Caminabas lento en el patio de la escuela, pajarillo caído del nido, rubito y flaco. Te seguía con los puños en alto, dispuesta a intervenir en cuanto los niños de tu salón te rodearan para tratarte de imbécil. Ante sus insultos, tú sólo llorabas y tus gruesas lágrimas me quemaban el alma. Déjenlo, los idiotas son ustedes, gritaba yo, usando mi cuerpo como escudo protector. La sentencia, cuchillo de carnicero, cayó una tarde, cuando la maestra convocó a mamá y le dijo sin mayor preámbulo: su hijo es retrasado mental, sáquelo de la escuela, no tiene ningún caso enseñarle nada. Entonces el llanto de ella me quemó aún más. Nada de eso, dijo papá, ningún hijo mío es retrasado mental (ésas eran las palabras usadas entonces), y se enroscó en su ego herido. ¡Fueron tan amargos los gritos, amenazas, castigos y manazos que empleó para que trataras de aprender a contar! No los has olvidado, porque lo recuerdas todo. No sabrás restarle treinta a cien, pero no olvidas el día en que me machuqué el dedo en la puerta del coche, cuando nuestro hermano se cayó de la patineta o la fecha de nacimiento de Messi. Tú eres mi memoria. Acudo a ti cuando se me olvida lo que realmente importa. Después del crudo dictamen de la maestra, mamá repasó con cuidado tus primeros seis años de vida. No te movías en su vientre, recordó. Tardaste demasiadas horas en nacer: se fue la luz en el hospital y te sacaron, morado, con fórceps. Llorabas sin parar, se turnaban la abuela y las tías porque necesitabas dos horas para mamar tres onzas de leche y, cuando lo conseguías, lo vomitabas todo. Criarte fue un reto de puré de plátano, lo único que aceptabas. Tendrías cuatro años cuando te regalaron un tren de cuerda y tartamudeaste: “¿Por qué me dan algo tan bonito si ya saben que todo lo rompo?”. Incapaz de llenar una plana con palitos, de hacer una esfera de plastilina, te hiciste pequeño en un rincón del salón; aun así, los otros alumnos se las arreglaron para usarte como el tiro al blanco de su crueldad. Empezó el viacrucis: mamá consultó a especialistas, neurólogos, psicólogos, terapeutas de lenguaje, hasta obtener un diagnóstico nebuloso. Se puso a fumar, por la ventanilla de su Renault 5 lanzaba grandes bocanadas, como si le faltara el aire. Vivíamos en la Roma, por las mañanas nos dejaba a dos en Polanco, te llevaba a ti a San Ángel, se iba a su trabajo en la Juárez y por la tarde lo recorría todo de nuevo, agregando a su jornada las diversas terapias que rechazabas a gritos. En tu escuela especial tenías compañeros sordomudos o con daños cerebrales con los que no te podías comunicar. Quienes podían daban vueltas en el patio; los demás permanecían sentados con la mirada perdida. Recuerdo mi malestar cuando te acompañaba y veía a los adultos cambiar a los niños de postura o limpiarles la saliva, sin que nadie buscara enseñarles nada. Dejaste de hablar, retrocediste en lugar de avanzar. Crecerá hasta un límite, dijo alguien, tal vez, con suerte, alcance una madurez mental de once o doce años, pero no más. Luego, mamá intentó la escuela pública. Aprendiste a escribir tu nombre y hasta tarjetas postales. Volvías del turno vespertino, grandulón de trece años, con el suéter verde del uniforme jaloneado por pequeños de segundo de primaria a los que hacías reír. Yo te esperaba detrás de la reja de la casa con la mandíbula apretada porque no me quedaba claro si la risa era de burla o de alegría compartida. Tu candor y gentileza me sorprenderán siempre. “Mamá, tocan” (para entonces nuestros padres ya se habían divorciado), “¿Quién es?”, preguntó ella. “Los testículos de Jehová”. Carcajada de todos. “Mamá, ya vinieron por la tele y el radio, que venían a arreglarlos”. Y nos quedamos sin tele y sin radio, el ladrón hasta tuvo tiempo de sentarse en la cocina a tomar el vaso de agua que le ofreciste. “¡Mamá! ¡Se murió!”, “¿Quién?, ¿quién se murió?”, y le colgaste el teléfono. Ella salió corriendo de su oficina, con el corazón en vilo, sorteando el tráfico, y te halló tendido en la cocina, arropando a Andobas, el conejo blanco que había entregado el alma aplastado por una caja de refrescos.
