panóptico La calle ABR.2023

“Cada palabra es un martirio”. Entrevista con Ariana Harwicz

Mauro Libertella

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Libros raros, más o menos chiquitos, novelas densas y apretadas que sin embargo se leen con una gran fluidez, como si fueran música. Eso son los libros de Ariana Harwicz: una música. Extrañamente, sus obras, que parecen ser al mismo tiempo textos muy contemporáneos y aerolitos salidos de una galaxia incierta, pueden ubicarse en el interior de una corriente que está cosechando lectores acá y allá: novelas inquietantes, un poco siniestras y revulsivas, escritas en su gran mayoría por mujeres. ​ Nacida en Argentina, se instaló hace más de quince años en Francia y desde esa posición algo insular fue lanzando dardos en forma de narrativa, pero también de intervenciones críticas y de polémicas culturales. Disparos: a Harwicz le gusta debatir, lleva esa vena que es parte de la tradición del escritor intelectual y que a veces parece amenazada por la primacía de lo políticamente correcto, que ella no se cansa de denunciar.


¿Cómo empezás un libro? ¿Tenés una idea de trama, un concepto que te gustaría narrar, una estructura completa ya pensada, apenas un título? Digamos: ¿cuánto conocés del libro antes de empezar a escribirlo?

Me parece que esa es la clave de qué es escribir: ¿cuándo se conoce un libro, incluso antes de escribirlo? ¿Qué se tiene de un texto antes de que exista? No tengo trama, peripecia, conflicto, tensión, personajes, arco de transformación: todo eso que uno estudia en las teorías del drama del cine y el teatro. El camino del héroe, los plot points, los “puntos de giros”. Mis libros nunca empiezan de un modo clásico. Creo que lo que siempre trabajo es la maduración de una angustia; en ese sentido, es un trabajo de escultor. Esculpir en el tiempo, como diría Tarkovski. Mi trabajo es ir macerando, ir dejando en reposo una angustia que sea verdadera, no un concepto ni una idea.

Ariana Harwicz, 2022. Fotografía de ©Luis Miguel AñónAriana Harwicz, 2022. Fotografía de ©Luis Miguel Añón


Y luego de esa maceración, ¿a qué velocidad avanzás mientras escribís?

Casi siempre a una velocidad muy rápida. Me gusta mucho cuando escucho que los pianistas dicen “fast, fast, fast”, refiriéndose a tocar una partitura clásica a una velocidad acelerada. Casi lo necesito orgánicamente para escribir: apurar la escritura. Pero es contradictorio, porque cada palabra es un martirio, está sopesada, es una cavilación enorme. Pero quiero que el capítulo, siempre breve, se deslice muy rápido sobre la nieve.

¿Cómo sos corrigiendo?

No corrijo mucho después. Lo hago en el momento. Escribo, corrijo, escribo, corrijo. Y una vez que terminó, terminó.

Un libro como La débil mental (2014), por ejemplo, está hecho de fragmentos, piezas más bien breves. ¿Cómo armaste el orden? ¿Lo escribís en el orden en que lo leemos?

No creo que lo que hago, en general, sean fragmentos. Es engañoso, una especie de truco visual o formal. En todo caso, no los escribí como fragmentos. No trabajo desde el pastiche o los caleidoscopios. Mi sensación es que La débil mental es tan densa, tiene tanto espesor, es tan barroca en la utilización de la lengua (porque pasa de un registro mundano y sucio a otro muy elaborado o literario) que se arman muchas capas de sentido. Esa densidad en la lengua me cansa, de modo que necesito la brevedad para producir un equilibrio. Así surge esa sensación de brevedad en los capítulos.

¿Qué es lo que más te cuesta y lo que te sale más fácil al escribir?

Lo que más me cuesta quizás sea un clásico: crear un estilo y salir de él. Ser capaz de edificar una forma singular de escritura y a la vez romper con eso, no volver a caer en ella. Eso es lo que me cuesta. Trabajé tanto para poder crear mi propia gramática… y una vez que la alcancé en Matate, amor (2019) me cuesta no volver a caer en esa misma ruptura.

Muchas veces los personajes de tus novelas no tienen nombre. ¿Por qué esa decisión?

Creo que nunca ningún nombre me convence lo suficiente. Por supuesto que están los grandes nombres de la literatura, pero hay que saber bautizar a los personajes, y me parece que muchas veces los nombres se quedan en una esfera muy convencional, muy costumbrista. Por más raro que sea el nombre, no llega a estar a la altura de ese gólem, de ese monstruo que es siempre un personaje. Bautizarlo me parece como bastardearlo.

¿Y qué pasa entonces con los títulos de los libros?

Bueno, es dificilísimo. Hay que dar con el título exacto, que tiene que ser ese y no otro. Cuando esto se logra, golazo. Y si no, bueno… lo que haya. A veces se logra tocar el corazón de la obra con un título exacto. A veces.

