Partamos de una evidencia etnográfica: la monogamia no es universal. Los estudios que se han planteado esta pregunta examinando los diferentes grupos humanos muestran que solamente alrededor del 16 por ciento de las sociedades humanas en el planeta practican la monogamia, ya sea serial o absoluta, es decir, una monogamia para toda la vida o bien la admisión de que puede haber diferentes parejas, pero no al mismo tiempo.1 Sin embargo, en términos absolutos, la monogamia, tal y como la comprendemos y la hemos naturalizado, está muy difundida, pues es parte fundamental de la cosmovisión europea y se ha generalizado en la medida en que Europa ha sido una cultura imperialista, colonizadora. No hay ninguna duda de que el psicoanálisis nació en el interior de esa cultura, en el centro de Europa a principios del siglo antepasado, cuando las empresas coloniales seguían totalmente en boga y se consideraba que la europea era la cultura por antonomasia, mientras que el resto de los grupos humanos eran más o menos bárbaros o “atrasados” respecto de esa cultura, a la que debían tender a alcanzar en algún momento, lo cual determinaba su grado de progreso. Sin embargo, hoy día ese modelo está resquebrajado por múltiples grietas. Entre los siglos XX y XXI se ha producido una profunda transformación de la noción de matrimonio, de las relaciones eróticas y de la familia. Todo indica que es una transformación irreversible que deja atrás a la pareja heterosexual reproductora como el único modelo de familia aceptado socialmente. En suma, se ha puesto en crisis el sentido tradicional de pareja y de matrimonio, pues ahora no gira en torno, necesariamente, a la reproducción ni la crianza de hijos. ¿Qué ha generado esa crisis? Por un lado, los desarrollos científicos en materia de reproducción han puesto en duda la genitalidad como el único camino para procrear; enseguida está el psicoanálisis mismo y su cuestionamiento de la heterosexualidad como paradigma del erotismo, pues teoriza la bisexualidad y el polimorfismo de las pulsiones parciales en el ser humano; en tercer término, hay que contar la precarización producida por el capitalismo de monopolios y su efecto en la declinación de la imago paterna, con lo cual el padre como jefe de familia ha sido seriamente puesto en cuestión; por último, el feminismo (en particular con su declaración de que lo personal es político), la teoría queer (al rechazar las identidades tradicionales) y la teoría de género (con su cuestionamiento de los roles tradicionales) han abierto preguntas acerca de la configuración de la familia tradicional, los valores en los que se fundamenta y la manera de vivir el erotismo.
Monogamia père-durable
La monogamia, ya sea absoluta o serial, tiene anclajes muy profundos que permanecen intactos. En primer lugar, sociales. Cuando el amor romántico promovió que la pareja se constituyera legítimamente sobre la libre elección de ambas partes basada en la pasión y la libertad, produjo una revolución respecto de los matrimonios arreglados tradicionales que eran la norma hasta el siglo XVIII.2 En esa forma previa de matrimonio las familias tenían poder de decisión sobre los cónyuges en diferentes grados, desde la conformación de la pareja sin consultarlos, hasta el veto de la elección de algunos de ellos. El huracán de libertad que fue el Romanticismo revolucionó todas las áreas de la actividad humana sobre las que tuvo influencia. Sin embargo, la emancipación que significó salir del matrimonio concertado fue limitada por el hecho de que, al darse dentro del sistema patriarcal, la libertad obtenida no era la misma para hombres y mujeres. Tampoco modificó en absoluto la condena a la homosexualidad, como lo demuestra de forma contundente el caso de Oscar Wilde. Seguía tratándose de una libertad para constituir una pareja según las reglas de la monogamia heteronormada y, por lo tanto, heterosexual. A pesar de que la obra de Marx y Engels se desplegó a finales del Romanticismo e inicios del auge del Positivismo, sus puntos de vista, y las transformaciones que podrían haber seguido, no tuvieron sino alcances limitados y nunca perturbaron la subjetividad. Por eso, las parejas constituidas bajo el amor romántico lo hicieron también bajo el régimen de la propiedad privada, en donde uno posee a la otra persona en exclusividad, algo que, desde luego, es mucho más marcado en las restricciones que han afectado a las mujeres. Si se unen los dos factores anteriores, se comprende que el matrimonio haya seguido siendo algo decisivo pues, aunque se eligiera pareja con libertad, esta se acotaba con el contrato matrimonial. El filósofo inglés John Stuart Mill tuvo que hacer una declaración expresa de renuncia a esos derechos que le otorgaba su matrimonio sobre Harriet Taylor, una notable feminista y el amor de su vida, pues iban en detrimento total de la libertad y la autonomía de su esposa. El matrimonio es un contrato en el cual se adopta, en diversos grados según las legislaciones, un compromiso que afecta a los bienes de ambas partes, y donde las mujeres han sido históricamente mermadas no solo sobre sus bienes, sino directamente en su persona. Explícita o implícitamente se concibe que la mujer pasa a ser propiedad del hombre o, al menos, su dependiente. Basta recordar que, hasta hace muy poco, en México las mujeres casadas cambiaban su nombre para ser “de González”, “de Rivas”, etcétera.