Una noche me despertaron tus sollozos, me levanté quedito y te tomé en mis brazos. Con tus atropelladas palabras me dijiste que ya no querías vivir porque a nadie le eras útil. “Tú vas a estudiar, te casarás, vas a aprender a manejar, tendrás hijos. Yo no tendré nada, por eso prefiero morirme”. ¿Ves cómo yo también recuerdo cosas? Cuando cumpliste dieciséis años, mamá, harta de no poder ofrecerte más, tomó una decisión drástica: enviarte a Francia, su país de nacimiento. Allá encontró instituciones dedicadas a la educación especial y a la enseñanza de un oficio. Te fue a dejar a un pueblito en la montaña, en el País Vasco francés, cerca de Bayona, y cuando se despedía de ti, el 19 de septiembre de 1985, un terremoto arrasó la Ciudad de México. Nuestro hermano pequeño y yo la recibimos con tremendo rencor. No sólo nos había dejado en la bamboleante casa de la colonia Roma aquella fatídica mañana, mientras nuestros compañeritos de juego sucumbían en nuestra propia calle, bajo los escombros, sino que también te había abandonado del otro lado del mar. ¿Quién iba a cuidar de ti? ¿Quién te esperaría detrás de la reja? Hace poco ella nos contó cuán enferma se puso después: semanas en cama sin poderse levantar por la tristeza de haberse separado de ti. Ya adolescentes, cuando volvías en el verano para las vacaciones y asistíamos a alguna fiesta, la gente me decía: “tu hermano estaba tan feliz… se caía de borracho, no se le entendía nada”. Tu severa epilepsia y el draconiano tratamiento médico que la acompaña te impiden probar siquiera el alcohol, pero hace mucho que ya no doy explicaciones. En el umbral de tu mayoría de edad se presentó ese mal considerado, a lo largo de la historia, como una manifestación del demonio o de la locura, o un deshonor familiar. A los epilépticos se les escupía encima para evitar el contagio, varios fueron acusados de brujería y quemados por la Inquisición, o trepanados en busca de hacerlos sanar. Tú has aprendido a dejar de avergonzarte cuando te da una crisis en medio de una conversación. En Francia, a pesar de tus dificultades, en los IME (Instituto Médico Educativo) aprendiste jardinería, a hacer alpargatas y cajas de madera para transporte, a manejar lavadoras industriales para dejar impecables sábanas de hotel y manteles de restaurantes. Pasa el tiempo y estás igual, sin canas ni arrugas, como El retrato de Dorian Gray (sí, ya me has preguntado quién es), y yo sigo buscando protegerte: cuando mamá se puso grave y entró en coma, decidimos ocultártelo para no angustiarte. Ella dio batalla y la libró porque, como dijo una enfermera a manera de pregunta —la idea de que su paciente tuviera un hijo pequeño le parecía inverosímil—, “¿Tiene pendiente por un niño suyo?”. Como si la hubieras escuchado, me encaraste después: “Ya no soy un niño y tenía derecho a saberlo, no lo vuelvas a hacer”. Por eso, cuando murió papá hace unos meses y te llamé para avisarte, respondiste con cuidado para que pudiera entenderte a la primera: “No se te olvide ponerle su pipa en las manos dentro del ataúd”. Se calcula que en México hay 7.8 millones de personas con alguna discapacidad. Las cosas han cambiado desde que te fuiste. La Ley para prevenir y eliminar la discriminación entró en vigor en 2003 y la Ley general para la inclusión de personas con discapacidad en 2011. Las escuelas especiales desaparecieron en 1993, en aras de una mayor inclusión. En su lugar, se crearon los Centros de Atención Múltiple (CAM) y las Unidades de Servicios de Apoyo a la Educación Regular (USAER). Los primeros ofrecen educación básica y una formación laboral para jóvenes de entre 15 y 22 años. Las segundas brindan apoyo en escuelas regulares a las que asisten alumnos con necesidades especiales. Aun así, el 23 por ciento de estos niños no asiste a clases ni recibe otro tipo de educación. Falta mucho por hacer, como mejorar las instalaciones de las escuelas (menos del 6.9 por ciento cuenta con rampas