El debate sobre el cambio climático en la última década ha provocado que nos replanteemos el impacto que tiene el consumo de energía proveniente del petróleo, el gas y el carbón. Ya sea en la forma de energía eléctrica o térmica, estos combustibles son la base de numerosas actividades económicas y diversas dinámicas sociales, que van desde el funcionamiento de grandes y complejos sistemas industriales hasta nuestros hábitos cotidianos más prosaicos. Al ser quemados como combustible, estos hidrocarburos emiten gases contaminantes que contribuyen al calentamiento global. El activismo climático nos habla de los efectos adversos que este fenómeno genera para la vida en el planeta y ha hecho llamados para dejar de depender de fuentes de energía contaminante y no renovable. Estas propuestas han abierto debates sobre las posibilidades de transitar hacia modelos socioeconómicos basados en la reducción y mitigación de nuestro consumo de energía. Sin embargo, existen intereses materiales que se oponen a estos proyectos al querer mantener y profundizar el patrón energético actual. Sus principales promotores son bien conocidos: compañías petroleras, privadas y estatales, que integran varias ramas industriales del sector energético y que han utilizado su poder político y estructural para moldear al Estado y manipular el debate científico sobre el cambio climático con el objetivo de desacreditar, detener, debilitar o posponer iniciativas de transición energética que le resten poder y privilegios a la industria fósil. A raíz del acuerdo climático de París en 2016, su poder e influencia continúan siendo decisivos sobre el rumbo de los debates y las políticas ambientales que tendrán lugar en esta nueva década. En años recientes, el concepto de capitalismo fósil cobró relevancia para problematizar el papel histórico de los hidrocarburos en los orígenes del calentamiento global antropogénico. En los últimos 250 años las actividades económicas basadas en la extracción y explotación de combustibles fósiles (como el carbón durante la Revolución Industrial inglesa y el uso del petróleo, el acero y el gas natural a partir del siglo XIX) representan un proceso histórico de acumulación de contaminantes de larga vida en la atmósfera, principalmente de dióxido de carbono (CO2), seguido del metano (CH4) y el óxido nitroso (N2O). Es decir, que el uso intensivo de maquinaria, la creciente explotación del trabajo, la expansión de industrias, el movimiento de mercancías y pasajeros, la difusión de la petroquímica y la generación de energía eléctrica, son actividades que han alcanzado escalas sin precedentes en la historia de la humanidad, contribuyendo al gradual incremento de la temperatura atmosférica global. La ciencia climática calcula que, desde la etapa preindustrial (1750), la temperatura del planeta se ha incrementado por encima de 1 °C. De continuar el actual ritmo exponencial de consumo y emisiones, la temperatura de la Tierra se incrementaría entre 1.5 °C y 2 °C, lo que causaría efectos adversos irreversibles sobre la biota global y la civilización humana.
Pero, ¿es el calentamiento global una responsabilidad colectiva de la “humanidad” en abstracto? Estudios como el de Richard Heede1 han revelado que la adjudicación histórica de este proceso recae sobre un puñado de petroleras privadas y estatales. Heede reconstruye el historial 1854-2010 de emisiones de CO2 y metano derivadas de la quema de petróleo, gas natural, carbón y de la producción de cemento. La lista se compone de 50 empresas privadas, 31 estatales y nueve Estados nacionales productores cuyas emisiones acumuladas en conjunto fueron de 914,000 millones de toneladas de CO2 equivalente (63 por ciento del total) en 2010. De estos 90 emisores, el top 10 lo integran (en este orden) Chevron, ExxonMobil, Saudi Aramco, BP, Gazprom, Royal Dutch Shell, National Iranian Oil Co., Pemex, ConocoPhillips y PDVSA. Heede también indicó que cerca de 30 por ciento de las emisiones comprendidas en ese largo periodo recaía apenas en las 20 mayores empresas y se produjeron tan sólo en los últimos 25 años, cuando gobiernos y empresas ya habían reconocido que las emisiones de origen fósil estaban causando efectos adversos en el clima. Al rastrear la extracción y consumo de energía nos encontramos también con las asimetrías que, a la luz del debate climático, suscitan controversias entre países según su nivel de industrialización y consumo, generación de emisiones, localización de reservas, extensión territorial, densidad poblacional y polarización entre clases sociales. Estas diferencias se presentan entre naciones como Estados Unidos y China (los mayores consumidores y contaminadores, pero con fuertes diferencias poblacionales) al igual que entre países del norte con un alto consumo histórico, y otras naciones en pobreza energética y con altas tasas de vulnerabilidad al cambio climático en regiones de América Latina, África y Asia. Por otro lado, se estima que 50 por ciento de la población mundial en pobreza es responsable tan sólo del 10 por ciento de las emanaciones, mientras que el 10 por ciento de la población con mayor riqueza genera cerca de 50 por ciento de las emisiones globales. En este contexto se abren tres líneas de discusión en las que se puede observar la manera en que las petroleras han intervenido para moldear políticas y poner sus intereses por encima de los llamados de emergencia sobre un futuro climáticamente adverso para la humanidad.