También hasta hace no tanto las mujeres no formaban parte del mundo laboral remunerado, por eso sus propiedades quedaban bajo el dominio del marido y entonces los bienes familiares eran literalmente un patrimonio, bienes del padre. De esa manera, los varones, en tanto padres, eran a la vez proveedores y propietarios de los bienes familiares, por lo cual había un lógico interés en que ese patrimonio fuera heredado a sus hijos auténticos, y era importante garantizar la fidelidad conyugal de la mujer. Bajo ese esquema, la infidelidad femenina sufre una condena social mucho mayor que la masculina, pues el poseedor de los bienes y quien los genera es el hombre, él puede disponer de ellos a su voluntad, mientras que la infidelidad femenina puede minar el patrimonio familiar, por no hablar de las consideraciones sociales machistas, como “el honor de su marido”. Ese modelo tradicional se resquebrajó irreversiblemente con la incorporación de la mujer al trabajo remunerado, lo que no quiere decir que la estigmatización de la infidelidad femenina haya disminuido ni un poco.
Del lado del psicoanálisis
Incluso bajo el examen más burdo, salta a la vista que la experiencia libidinal del infante está dividida desde el inicio. Lo señala incluso la estúpida pregunta que era común todavía hasta hace algunos años “¿A quién quieres más: a tu papá o a tu mamá?” Bajo este esquema de familia, el amor y el erotismo del infante están escindidos, divididos, repartidos. Pero no solo eso, el esquema edípico freudiano no incluye algo que la tragedia de Sófocles sí contempla, y es el erotismo entre hermanos y hermanas. Si uno sigue la saga griega de Edipo se percata de que, si bien Antígona lo acompaña hasta el final de sus días, los afectos de ella tienen un destinatario muy específico, que es su hermano insepulto, Polinices, cuya honra valora más que a su propia vida y que a su compromiso matrimonial con Hemón, el hijo de Creonte. Este breve recordatorio tiene por finalidad señalar que el erotismo entre hermanos y hermanas no encontró un lugar en la conceptualización freudiana del Complejo de Edipo, a pesar de que Freud detectó claramente el fenómeno. Por su parte, Lacan sí lo teorizó desde muy temprano, pues en su artículo de 1938 titulado “La familia”, hay un apartado entero que trata sobre el erotismo entre hermanos cuya rivalidad por el amor parental no excluye una gran carga libidinal directa entre los miembros de la fratría y no se reduce solo a los celos y la competencia. Así, en el núcleo familiar, el erotismo nunca se dirige a una sola persona. El infante tiene su libido repartida entre su padre, su madre, y cada uno de sus hermanos o hermanas (además de su autoerotismo, claro está); a esto debemos sumar a tal o cual primo o prima y luego a toda la serie de objetos de amor que aparecen en la infancia. Es decir, desde el principio el amor es múltiple y se multiplica. Esos amores coexisten sin mayores problemas durante años, recaen sobre amigos, amigas, familiares, perros, etcétera. Sin embargo, llega un momento en que es preciso elegir pareja, es decir, a una sola persona, en exclusividad, poniendo de lado a otros amores. La solución que hemos dado a esta paradoja es una categorización del amor, en donde habría amores no sexualizados y otros que sí lo están o lo están en cierto grado. En esa jerarquización, como indica Brigitte Vasallo, el amor de pareja ocupa la cúspide de tal pirámide de prioridades.3 Ya vimos que eso tiene una función social muy clara… En la visión tradicional, el amor familiar no debería estar sexualizado (un mito que Freud hizo explotar), tampoco debería estarlo la amistad, menos aún entre miembros del mismo sexo. En cambio, el amor de pareja sí lo está o tendría que estarlo. Sin embargo, la experiencia psicoanalítica muestra que el erotismo que abarca cada una de esas relaciones tiene una carga de sexualización variable, pero ineludible. ¿De qué sexualidad hablamos? Por