Fragmentos como residencia, de Sergio Raúl Arroyo

Líneas de un rombo

Danza / crítica / Noviembre de 2024

Eduardo Vázquez Martín

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Hace tiempo que la realidad está totalmente intervenida por signos y garabatos, en el sentido que Octavio Paz le daba a estos dos conceptos: los signos están cargados de significado mientras que los garabatos son significantes que, con el paso del tiempo y las transformaciones de nuestra civilización, extraviaron su sentido y, a cambio, conquistaron la independencia. Es así como estos garabatos/significantes ya no son dispositivos útiles para la traducción y el conocimiento del mundo, sino uno más de sus diversos enigmas.

​ La perspectiva del poeta que se mueve en un mundo ya interpretado, aún sea en lenguas muertas, es la que David Huerta, no sin cierta melancolía, le adjudicaba a su alter ego: el civilizado. Una criatura que no sólo observa el mundo a través de las múltiples lentes que le proporcionan los signos, sino que descubre que éste ya es, sobre todo, un bosque de signos y garabatos, números y ecuaciones, representaciones e interpretaciones. La naturaleza se presenta ante nosotros irremediablemente adulterada, de modo que la supuesta frontera entre ésta y la cultura ha desaparecido, desapareció al igual que aquella que, supusimos, separaba la realidad de nuestra percepción, y así lo real devino en subjetivo y viceversa.

​ Si pienso en estos términos —herencia crítica de la semiología estructuralista— para referirme a Fragmentos como residencia, de Sergio Raúl Arroyo, es porque el etnólogo, antropólogo del arte y poeta escribe desde una conciencia radical de esta circunstancia, a tal punto que el paisaje al que su poesía se refiere está configurado por imágenes creadas, fotografías, lienzos, música y palabras. No es que el autor de estos poemas piense la realidad mediada por signos (y garabatos), sino que entiende que la realidad de los civilizados es, en lo fundamental, eso: signos y garabatos.

​ Al leer Fragmentos como residencia podemos confirmar que el arte y la literatura son pruebas consumadas de la existencia del ser humano, y que estas creaciones logran superar el esfuerzo intelectual de la teología, la filosofía y la ciencia, que dotan al mundo de un sentido general, coherente, totalizador, estructurado y orgánico; aunque sean realidades y, sin remedio, cosas rotas y dispersas que van del templo a la ruina, del cuerpo al hueso, de la vasija al tepalcate. Todo lo cual convierte al arte mismo, a su creación y, sobre todo, a su interpretación, en un ejercicio arqueológico. El ensayista Sergio Raúl Arroyo interpreta así su propia ars poetica:

En el centro de este libro está una obstinada inclinación arqueológica: el encuentro con esos materiales fracturados, oxidados, carcomidos, en apariencia difuminados en la memoria y la imaginación, cubiertos por matices psicológicos y verbales que, contra un caudal de suposiciones, mantienen intacta la percepción que conservamos de esos vestigios como nuestra realidad, una totalidad a la que accedemos y habitamos por azar o decisión propia.

​ La poesía, hija de la memoria y del persistente y “renovado asombro de estar vivo” (Paz, otra vez) del ser humano, sólo puede aparecer en forma de sinécdoque. El mundo innombrable —acaso sólo pueden contenerlo con fidelidad todas las palabras, en todas las lenguas, extintas, presentes y futuras, en todas sus posibles combinaciones— es incognoscible como totalidad y únicamente se nos presenta como fragmento: una rama, una frase, un átomo, una ecuación, un trazo, una mancha. Como afirma David Huerta: “El mundo es una mancha en el espejo”. Pero lo que sucede a partir de la revolución estructuralista es que el pensamiento crítico no solamente quiso entender y desentrañar la realidad, como llevaba haciéndolo durante milenios, sino que comenzó a observarse a sí mismo y tratar de decodificar la interpretación y sus procesos. De esta manera, el lenguaje deja de ser la herramienta de precisión del conocimiento para convertirse en su propio objeto de estudio.

