Siempre hay un momento en que la contracultura —uno más de los nombres de la cultura de izquierda— se separa entre apolíneos y dionisiacos. Los primeros llaman “despolitizados y frívolos” a los segundos. Éstos acusan a los primeros de “autoritarios y puritanos”. Como el expresidente uruguayo Pepe Mujica, quien ha dicho “así como te digo una cosa, te digo la otra”, yo podría decir que la contracultura es el cruce con fricciones de espada biónica entre vanguardias políticas y estéticas, o el de una cultura experimental y fiestera contra otra denuncista y de mensaje. Sin embargo, para la derecha ambas forman parte del mismo “árbol de la subversión” y, durante la dictadura argentina, a medida que los grupos revolucionarios se militarizaron poniendo en segundo plano la política, se fueron abortando o posponiendo los proyectos que implicaran una bisagra lubricada entre política y deseo, arte y acción. La contracultura explotó durante los comienzos de la democracia y tuvo un alias: “underground”. En la patria Contracultura existió siempre una política de la disidencia sexual, una ética de los placeres, un culto de la fiesta y el uso de paraísos artificiales, alcohol y disc jockey. Para darle un perfil humorístico a la trama entre política y sexualidad, estética y revolución, el poeta Néstor Perlongher solía hablar de la izquierda “Cary Grant” y la izquierda “Chicholina” (la contracultura sería más la segunda que la primera).
Quizás la síntesis capaz de probar que el under no le daba vuelta la cara a la política, sino que proponía otra fusión entre políticas emancipatorias y estéticas disidentes, fue una escena de época donde un actor caracterizado como una ruina viviente tocaba el bombo (un instrumento que es casi un logo acústico del peronismo) y cantaba en el mismo periodo en que se desarrollaba el Juicio a las Juntas: “Huesito/ huesito/ ¿donde está mi cuerpito?”, aludiendo a los secuestros y desapariciones forzadas perpetradas por el terrorismo de Estado. Mientras tanto, en las salas de teatro independiente comenzaron a darse obras realistas que, aprovechando el retroceso de la censura, intentaban ilustrar una suerte de entre nos ideológico (dramas con “mensaje”, armados alrededor de la recalcitrante mesa de comedor tendida por el costumbrismo criollo); en sótanos, ruinas y bares con tarima crecía una revolución que exploraba las grandes obras de la literatura argentina mezclándolas con la cosmética del carnaval y cuya divisa era la experimentación. En contra de la certeza de César Aira de que se llama experimentación a algo sólo cuando el experimento fracasa, una proliferación de escenas tomó la tradición plebeya del café concert, el cabaret y el mimo drama para improvisar implacablemente. Si existía un Teatro Abierto (movimiento cultural contra la dictadura cívico-militar en la Argentina), existía otro de sótano, de corralón o de bares como el Einstein, el Parakultural o El Taller, donde se combatía la monserga ideológica con textos robados a Lucio V. Mansilla o Domingo Faustino Sarmiento, que se parodiaban a través de personajes travestidos y en medio de utilerías de circo. Si la dictadura había impuesto los cuerpos disciplinados y supliciados, los cuerpos de esos artistas, que han sido catalogados caprichosa y políticamente como “paradigmáticos”, mezclaban la estudiantina con el mamarracho, la iluminación genial y el papelón, y sobre todo se indisciplinaban yendo de una identidad a otra y reivindicando lo malo como un valor subversivo, incluso contra los ordenamientos impuestos por las vanguardias. El actor y empresario Omar Chabán actuaba en bolas pasándose por el cuerpo un pedazo de bofe o una afeitadora que zumbaba como una picana eléctrica. Un texto llamado El Cuis Cuis, del autor y regisseur Emeterio Cerro, sonaba como “plúrimo bolo tose, pérgola colo sose, pámpano cojo rose” —el escritor juraba que tenía partes en francolusitano—. Las Gambas al Ajillo (trío feminista pop), vestidas de bebé, meaban en la tarima de un sótano dizque teatro, mientras la escritora Claudia Schvartz representaba a una conmovedora “papusa” que, con los ademanes de Sofía “La Negra” Bozán, descargaba sentencias de Nietzsche y luego sacaba un cepillo de dientes, se lavaba la boca y escupía en el escenario. Alejandro Urdapilleta, que luego haría Shakespeare en la avenida Corrientes, aullaba:
¡¡¡Lmmmmm jjmmmúter!!! “¡Hablá bien, gangosa de mierda”, le decía yo, oficial, porque ella me lo hacía a propósito, para cagarme, porque yo era bailarina y peluquera, y me debía a mi arte. No tenía por qué vivir así, entonces la maté. ¡Sí! ¡La maté, oficial! ¡Y no sabe qué liberación! Puse un disco de Richard Clayderman, el Claro de Luna, y bailé como la llama de una vela en un velorio…
¿Y cómo describir la noche en que Roberto Jacoby organizó un concurso de body art bajo la consigna “Sea famoso quince segundos” y el orfebre tucumano Rolly Bombón intentó revolear el micrófono y fue sacado del escenario por un patovica? ¿Y a la patética comparsa del jurado que incluía a artistas, periodistas y teóricos del under que lo insultaron con una filípica en la que los malos modales del Parakultural no se diferenciaban mucho de la retórica parapolicial?: “¡Ya vas a ver, te vamos a reventar!”, mientras el urso, desde su altura de minarete, nos miraba más asombrado que agresivo. Yo formaba parte del jurado (recuerdo mi atuendo y peinado que me hacían parecer al Paul Williams de El fantasma del paraíso). Después alguien escuchó entre bambalinas que se negaba a ir a comer con sus compañeros, los otros patovicas. “Estoy deprimido”, se quejaba. ¡¡¡Nosotros!!! ¡¡¡Nosotros lo habíamos deprimido!!! Todo mezclado. Todo mezclado. No era underground, era engrudo, decía el poeta Fernando Noy.
