Nada ha cambiado.
El cuerpo es doloroso,
tiene que comer y respirar, y dormir,
tiene una piel delgada y justo debajo de ella, sangre:
tiene una considerable cantidad de dientes y de uñas,
sus huesos son frágiles, sus articulaciones moldeables.
En las torturas, se tiene en cuenta todo eso.
Nada ha cambiado.
El cuerpo tiembla como temblaba
antes y después de la fundación de Roma,
en el siglo veinte antes y después de Cristo;
las torturas son como eran, sólo la Tierra se ha hecho
más pequeña,
y cualquier cosa que pasa sucede en casa del vecino.
Nada ha cambiado.
Únicamente hay más gente,
junto a antiguas culpas aparecieron nuevas,
manipuladas, reales, momentáneas y no culpas,
pero el grito con el que el cuerpo responde por ellas
era, es y será un grito de inocencia,
según una escala y un riesgo eternos.
Nada ha cambiado.
O sólo los modales, las ceremonias, los bailes.
El movimiento de las manos protegiendo la cabeza
sigue, no obstante, siendo el mismo.
El cuerpo se retuerce, forcejea, convulsiona;
cae derribado, contrae las rodillas,
se amorata, se hincha, babea y sangra.
Nada ha cambiado.
Excepto el curso de los ríos,
la línea de los bosques, de las costas, de los desiertos
y de los glaciares.
Entre estos paisajes el alma vaga,
desaparece, regresa, se acerca, se aleja,
extraña para sí misma, inasible,
una vez segura, otra insegura, de su existencia,
mientras que el cuerpo está y está y está
y no tiene dónde meterse.
Tomado de Poesía no completa, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2014.
Imagen de portada: Perspectiva de La Città Nuova, Antonio Sant’ Elia. 1914.