En Inglaterra, centro de la Revolución Industrial, las nuevas formas de producción continuaron alterando las relaciones entre los dueños de los bienes y los trabajadores a lo largo del siglo XIX. Es bien sabido que los cambios no redituaron en un mayor bienestar para los trabajadores de las flamantes industrias, sino todo lo contrario, no se pudieron evitar las luchas de los obreros por conseguir ingresos suficientes para alojar y alimentar a sus familias y por trabajar en condiciones tolerables. Las industrias no solamente exigían mejores rendimientos por parte de sus trabajadores, sino que requerían de grandes cantidades de materias primas y de un número cada vez mayor de consumidores, lo que impulsó actividades relacionadas con trazar los derroteros hacia territorios que pudieran proporcionar los insumos necesarios, así como la identificación y captación de nuevos consumidores para sus productos. Esa fuerza expansiva de la Inglaterra industrial habría de dejar huellas imborrables en la trayectoria de uno de los personajes más emblemáticos de entonces: Charles Darwin, protagonista de la novela de Rosa Beltrán El cuerpo expuesto. Darwin, quien con sus propuestas sobre el origen de las especies revolucionó la concepción misma del ser humano, se presenta en la novela como un hombre enfermizo, incapaz de cumplir con las expectativas de su padre, un médico de la alta burguesía inglesa que después de varios intentos fallidos por impulsar a su hijo hacia una profesión digna de su posición social logró asegurarle un lugar como pasajero en el Beagle. Éste era uno de esos barcos encomendados a registrar la distribución precisa de las tierras, islas y litorales de los mares del sur, incluyendo a sus habitantes. El futuro naturalista se embarcó a pesar de su total desinterés por los proyectos de viaje del Beagle, cuyo capitán, el ultra conservador vicealmirante Robert FitzRoy, regía con mano de hierro y convencido de que su misión, que incluía la captura de habitantes de la Tierra del Fuego, estaba avalada por la Biblia y obedecía los designios de un Dios inglés. Después de una difícil adaptación a los inconvenientes del viaje por barco, el joven Darwin volcó su interés en la gran variedad de plantas, aves y minerales que había en los lugares en que tocaron tierra durante los cinco años del viaje, e inició una colección de especies animales y minerales en la mejor tradición de los grandes coleccionistas de los siglos XVII y XVIII, interesados de manera especial en los productos más exóticos, venidos de lejos en términos temporales o espaciales: en monstruos con dos cabezas o cuatro brazos, por ejemplo, que ya no debían ser considerados manifestaciones de la ira divina, sino especímenes que podrían arrojar luces sobre el conocimiento de los seres “normales”. El mismo impulso coleccionista será parte central del proyecto del otro protagonista de El cuerpo expuesto: el “neo-darwinista”, un curioso recolector de especímenes humanos que expone sus tesoros no en “gabinetes de curiosidades”, como lo habían hecho sus antecesores, sino en los medios de comunicación masiva. Ambas figuras se entrelazan en el relato: Darwin, de cuyos escritos surgió una nueva manera de concebir a los seres humanos, un arma de dos filos que impulsó el racionalismo pero sirvió de pretexto para abusar de los débiles al dar lugar al llamado “darwinismo social” —doctrina que justificaba en términos biológicos y religiosos la sobrevivencia de los más aptos y propugnaba el dominio y explotación sobre quienes eran considerados cultural y racialmente inferiores—, y el neo-darwinista, convencido de que la evolución de los seres humanos ha sido, en realidad, una involución. Darwin había iniciado su recorrido científico con la recolección de huesos de especies de animales extintos, así como de aves y animales desconocidos en Europa: las tortugas de las Galápagos y las trece especies de pinzones, además de la observación de las relaciones entre especies extintas y vivas en las islas y costas de América del Sur. De regreso en Inglaterra se interesó por exhibir su colección de fósiles en algún gabinete o museo londinense, pero fracasó, así que terminó por presentar sus observaciones en su libro El origen de las especies. Años después, el neo-darwinista, aprovechando el desarrollo alcanzado por los medios de comunicación y deseoso de exhibir la colección de especímenes que había reunido para probar su propia teoría de la involución de los seres humanos, se valió del radio y más