un lado, de las pulsiones parciales, por lo cual, ciertas relaciones de dominación, por ejemplo, están marcadas por el erotismo anal, incluso cuando parecen puras relaciones de poder sin ninguna carga erótica, o bien la demanda sin medida e insaciable es un signo de erotismo oral. El genio de Freud nos ha permitido reconocer esas variantes de la sexualidad en cada relación humana. Sin embargo, no es fácil identificarlas en la propia vida, algo a lo que puede dar acceso la experiencia de un análisis. Pero también hay que contemplar la libido narcisista, en la que el objeto se convierte en un referente imaginario y entonces erotismo, identificación y agresividad establecen un frágil equilibrio que les da a esas relaciones una inestabilidad y una explosividad características. Así, si bien amor y sexo no son lo mismo, pueden coexistir y complejizar cada uno de los vínculos humanos con una sofisticación que el psicoanálisis se ha dedicado a examinar. El infante no solo ama y desea sexualmente a muchas personas, sino que según el abanico de posibilidades de las pulsiones parciales lo hace de maneras múltiples, irreductibles unas a otras. Por eso, no es exagerando hablar de una multiplicación del amor y del deseo. Sin embargo, en su versión más conservadora, el sistema nos exige que establezcamos relaciones monógamas y heterosexuales que respondan a identidades de género claras e incluyan la reproducción para constituir finalmente una familia en la que el sexo no esté incluido. Y así, llenos de paradojas, sufrimos…
Exclusividad y múltiple erotismo familiar
Es que la cría humana —para hablar como lo hace Lacan en su ensayo de 1938— despliega un erotismo exuberante, múltiple y dirigido a muchas personas en su familia. Sin embargo, ese mismo infante exige la exclusividad a cambio. En efecto, el tema de la exclusividad fue especialmente importante cuando Freud se ocupó de la sexualidad femenina. Por un lado, afirmó que el amor preedípico hacia la madre es intenso y exclusivo.4 Sin embargo, esta premisa fue puesta en cuestión por él mismo en “Psicología de las masas y análisis del yo” cuando habló de la identificación con el padre como la primera identificación y la de mayor valencia. También cuando, al escribir La interpretación de los sueños, lo hizo bajo el duelo por la muerte de su padre, llamándola “la pérdida más terrible en la vida de un hombre”.5 Pero vimos que la libido también puede y suele dirigirse a hermanos y hermanas. Sin embargo, el infante no tolera que eso suceda con aquellos a quienes él ama, en efecto, como dice con claridad Freud: “el amor infantil es desmedido, pide exclusividad, no se contenta con parcialidades”.6 Este fenómeno lo detectó también Lacan en el seminario Problemas cruciales para el psicoanálisis, cuando elaboró un ejemplo en donde una chica manda un mensaje a su amante con la ubicación de la cortina y las macetas. Para descifrar el mensaje es preciso entender la posición de la cortina y el número de flores que ella pone en su ventana. Si la cortina está abierta, quiere decir que estará sola y el número de macetas indica la hora. Je suis là seule à cinq heures, “a las cinco estoy sola”. De acuerdo, pero en francés être là seule, “estar ahí sola” es una frase que es homógrafa con être la seule, “ser la única”. Este es el deseo que subyace al mensaje, nos indica Lacan: ser la única.7 Y es que esta es la premisa del amor infantil que se mantiene toda la vida: exclusividad y totalidad. Sólo puedes amarme a mí y todo tu amor debe ser para mí. Se trata de algo desproporcionado. Sin embargo, es la promesa de la monogamia en la versión del amor romántico: dos seres se encuentran y se aman uno al otro total y exclusivamente. Esta configuración es ridícula e insostenible. Nada en la existencia humana prepara para semejante situación que, sin embargo, se promueve como el verdadero amor y se pone en la cúspide de las categorizaciones del erotismo.