Érase una vez un pasillo: dos paredes blancas enfrentadas entre un bar estudiantil y la entrada de una sala de teatro del Centro Cultural Ricardo Rojas, perteneciente a la Secretaría de Extensión Universitaria de la Universidad de Buenos Aires. Pero, al igual que en el cuento de la Cenicienta los zapallos se hacen carrozas; los harapos, alta costura, y los ratones, cocheros, el pasillo se hizo galería de arte. Entonces Jorge Gumier Maier pasó de artista a curador y Lo que el viento se llevó fue la exposición con la que Liliana Maresca inauguró la galería: una especie de playa después de una tormenta, con ruinas de un verano inolvidable bajo la forma de reposeras rotas, detritus marinos y cadáveres de carpas. Ya en los años noventa, se opuso la frescura estética fuera de toda norma académica contra el arte sacrificial bajo el carácter imperativo del oficio, figurativo en aras de su claridad para la denuncia social, expresionista en sus relieves de acrílico como chorreaduras de vela, y con un ademán bright que hizo de cada material plebeyo una fiesta: los bordados de clase de labores, las paletas de cartuchera para cosméticos y los macramés maricones y llenos de vueltas como la concha de un nautilius. La galería del Centro Cultural Rojas puso valor en lo que ya existía pero se le negaba existir a viva voz fuera de la etiqueta de “artesanía” o “actividades prácticas”: los saberes domésticos sin límites de invención, como el decorado de tortas, la pintura con brillantina, el arte de la papirola y el tejido en mimbre, el cotillón escolar y las etiquetas intervenidas de productos de bajo costo. Por ejemplo, el artista Marcelo Pombo decoró cajas de Mirinda con cintas para regalos compradas en el Once, el barrio popular donde los inmigrantes judíos, coreanos y chinos suelen instalar sus negocios “todo por dos pesos”, sus comercios mayoristas de precios razonables y el preferido junto al barrio chino de la estación Barrancas, de los artistas y performers. Fuera del Rojas zarpado, se hacían pinturas colectivas con látex en un bar como el Einstein, antro amigable de rock nacional y tragos sin medida, sobre una cortina de plástico transparente, mientras estaba tocando un grupo musical. ¿Era pintura? ¿Una performance? ¿Y cómo se vendía?, se preguntaba entonces Gumier Maier, hoy retirado en las islas del río Delta desde donde envía aforismos insidiosos por Facebook.
Sin el peso de una vocación exclusiva, propia de las décadas anteriores, la voz de aura de la democracia disolvió fronteras y sacó cuerpos de los escritorios para ponerlos en los escenarios. Los escritores Arturo Carrera y Emeterio Cerro conformaban la compañía El Escándalo de la Serpentina para representar obras de títulos tan dudosamente poéticos como Almorranas. César Aira escribía sobre Néstor Perlongher, Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini en la revista El Porteño, cuando ésta vendía 25 mil ejemplares a personas que —salvo “esos diez” que Manucho Mujica Láinez consideraba suficientes para inventar un mito cultural— jamás los habían oído nombrar. En el área de letras del Centro Rojas actuó Batato Barea, un autor angélico que había sido rechazado en el área de teatro por parecer demasiado under, o quizás por parecer directamente indemostrable con sus pantalones pata de elefante, su cartera santiagueña de flecos y sus pestañas postizas. Brilló en perfos como Un puré para Alejandra (Pizarnick) y Alfonsina (Storni) y el mal. Entre los practicantes de las nuevas libertades había “facciones”, un establishment y sus rebeldes. Por ejemplo, el exchinoísta Gumier Maier se escandalizaba en los ochenta por la política de la CHA (Comunidad Homosexual Argentina), que le pedía una entrevista al ministro Antonio Tróccoli y trataba de elegir como vocero a aquel de entre sus candidatos que tuviera menos pluma. Lo hizo desde una columna publicada en El Porteño: “Yo no soy gay, soy puto”. Y en la próxima columna sacó un poema dedicado al Ojete. Entonces Hebe de Bonafini, presidenta de las Madres de Plaza de Mayo y también columnista de El Porteño, puso el grito en el cielo. El director, Gabriel Levinas, contó:
Estaba enojadísima, llamó para decirme que sacáramos a los homosexuales de la revista o se iba ella. Yo le contesté que, como nací en el Once, me habían enseñado a sumar y no a restar, así que yo no restaba a nadie. Entonces se fue ella. Con gran dolor para nosotros, pero por parte de ella era un gran acto de intolerancia.
