividad cerebral constituyen manifestaciones duales en apariencia pero singulares en esencia, su realidad común constituye un reto formidable para la investigación, la argumentación y la interpretación. La noción de ser humano sigue en juego, para no mencionar lo que es y dónde está el color verde.
Imagen de portada: Astrocitos y oligodendrocitos derivados de un cultivo neuronal. Imagen de Yirui Sun. Wellcome Collection CC