dossier Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Multitud

Alejandro Zambra

En mi sueño sale un loco que hace años, en Nueva York, se ponía en una esquina de Bryant Park o en la entrada de Grand Central a clasificar a la gente —tourist, not a tourist, tourist, tourist, not a tourist, sentenciaba, en un tono mecánico y a la vez extrañamente amable. Medía como dos metros, tenía el pelo largo, rojo y desgreñado, y los ojos verdes parecían incrustados en su cara, que reflejaba una permanente y extrema concentración. El hombre estaba de verdad empeñado en el ambicioso proyecto de clasificar todos los rostros de la multitud y me daba la impresión de que lo conseguía, aunque de pronto vacilaba o se equivocaba, por ejemplo conmigo: mi cara de inmigrante lo inducía a considerarme casi siempre “not a tourist” pero otras veces me clasificaba como turista. En el sueño todo sucede de la misma forma que en mis recuerdos, pero no estamos en Bryant Park ni en Grand Central sino en alguna esquina igual de sobrepoblada de la Ciudad de México o de Santiago de Chile. No sé si el loco me mira ni si me clasifica, pero su presencia me alegra, la siento como un buen augurio. En la esquina siguiente me encuentro con una amiga —es alguien que no conozco, que nunca he visto, pero en el sueño sé que es mi amiga— que hace lo mismo que el loco aunque no parece loca sino abrumada o enojada o las dos cosas. Quiero detenerme y hablarle, pero comprendo que no puedo interrumpir su labor. Ahora tengo la certeza de que estoy en Santiago y de que camino en dirección a la cordillera (que no veo ni busco pero sé que está ahí). Apuro el paso, quiero saber si en la esquina siguiente también habrá alguien desempeñando ese absurdo y horrible trabajo. “Deberían tener un formulario, se les va a olvidar”, pienso, y entonces miro a la multitud y sobreviene otro pensamiento vago, disruptivo, algo así como “esta es la multitud” o “estoy en la multitud” y entonces la fuerza de esas palabras se entremezcla con la voz de mi hijo llamando a su madre y despierto.


Son las cinco y cuarto de la mañana pero mi hijo ha encendido la luz. Milagrosamente consigo que desista de despertar a su madre. Me lo llevo en brazos al living mientras le digo, en el tono de un comentario al paso o de un descubrimiento, que la noche es para dormir y el día para jugar, y él me mira compasivo, como se mira a quien se obstina en una causa a todas luces inútil. Hasta hace unas semanas, cuando Silvestre se despertaba antes del amanecer nos dedicábamos a mirar por la ventana y a veces jugábamos a contar los autos rojos o blancos o azules —él elegía, cada vez, el color—, que a esa hora ya empezaban a abundar, o decidíamos los nombres de los transeúntes que corrían rumbo al metro con sus urgentes cabelleras mojadas. Ahora no hay nadie en las veredas y muy de vez en cuando pasa algún auto y presiento que mi hijo va a preguntarme de nuevo, como hace a diario, dónde está todo el mundo, y hasta preparo mi respuesta automática, pero en lugar de hablarme, inesperadamente, se queda dormido. Nos sentamos en la mecedora y entonces pienso en mi sueño, en esa multitud que de pronto se ha vuelto abstracta, indefinida, extemporánea. No es raro que sueñe con multitudes, por el contrario, mis sueños suelen estar llenos de extras que se convierten en personajes secundarios y de personajes secundarios que cobran súbito protagonismo, pero me pregunto si este sueño es nuevo, si esta multitud es nueva. Tal vez toda la gente que aparecía en mi sueño también soñó anoche, a su vez, con calles repletas. Me entusiasmo con esa idea, con ese antojo lírico. Pienso en las personas que han pasado el encierro soñando con multitudes imposibles. Pienso en mis amigos en Chile, que hace dos meses ocupaban las calles y ahora repasan, momentáneamente solos, nuestros sueños colectivos. Pienso en la discutible belleza de la palabra multitud. En lo que esa palabra exhibe y en lo que oculta.


Recuerdo una noche, a los doce años, en el metro. Éramos muchos los que a esa hora, cerca de las ocho, volvíamos de nuestros colegios en el centro de Santiago a nuestras casas en Maipú, las micros prometían diversión o al menos compañía, pero esa noche quise meterme en el metro para adelantar camino, porque no quería encontrarme con nadie. Estaba triste, no me acuerdo por qué, pero sí recuerdo el momento en que, unos segundos antes de bajarme en la estación Las Rejas, miré a la multitud de la que formaba parte y pensé algo así como todos tienen una vida, todos van a sus casas, a todos les falta o les sobra algo, todos están tristes o felices o cansados. (Años más tarde, cuando conocí el concepto de epifanía, supe de inmediato a qué experiencia asociarlo.)


Silvestre despierta, desayunamos mangos, luego escuchamos música y nos sentamos en el suelo a dibujar con sus crayones. Me parece que se entretiene bien solo, así que me sirvo otro café y me planto frente a la ventana. El sol se afirma en el horizonte pero el día no parece haber comenzado. Cuento diez escasos autos, un par de motos y tres hombres enmascarillados, que desde luego no son turistas sino trabajadores inermes, ariscos, melancólicos. Es cada vez más la gente que consigue quedarse en casa y la visión de esa multitud ausente en cierto modo me tranquiliza, pero igual extraño la calle repleta y ruidosa de hace unas pocas semanas o de hace tres años, cuando llegamos a vivir aquí. De pronto me doy cuenta de que llevo un rato largo mirando por la ventana y me vienen la culpa de haber descuidado a mi hijo y la alegría instantánea de comprobar que sigue ahí, afanado en su trabajo, concentrado, autónomo. Miro su hermoso dibujo caótico. Hace unos días decidió que los crayones eran frutas y empezó a trazar con ellos unos apasionados garabatos que llama licuados. Me siento a su lado, lo ayudo a sujetar el papel. —¿Es un licuado? —le pregunto. —No —me dice, categórico. —¿Qué es? —Eres tú, papá, mirando por la ventana.

Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.

Imagen de portada: Silvestre Zambra Barrera, 2020.