tarde de la internet para mostrarla. Este último medio es equiparable con el pensamiento progresista de Darwin, en el sentido de que tiene la capacidad de actuar simultáneamente como instrumento de conocimiento y de destrucción. La novela lleva como títulos de los capítulos los principios de la teoría de la evolución de las especies de Darwin. En ellos, el humor de Rosa Beltrán se deja ver con el relato de los casos dramatizados en el programa de radio del neo-darwinista. Por ejemplo, en el capítulo dedicado a la adaptación, un hombre de setenta años decide entrenar a su mujer en el “arte del deterioro”, ya que seguramente vivirá varios años después de que él muera, algo para lo que no está preparada. En el recorrido de las facultades que debe ejercitar comienza con la vista: si se quedara tuerta nadie le haría caso, aunque lo mejor sería que se quedara ciega, pero después de varios intentos de capacitarla comprueba que no sirve para ciega, pues se tropieza con todo. La mujer fracasa igualmente como sorda y como coja; lo que le quedaría sería una lógica implacable, aunque en realidad lo único que a ella le preocupa es mantener la posibilidad de cobrar su pensión. El capítulo “El origen de las especies” trata de una madre cuya hija se niega a prestarle su maquillaje o su ropa, pues alega que se trata de artículos personales que no deben compartirse. En su deseo por mejorar, la madre quisiera poder meter sus extremidades rugosas y llenas de escamas en zapatos, su cuerpo abultado y cubierto de plumas en un vestido entallado y brillante como el que usa su hija. Pero el mundo no perdona: la acusan de ser un avestruz. Su hija sugiere que se depile las plumas, se lime las uñas y deje de andar a brinquitos y ocultando la cara al menor problema; seguramente así sí podría parecerse a ella, enfundada en su vestido rojo brillante y entallado, agitando su cola y respondiendo al llamado del claxon de los autos con un canto al que no pueden resistirse los conductores. El recorrido por las teorías de Darwin con el que el neo-darwinista pretende comprobar su teoría de la involución de la especie lo lleva finalmente a la comprobación del principio de autodepredación, que ejemplifica mostrando a una anoréxica en su sitio de internet —al que irónicamente da el nombre de Inteligencia adquirida: El origen de la involución—, un caso ideal para la demostración de su teoría en un medio que se nutre del exhibicionismo característico de los miembros de una especie que gana confianza según el número de personas que reconocen su pretendida singularidad. El fracaso se produce cuando este espécimen deja de ser ejemplar porque abandona las dietas extremas, el tabaquismo y los vómitos que recomendaba a sus seguidoras, y decide volver a comer, justo cuando se acercaba a culminar su experiencia con la muerte. En el transcurso de la historia se va construyendo la idea de que el ser racional que puede pensar su propia evolución sin tener que acudir a principios religiosos desgraciadamente no ha sido capaz de evolucionar hasta poder vivir en armonía ni con la naturaleza ni con su propia especie. En vez de llegar a la igualdad entre los seres humanos, lo que existe, concluye Rosa Beltrán, son “seres inconformes, agresivos, entregados a estupefacientes o al terrorismo criminal; comprobación de que si bien sobrevive el más apto, también sobrevive el menos apto”. En El cuerpo expuesto vemos a la especie humana no dirigida a evolucionar o perfeccionarse, sino dueña de nuevos conocimientos científicos que no contribuyen a su progreso, en cambio, la tienen en una carrera desbocada hacia su autoeliminación. En su tesis núm. 9 de filosofía de la historia Walter Benjamin comenta el cuadro Angelus Novus de Paul Klee. En él un ángel está a punto de alejarse de algo que mira fijamente con ojos desorbitados, boca abierta y alas extendidas. Para Benjamin, el ángel de la historia debe verse así: vuelto su rostro hacia el pasado. Donde nosotros vemos una cadena de acontecimientos él sólo ve una catástrofe que amontona escombros y los arroja a sus pies. Se quedaría a despertar a los muertos y juntar lo destrozado, pero una tormenta sopla desde el Paraíso, se enreda entre sus alas y no le permite cerrarlas, lo empuja hacia el futuro al que vuelve la espalda mientras que el montón de escombros crece hasta el cielo. Eso a lo que llamamos progreso es, en realidad, la tormenta.
Alfaguara, Ciudad de México, 2013
Imagen de portada: Ernst Haeckel, “Chelonia”, Kunstformen der Natur, 1899