Bruce Dorfman, *Woman, Early Stripes*, 1968. ©Smithsonian American Art MuseumBruce Dorfman, Woman, Early Stripes, 1968. ©Smithsonian American Art Museum

Tus tres primeros libros se editaron juntos, en un solo tomo.1 ¿Hay algo de trilogía involuntaria ahí? ¿Te parece que tiene sentido que se lean juntos o, en todo caso, hay algo que se completa?

Ahora creo que tiene sentido que se lean en un solo libro, aunque cuando los escribí era impensable. No veía ninguna simetría, ningún parentesco, ninguna idea de unidad. Cuando los escribí, aunque parezca insólito ahora, lo hice como tres escrituras nacidas de angustias muy distintas. Con el tiempo se fueron juntando, como esas parejas que empiezan a parecerse aunque al principio no tenían nada que ver. Se empieza a dar una conversión biológica, física y anatómica muy extraña. Por suerte no tenía conciencia de que había un parentesco entre esas tres obras. No sé si es mejor leerlas juntas, pero sí tiene sentido que estén en un mismo tomo para que se puedan establecer puentes, unir con flechas, trazar líneas entre ellas. Mi fantasía sería que un lector ideal pudiera ir con lianas, como Tarzán, de un libro a otro, balanceándose.

Hace tiempo que vivís en Francia. Hay toda una tradición de escritores argentinos en Francia (Saer, Cortázar, Calveyra, Berti….) ¿Sentís que tenés algún tipo de diálogo con esa tradición?

Es un tema muy interesante. Está la tradición de los escritores argentinos célebres en París y está mi camino y la época que me tocó, que es muy distinta. En principio porque yo no vivo en París, aunque voy constantemente. Pero más allá de ese dato personal, la época cambió todo: las coordenadas, la ideología, las maneras en que se lee a los latinoamericanos en Francia son otras. Ya sabemos que bajaron las aguas del furor y del éxito del boom latinoamericano. Todos los popes del realismo mágico y de la novela de los sesenta ya son fósiles, están momificados con una gloria pasada. Eso no fue reemplazado por otro boom. Está el de las mujeres, que es real, pero no diría que es de mujeres latinoamericanas, sino de mujeres en general. Al no existir ese boom, no hay una comunidad armada acá. Somos muy pocos los escritores argentinos escribiendo en París; no somos reconocidos, no somos visibles, no hay un gran interés como hubo en otra época por la literatura latinoamericana. No construyo mi “figura de autor” a partir del exilio, que sí tenía razón de ser en los sesenta y los setenta.

¿En algún momento pensaste en escribir un libro en francés? ¿Te interesaría esa experiencia?

Bueno, Degenerado (2019) es una novela muy particular porque nace de la escritura en francés y en español, a diferencia de todas las otras. La escribí en diálogo con un bilingüismo un poco atormentado, una doble lengua bastante enrevesada; muy afrancesado el español, muy aporteñado el francés, mucho cruce. Al final pasé todo al español, pero quedó el sedimento. Me interesa esa instancia de experimentar en la novela, pero no escribir todo un libro en francés.

En los últimos años venís teniendo una gran repercusión internacional. ¿Cómo manejás el ego, las expectativas y las futuras lecturas a la hora de sentarte a escribir algo nuevo?

Mis condiciones de trabajo son muy solitarias. Como no estoy en Buenos Aires, como no estoy en Argentina, como no estoy tampoco en un país de América Latina donde los libreros o los editores o la gente del llamado mundillo literario te conoce y uno se siente reconocido o en comunidad o en un diálogo con contemporáneos, como nada de eso me ocurre a mí, salvo cuando voy a Argentina una vez por año o a una feria como las de Guadalajara, Lima o Bogotá, mis condiciones son de una soledad muy grande. Y te diría que son extremas pero perfectas para poder trabajar y luego lanzar los libros al mundo y, ahí sí, esperar que haya lecturas, traducciones. Ese contraste es perfecto para componer.

También en los últimos años estableciste una batalla personal contra lo políticamente correcto, la cultura de la cancelación, lo que se puede decir y lo que no. ¿Cuáles son las cosas que más te irritan en relación a ese tema?

Lo que más me duele o irrita es el cinismo. Porque en otras épocas estaba claro que había un gobierno dictatorial —puede ser Videla, Franco o quien sea— y en qué bando te situabas: la izquierda, la derecha, los militares, los pro-golpe, los anti-golpe, la censura, el gobierno. Pero ahora nada que ver. Es todo mucho más cínico porque se supone que los autores con mayor visibilidad respetan la diversidad y los derechos, valores incalculables, y que eso incluso les suma a la hora de ganar premios… pero no es cierto. No son ciertas en absoluto esas políticas, igualmente violentas y selectivas. Lo que más me irrita es la política del cinismo en la literatura. Mi entorno está lleno de personas con el mote de ser buenas, inclusivas, antirracistas, y no lo son. Y no tienen por qué serlo, pero que no vendan eso como “figura de autor”.

Imagen de portada: Bruce Dorfman, Woman, Early Stripes, 1968. ©Smithsonian American Art Museum

  1. Se trata de Trilogía de la pasión, Anagrama, Barcelona, 2022. [N. de los E.]