El Porteño era un medio de kiosko que publicaba investigaciones sobre derechos humanos, sus redactores eran escritores periodistas que luego integrarían el panteón trash de la literatura argentina y funcionaba en un loft que habitaba un gato montés. En el primer número, que salió todavía en la dictadura, se utilizó la estrategia de hablar de genocidio desplazándolo al aborigen. A los aborígenes no sólo les dieron la primera tapa sino una página propia. Asunción Ontiveros, del Centro Coya, figuraba como corresponsal de la nación Coya, lo cual hacía temblar las jinetas de los militares con eso de tener metida —amén de a los “terroristas”— a una nación dentro de la Nación. Muchos años después se comenzó a hablar en los medios de los derechos de los pueblos originarios.
Para algunos el fin de la dictadura fue cuando se llamó a elecciones democráticas, para otros cuando Raúl Alfonsín recibió la banda presidencial. Pero para nosotres fue cuando Néstor Perlongher leyó en el hall del Teatro General San Martín su poema “Cadáveres”. Éramos un grupo de civiles que aun en los años de plomo pensábamos que las fuerzas históricas no eran las únicas responsables de nuestras percepciones, que era necesario crear relaciones alternativas con el propio cuerpo y el de los otros, conectar política y subjetividad, para que el socialismo fuera —lo decíamos sin ironía— vida interior. Se llamaba Néstor Perlongher pero escribía, militaba y hacía performance con los nombres de Rosa L. de Grossman, Rose La Lujanera, Roshina da Boca, La Rosa Coja, Rosa La Rosa, y fue ese poeta cuya obra desborda una época. La “cuestión homosexual”, o el viraje del rojo al rosa, no tuvo la misma respuesta en los distintos partidos de izquierda. Pero en todos ellos la homosexualidad sólo era considerada en cuanto problema de seguridad interna. El nomadismo gay, sus nocturnidades confidenciales y el gusto por el chongo (léase lumpen) hacían que “promiscuidad” y “delación” se asociaran estrechamente y convertían al Molina de El beso de la mujer araña de Manuel Puig en una figura redentora, al pasar de “soplón” a militante. Néstor Perlongher fue trotskista, poeta, antropólogo, devoto de Santo Daime, militante por la disidencia sexual (que antes no se llamaba así). En 1972, cuando tenía veintidós años, había llegado a encabezar la fracción de Política Obrera en la Facultad de Derecho, adonde estudiaba, pero pretendía que el partido reconociera su condición de homosexual. Como no lo logró, comunicó su ruptura y fue a pararse en Callao y Corrientes vestido de blanco y con capelina. Desde 1969 un grupo de disidentes sexuales de extracción gremial e intelectual había comenzado a reunirse con el propósito de fundar el Frente de Liberación Homosexual de la Argentina. Perlongher representó su ala ultra. También fundó el Grupo de Estudio y Práctica Política Sexual (que nucleaba disidentes eróticos, pedagogos piagetianos y feministas). Como poeta, definió el neobarroco afirmando:
En el caso del Río de la Plata, yo lo llamaría “neobarroso”, porque hay como una especie de ilusión de profundidad, que los escritores rioplatenses siempre estamos como debiéndole a eso, al producto de la “tos del tango” […]
Pero en esa lengua chorreante de modernismo al uso nostro y de bijouterie materna, plebeya y blasfema, hay que darle siempre una vuelta más a la palabra. Perlongher fue quizás el único intelectual crítico que intentó reflexionar provocadoramente en ese cruce entre trama política y deseo, alguien que se dejó interrogar por el feminismo naciente y utilizó el psicoanálisis sin convertirlo en un instrumento puramente centrado en los yoes de consultorio. Pero continúa el quiebre que bifurca a la izquierda entre los que combaten por la igualdad social, económica y política, y los que combaten por el reconocimiento cultural. El subcomandante Marcos pareció comprender muy bien la irrupción de los nuevos sujetos sociales cuando encabezó uno de sus discursos autodenominándose mujer, homosexual, anciano, negro. Las luchas en las calles de los noventa por la visibilización de las travestis, gays y lesbianas, y las querellas legales en torno al aborto confluyen con las formas de la política tradicional. Hoy esa contracultura forajida ha salpicado con su herencia las canciones insolentes del Ni una menos, las coreografías de Las Tesis locales, las performances de la escritora trans Naty Menstrual y hasta los juicios de lesa humanidad donde una denunciante declaró desnuda con 500 nombres de desaparecidos escritos en su cuerpo. La izquierda Chicholina (¿contracultural?) y la izquierda Cary Grant (por usar las dos imágenes preferidas por Néstor Perlongher) se cruzan en su consigna “para vivir y amar en una ciudad liberada”.
Imagen de portada: Primera marcha del orgullo gay en Argentina, 1992. Ilustración de Irene Mendoza