1) El problema del cambio climático como un problema de emisiones exponenciales históricas de CO2
Cuando se declaró una “emergencia climática” en diversos países, las grandes petroleras reaccionaron con estrategias de negacionismo, escepticismo, ambivalencia y ambigüedad para debilitar o estancar políticas que pretendían descarbonizar el patrón energético. Una manifestación de ello es el poderoso “cabildo fósil” estadounidense, encargado de formar grupos de “negociadores” en el Congreso, financiar campañas políticas y colocar a sus actores clave en puestos del gobierno. Muchas de estas prácticas han funcionado históricamente para que la industria mantenga subsidios a sus actividades y para moldear la política exterior y energética de Estados Unidos, pero recientemente también para intervenir en los temas centrales del debate climático. Un caso emblemático es el de ExxonMobil, que en 2015 fue sometida a un proceso de investigación por supuestas prácticas de manipulación de la ciencia climática. Se acusó a la petrolera de influir en la información divulgada a inversionistas y público en general sobre los riesgos de dejar ganancias sin explotar bajo suelo. Se le acusó también de haber negado a conciencia la validez científica del calentamiento global y financiar ciencia “chatarra” para desviar el debate o sembrar dudas sobre sus causas y los impactos que genera en la población. Esta controversia escaló en 2016, cuando la Fundación Rockefeller anunció que retiraría sus inversiones de la industria de los hidrocarburos, maniobra que incluía a ExxonMobil, descendiente directa de la remota Standard Oil. La fundación entró en conflicto con la petrolera dada su negativa a canalizar inversiones hacia el desarrollo de energías alternativas y políticas de mitigación. David Kaiser y Lee Wasserman (presidente y director de la Fundación Rockefeller, respectivamente) denunciaron a Exxon por prácticas de corrupción y encubrimiento en materia científica. Se debe a que, desde las décadas de 1970 y 1980, la petrolera fue de las primeras empresas en realizar investigaciones sobre el impacto de las emisiones de CO2 en la atmósfera y su relación directa con la quema de hidrocarburos. Esto situó a [Exxon] en una contradicción en la que, mientras reconocía internamente el impacto de los combustibles fósiles en el calentamiento de la Tierra, por otro lado financiaba estudios para manipular la opinión pública y desacreditar hallazgos científicos que fueran contraproducentes al negocio petrolero. Exxon es sólo un ejemplo de la contrarrevolución científica que hace uso del poderoso cabildo fósil para construir consenso entre el Congreso, firmas de abogados, clubs industriales, centros de investigación y fundaciones de cuño conservador. No obstante, a pesar de la negativa y el escepticismo para reconocer el calentamiento global y sus orígenes, aún debemos considerar un segundo factor objetivo.