de acceso o baños adaptados), capacitar mejor a los maestros y brindar apoyo psicológico a los padres de familia. Mientras, en el resto del mundo, según la Unesco, el 90 por ciento de los niños con discapacidad no asiste a la escuela; además de que las mujeres con discapacidad padecen una doble discriminación: tienen todavía menos posibilidades de ser atendidas o de encontrar trabajo que sus pares masculinos. No nos damos cuenta, pero todos los seres humanos padeceremos alguna discapacidad, al menos una vez en nuestra vida, por enfermedad, accidente o envejecimiento. Por ello, construir ciudades adaptadas y mejorar las existentes es un deber de todos los países. Sabes de lo que hablo, conoces tus derechos. Hace poco te acercaste a un mesero para preguntarle si podías sentarte a ver el partido de futbol y te corrió con insultos del restaurante porque no te entendió. Entonces sacaste tu credencial de persona con discapacidad y exigiste ver al gerente. Te sentaron en la mejor mesa de la terraza, frente a la tele con un vaso de cocacola helada por cuenta de la casa. Ahora que mamá se ha retirado y vive en Burdeos, en la casa de su infancia, la ves cada fin de semana. Tu cuarto está tapizado de pósters autografiados de Maná y Óscar Chávez, banderolas del América y del Paris-Saint Germain, colecciones de hot wheels, delfines de plástico, avioncitos, gorras, vasos. Trabajas para una compañía vinícola: pegas etiquetas a las botellas y las acomodas en cajas de cartón destinadas a la exportación. Ganas un sueldo, tienes una tarjeta de débito limitada para ir al cine o comprarte un helado. Entre semana, vives en un ESAT (Establecimientos y Servicios de Ayuda para el Trabajo), un edificio rodeado de un pequeño jardín, destinado a estimular la autonomía y la socialización de sus residentes, con apoyo constante de personal médico y psicológico. Además, ESAT trabaja con diversas compañías y talleres para ofrecer a las personas con discapacidad un lugar en el mercado laboral. Desde 1987, por ley, toda empresa que cuente con más de veinte asalariados tiene la obligación de contratar a trabajadores minusválidos, hasta completar un 6 por ciento de la plantilla. El centro te hace responsable de tu higiene y de tu espacio, de tus desayunos y cenas. Tu mejor amigo es sordomudo y, a la hora de la comida, en la cafetería, le compartes de tu charola lo que más le gusta a él. En días pasados, durante el calor abrasador del verano, me enseñaste tu cuarto con orgullo, los imanes de tu pequeño refrigerador (un pescado empanizado se descongelaba desde tiempos indefinidos afuera del congelador), un Santa Claus de tela cubierto de telarañas, colgado de la persiana, y un árbol de Navidad sin ramas bajo el que yacía un paquete descolorido. Te paraste frente a una repisa de donde escurrían algunas películas porno. No vi nada, no te preocupes. Tomé una escoba y empecé a barrer los incontables borregos de polvo, cámbiate la camisa, te pedí, llevas una semana con ella. Debajo de tu cama descubrí un par de sandalias diminutas, adornadas con cristales y mariposas rosas. Primero pensé que eran de alguna de nuestras sobrinas, pero luego caí en cuenta de que eran demasiado pequeñas, incluso para ellas. Entonces llegó la dueña, diminuta también. Tu novia que te contempla como a una aparición, te llama “corazón” y se ríe largo rato cuando le digo mi nombre. Bien calladito te lo tenías, canalla. A las mujeres, con cariñito y respeto, te advierto; como si no lo supiera, respondes. Anoche me contactó mamá, sorprendida porque recibió una llamada de la psicóloga con una petición tuya que no te atreviste a hacerle directamente: cambiar tu cama individual por una matrimonial. La mamá de tu novia está de acuerdo. ¿Y qué hacemos con el colchón viejo? Fácil, mamá, venderlo en una venta de garaje, propusiste. Busquemos, pues, un nuevo colchón en Google.
Imagen de portada: Hugo Rocha, sin título, 2017. Cortesía de Tierra del Sol Gallery