Por eso la monogamia encuentra un asentimiento subjetivo tan contundente: promete satisfacer un profundísimo deseo infantil, aquel de ser amado de esa manera total y exclusiva. Si a eso añadimos que en el matrimonio burgués tradicional la finalidad es la reproducción, entonces lo que encontramos es una forma completamente restrictiva de vivir el erotismo, que vuelve condenable amar a otras personas y amar de otras maneras que no pongan al coito fecundador en el centro de la acción. Es por ese camino que llegamos a la desgraciada situación de tener que censurar y estigmatizar nuestro amor por personas que no son nuestro cónyuge y, así, de repente, el amor pasó a ser algo malo, condenable, reprobable, digno de rechazo. Cuando se rompe la monogamia se atenta no sólo contra la propiedad privada y el patriarcado, sino que se rompe la lógica infantil de ser para el otro el number one, y también se acaba la ilusión de ser the one and only. No es por nada que Freud describió en El malestar en la cultura el panorama siguiente, en donde la cultura delimita y acota las prácticas de la sexualidad legítima, que no considera los múltiples caminos de la libido infantil, propios de las pulsiones parciales:
El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusticia. […] Lo único no proscrito, el amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad y la monogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que solo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos.8
Aunque Freud consideraba esto un cuadro extremo, sin embargo, es el marco de referencia normativo al interior del cual todavía ocurren los encuentros eróticos en Occidente. Por eso, resulta en los hechos insostenible, ¿qué es lo que sucede en cambio?
Solo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual; las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de la que después hablaremos. La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir.9
¿Cuál es la compensación a la que se refiere Freud? Lo dirá unas páginas después: se trata de la seguridad. En efecto, la compensación social a tan grande sacrificio erótico es la seguridad que proviene del respaldo social, la legitimidad, la legalidad, el patrimonio y, desde luego, la promesa de exclusividad. Sin embargo, nada de eso contiene al deseo sexual, nada de eso pone coto al amor en los hechos. La gente sigue amando y deseando a otros y otras además de a su pareja, justamente como ha ocurrido toda su vida. Pero ahora debe vivir ese amor como algo malo, inaceptable y sufre… Al hacer pareja, nos comprometemos más que con alguien, con algo: con el sistema del Uno. Ese sistema se traduce en diversas figuras, una de ellas, la más visible, es el varón heterosexual, heteronormativo, patriarcal y detentor socialmente legítimo de la violencia. Lo que a su vez se traduce en figuras políticas como el Estado en sus diferentes versiones, pero donde el líder fascista es la más depurada. En configuraciones económicas bajo el régimen de la propiedad privada su culminación son los monopolios. O bien culturales, como el patriotismo y su correlato de racismo y xenofobia. E incluso artísticas, con la búsqueda de la pureza, como en el caso de Le Corbusier, quien residía y se movía libremente en la Francia de Vichy.10 Estas son apenas algunas de sus figuras. Se trata, en suma, de todo un sistema de prácticas y de valores que reduce a las mujeres a lo híbrido y a todo lo que se conciba como femenino al lugar del Otro, como nos lo enseñó Simone de Beauvoir. Entonces, es preciso preguntar: ¿acaso el patriarcado y su legado de violencia puede desaparecer sin poner en cuestión el lugar del Uno, en suma, a la monogamia como sistema?
Este texto fue la presentación de nuestro seminario a voces “El Uno, patriarcado y psicoanálisis: cuestionamiento de la monogamia como sistema” que se realiza en el marco de Campus Expandido del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC).
Imagen de portada: Henri de Toulouse-Lautrec, Au lit: le baiser, 1892.
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David H. Price, Atlas of World Cultures. A Geographical Guide to Ethnographic Literature, The Blackburn Press, Londres, 2004. ↩
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Jodi O’Brien (ed.), Encyclopedia of Gender and Society, SAGE Publications, California, 2008, p. 41. ↩
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La idea de la monogamia como sistema, y no como una práctica, es original de Brigitte Vasallo, quien la presenta y argumenta en Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso, Hacerse de Palabras, Cd. de México, 2020. ↩
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Sigmund Freud, “Sobre la sexualidad femenina”, Obras completas, José Luis Etcheverry (trad.), vol. XXI, Amorrortu, Madrid, p. 233. En adelante se refiere OC, volumen y página citada. ↩
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OC, vol. VI, p. 20. ↩
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OC, vol. XXI, p. 233. ↩
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Jacques Lacan, Problemas cruciales para el psicoanálisis, seminario XII. ↩
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OC, vol. XXI, p. 102. Las itálicas son mías. ↩
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Idem. ↩
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Esta fue la razón por la cual nunca fue incluido en el número especial de Cahiers d’Art 1940-1944, (París, 1944) dedicado a los artistas e intelectuales de la Resistencia francesa, en donde están Picasso, Lacan, Tzara, Éluard, Char, Ponge, Prévert, Alquié, entre muchos otros, pero no Le Corbusier. ↩