Desde que Platón expulsó de la república a los poetas, el lugar que ocupa el arte, y particularmente el arte narrativo en los asuntos políticos —incluyendo hoy día al cine como extensión suya—, se consideró peligroso. Irrelevante es su condición actual, acaso peor que en el veredicto platónico. Los resultados del divorcio entre arte y política han sido nefastos, han minado su calidad y con ella la confianza de que ambos espacios ofrezcan posibles soluciones a los embates del populismo. El problema no es reciente y quizá algo de esto tenía en mente Platón cuando se negó a dar cabida en la res publica al grupo de los poetas. Algunas de las consecuencias de este divorcio forman parte de Las cosas como son y otras fantasías de Pau Luque, obra ganadora del Premio Anagrama de Ensayo 2020. Resalta, en primer lugar, la ironía de que un filósofo resulte ganador de un premio literario (Luque es abogado de formación, doctor en filosofía del derecho y profesor en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM). Es verdad que no pocos han huido de la república de Platón: María Zambrano, Albert Camus, Iris Murdoch y Rosario Castellanos son ejemplos históricamente cercanos de autores con una formación filosófica y una carrera literaria de prestigio internacional; el viejo Platón, a pesar de su resistencia a que la poesía funcionara como herramienta intelectual para comprender la realidad, fue él mismo un desertor de su república, un escritor talentoso en los intersticios del ensayo y la dramaturgia. Al ofrecer, por medio del ensayo, un medio con el cual indagar en un problema tan antiguo y tan nuevo, Luque se suma a la lista de apátridas, con las prerrogativas que conlleva su estado: distancia para observar, y así comprender, las complejidades y los matices de lo artístico y de lo político. Sin embargo —y por eso la ironía—, la práctica docente de cualquier disciplina ajena a las letras desaconseja la lectura de obras literarias por considerarlas una pérdida de tiempo, un reflejo imperfecto de la realidad. Los casos de estudiantes de medicina leyendo novelas o de ingeniería declamando poemas son, por decir lo menos, excéntricos. Ni qué decir de la filosofía: el número de quienes sacrifican obras literarias en aras del ensayo académico es cada vez mayor. El fundador de la Academia de Atenas admite la poesía sólo bajo sus reglas. Una de las consecuencias del distanciamiento entre arte y política (entiéndase la academia como elemento constitutivo de esta última) es el planteamiento de un aparente dilema: el de no enjuiciar moralmente una obra de arte o el de hacerlo siguiendo una suerte de procedimiento judicial que desemboque en una sentencia prácticamente inapelable. El fenómeno ha existido desde siempre, desde la quema inquisitorial de libros hasta las peticiones actuales de cesar exhibiciones o publicaciones de novelas o cuadros considerados, por decir lo menos, moralmente inapropiados. Uno puede aventurarse a decir que es más frecuente en nuestra época, pero tal afirmación no parece acertada. Acaso es más notorio por el papel que juegan ahora las redes sociales, pero nada más. Con todo, la prohibición de ciertos discursos, incluso los que se disfrazan de expresiones artísticas, produce un caldo de cultivo ideal para el surgimiento de movimientos conspiracionistas, alimentados como siempre de una retórica victimista. La cualidad epistémica principal de estos grupos es la firme convicción de una supuesta censura sistémica de la esfera pública dirigida exclusivamente contra ellos. El dilema mencionado es uno falso, arguye Pau Luque, y su demostración constituye la columna y el encanto de su ensayo. Para lograrlo hace desfilar obras tan variadas como Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor o Sharp Objects (2018), la miniserie dirigida por Jean-Marc Vallée, basada en la novela homónima de Gillian Flynn; entre las obras destacan, sin embargo, sólo tres: Murder Ballads (1996), álbum discográfico de Nick Cave & the Bad Seeds; Lolita (1955) de Vladimir Nabokov y El mar, el mar (1978) de Iris Murdoch. La selección es arbitraria. Las conclusiones a las que apunta el libro —si cabe hablar de ellas, pues su autor se toma muy en serio aquello de que el ensayo es un género experimental, aproximativo, nunca concluyente— pudieron haberse obtenido de otros trabajos, siempre que entraran dentro del ámbito de las grandes obras, del arte “himenóptero”, le llama el autor, aquel que logra desarrollar la imaginación de sus lectores a tal grado que los hace capaces de adentrarse en el terreno siempre espinoso y bifurcado de los juicios morales. Dicho en pocas palabras, según el ensayista, el arte que desarrolla la imaginación contribuye a la formación moral de los lectores. Imaginación, téngase en cuenta, no es sinónimo de fantasía: la primera es una vía de múltiples accesos al mundo de lo real, mientras que la segunda es una salida paralela. Sólo así se entiende por qué un álbum de apariencia cruenta y desalmada como Murder Ballads o una novela supuestamente pedófila como suele catalogarse a Lolita no arrojen de sus autores más información que una habilidad extraordinaria para imaginar situaciones y hechos morales cuya complejidad no implica su aprobación ni su apología. Detrás de fenómenos tan diversos y enrevesados como la dispersión de bulos, la cultura de la cancelación y el juicio moral ejercido sobre las obras de arte —¿no había dicho Wilde que sólo existían dos categorías artísticas: la del buen arte y la del que no lo es?—, se esconde una misma carencia: la de personas incapaces de imaginación, como consecuencia social (por ende, política, moral y artística) del nulo entrenamiento con la escritura y las lecturas imaginativas. Dice Luque que la imaginación es el ars combinatoria de la realidad, que a veces
la única manera que tenemos de acceder a lo real es a través de lo artificial. No hay estudio sociológico, reportaje periodístico o documental capaz de transmitir lo espeluznantes que son algunos fragmentos de la realidad como lo hace la ficción.
Después de 2016, con el triunfo (¡democrático!) de Trump y la exitosa campaña del Brexit, por mencionar ejemplos paradigmáticos, con una explosión de noticias falsas y medias verdades, quedó claro que lo urgente en nuestro tiempo no es la multiplicación de discursos académicos o periodísticos, por muy sesudos y completos que se presenten, sino el cultivo intelectual de la ciudadanía que tenga por objeto la imaginación de nuevos mundos y, con ellos, de nuevas soluciones. Tampoco se trata de suprimir los discursos factuales, desde luego. Lo importante es que se guarde una relación balanceada entre estos y las obras y lecturas imaginativas. Lo esencial: dotar a quienes leen de herramientas para hacerlo con imaginación, en lugar de simplificar la escritura. El arte himenóptero debe regresar a la república de Platón.
Imagen de portada: Pietro Testa, El simposio de Platón, 1648. Metropolitan Museum Collection