2) El problema del cambio climático como un problema de agotamiento terminal de energía no renovable
En la década de 1950 el geofísico M. King Hubbert hizo el pronóstico de que la producción petrolera convencional de Estados Unidos llegaría a su máximo a inicios de los años 1970 para después declinar al agotamiento. Esto efectivamente sucedió y la teoría del peak oil se trasladó a otros países y otros recursos, generando debates sobre las estimaciones científicas de un eventual agotamiento terminal de petróleo. Durante la década de 1990, Exxon y Chevron lanzaron continuamente campañas para advertir que la escasez de petróleo no era una realidad palpable, ya que nuevas tecnologías en yacimientos proveerían hidrocarburos para los siguientes años. Desde 2012, la explotación de reservas de petróleo no convencional (estratos de difícil acceso geológico y mayor costo monetario y ambiental) lograron revertir la tendencia en la caída de la producción estadounidense mediante la técnica de fracturación hidráulica (fracking), una controvertida tecnología con impactos socio-territoriales, ambientales y en la salud humana. Como lo demostró la organización Common Cause de Nueva York, el cabildo petrolero y gasero del fracking ha presionado para eliminar prohibiciones sobre dicha práctica, presiones con un marcado acento negacionista y escéptico sobre sus impactos socioambientales. No obstante, los pozos no convencionales (llamados también shale) están sujetos a un agotamiento más acelerado que los pozos convencionales, lo que en un futuro revivirá el debate de la escasez y la viabilidad técnica y financiera de la extracción fósil en aguas profundas u otros lugares remotos. Tanto el peak oil como el fracking han sido blanco de la agenda política de las petroleras en el Congreso, la academia y los medios de comunicación. Ambas tendencias ponen en juego un negocio de miles de millones de dólares al año, reflejado en los jugosos contratos que atañen a los gasoductos entre Estados Unidos y México, y en las presiones para levantar prohibiciones en el uso de fracking en regiones al noreste de nuestro país, como la cuenca de Burgos y la de Tampico-Misantla, extensiones de los yacimientos gaseros texanos. No obstante, en medio de este debate, el sector petrolero también ha hablado de apoyar acciones concretas en favor del medioambiente y comprometerse con políticas de transición energética bajas en carbono. Pero estas buenas intenciones han generado controversias sobre el lugar que los combustibles fósiles ocupan en estas tendencias, lo que nos lleva al siguiente punto.
3) El problema del cambio climático como una “fachada verde” para actividades extractivas
En años recientes, los constantes llamados y compromisos en las cumbres climáticas y el activismo ecológico han puesto en la mira el extractivismo de los conglomerados fósiles. Las petroleras se han visto obligadas a hacer cambios en sus posturas sobre el impacto de sus actividades, pero siempre bajo políticas encubiertas y contradictorias. Conforme a la información del portal influencemap.org, se sabe que compañías petroleras como ExxonMobil, BP, Chevron, Shell y Total gastaron la friolera de mil millones de dólares en los tres años que siguieron al acuerdo de París de 2016 para construir engañosas estrategias de marketing sobre supuestas políticas de descarbonización y construcción de marcas “verdes”. Al mismo tiempo, estas empresas canalizaron activamente recursos para cabildo (lobbying) hacia el Congreso con el objetivo de mantener la licencia, subsidios y expansión de la industria fósil. Esta contradicción no sólo marca la postura errática de las petroleras, sino que también lleva a reconocer que, como confiesan sus reportes, los nuevos negocios “verdes” no dejarán atrás los combustibles fósiles, sino que los complementarán. Esto incluye diversas actividades extractivas en las que descansan otras industrias, incluyendo la de las energías “limpias” y renovables.
Las petroleras han encabezado una contrarrevolución de la ciencia climática que busca manipular el debate, difundir propaganda “verde” y dar continuidad al actual patrón de extracción, consumo y dependencia de energía contaminante no renovable. Además del poderío petrolero, estas posturas negacionistas y escépticas también forman parte de una base política conservadora con una fuerte aversión a la ecología y una marcada hostilidad hacia acciones concretas que reduzcan el consumo de energía fósil. Se trata del efecto Trump en Estados Unidos, el Brexit en el Reino Unido, Bolsonaro en Brasil y el ascenso de partidos políticos afines en Canadá y la Europa continental. Su retórica defiende el derecho y la libertad individuales al consumo (privilegiado y asimétrico) de combustibles fósiles, promoviendo el goce ilimitado del automóvil y otras dinámicas socio-territoriales del american way of life. Todo ello nos lleva a replantearnos constantemente la actual dependencia civilizatoria a los combustibles fósiles, al igual que los retos y continuidades que representa una hipotética transición energética libre de ellos y sus prácticas extractivas.
Imagen de portada: Trenes llevando carbón y petróleo en Georgia. Fotografía de Tom Driggers, 2017.
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Richard Heede, “Tracing Anthropogenic Carbon Dioxide and Methane Emissions to Fossil Fuel and Cement Producers, 1854-2010”, Climatic Change, vol. 122, núm. 1, 2014, pp. 229-241. Adicionalmente, Heede concedió una entrevista en Suzanne Goldenberg, “Just 90 Companies Caused Two-Thirds of Man-Made Global Warming Emissions”, The Guardian, 20 de noviembre de 2013. ↩