​ Sergio Raúl confiesa que en el origen de este libro está David Huerta, a quien Christopher Domínguez Michael considera un poeta estructuralista —y yo añadiría lacaniano—; un poeta que constantemente rompe las esclusas verbales y deja que la marea textual anegue la página con sus apariciones sorprendentes y luminosas, su oscuridad inconsciente, y de esta forma deja que la poesía sea fiel a su vocación de errancia y a la fortuna. El autor de Incurable ejerce el análisis crítico del sentido de cada una de sus palabras y frases, mientras desentraña lo que la lengua dice no sólo como una manifestación del fluir de la conciencia o el inconsciente, sino como una realidad distinta, verbalmente autónoma y comunicada por una inmensa red vascular a otros textos y palabras, es decir: al mundo de la literatura.

​ Por eso pienso que la poesía de David Huerta es para Arroyo la gran puerta que lleva al etnólogo hacia el lenguaje poético, pues le permite al científico social reconocer la posibilidad de una voz, la suya. La voz poética de Arroyo no porta los salvoconductos del romanticismo ni del modernismo, tampoco los del surrealismo ni los de nuestra primera modernidad; no alza sus velas para que las insufle el aliento de las musas ni las dispone ante el fuego destructor y salvífico de las revoluciones vanguardistas, sino que ancla su nave en medio de la tormenta, pues no desea salir de ella ni transformar el mundo, sino entender su naturaleza y su sentido.

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​ En este libro de Sergio Raúl Arroyo encontramos una relación con la poesía que, desde la segunda mitad del siglo XX mexicano, ha encontrado asidero en Gerardo Deniz, aquel gran traductor, semiólogo y mitólogo, químico y músico (aunque sin ningún título universitario), experto en abrir los ojos en medio del derrumbe (otra vez Paz, qué remedio) y que ha tenido en David Huerta al más aventajado de sus herederos, pero cuyo eco alcanza la obra de otros poetas, como la del uruguayo Eduardo Milán o la del chintolo Josué Ramírez.

​ Podemos decir que, a diferencia de Pablo Neruda, la residencia de Arroyo no está en la tierra, sino en la palabra y en la imagen, es decir, en el arte. Pero decir esto es demasiado amplio y ambiguo. Demos entonces algunas coordenadas para localizar, si no un territorio de lindes precisos, por lo menos un conjunto de parcelas, que son, en palabras del propio autor, “piezas significativas de un vasto rompecabezas”. Para empezar, el poeta asegura habitar una fotografía que Diane Arbus tomó en 1962: primera declaración de principios digna de Rimbaud: yo soy otro, en este caso “el niño con piernas de fideo/ —granada en mano—/ (que) amaga al mundo”. Tras reconocerse en ese espejo de fragilidad y furia, el poeta convoca al antropólogo del arte:

las imágenes son cosas que parecen nuevas pero son objetos que siempre han estado allí como árboles que nos miran

​ Aquel niño con granada en mano se transfigura, en el siguiente poema, en Francis Bacon, para decir que le “gustan las heridas/ los accidentes/ incluso ciertas mentiras/ que permiten reconocer el tajo/ simple y llano/ sobre el que está montado/ lo que llamamos realidad”, y se permite incluso hacer un chiste a partir de la traducción literal del apellido del gran artista irlandés: “ahuyento a los amigos/ como el tocino a los veganos”.

​ Luego, el niño de la granada que también es Bacon se sitúa en el lugar de Prometeo e inquiere a Roland Barthes: “simulo atarme a una roca/ y te pregunto si fue con el lenguaje/ que robamos el fuego a los dioses”. Después el poeta escribe algunas cartas de Walter Benjamin desde Portbou antes de que se quitara la vida (apenas unos relatos “que son las luces de sus astilleros”) y sigue el camino de las comisarías y el exilio con Joseph Brodsky, reconoce con Roger Caillois la mímesis entre las piedras y la poesía, recorre las tumbas de los dioses y los héroes con C. W. Ceram, con Eduardo Matos se adentra en el reino de “los despojos del primer día”, abraza con Cioran “la lucidez mortífera que destripa las utopías”, traduce las pinturas de Edward Hopper en afirmaciones que Edward Hopper no hizo pero debió haber escrito y reconoce que los trópicos de Lévi-Strauss son letras, animales, “líneas de un rombo”: respuesta a un acertijo divino.

​ La residencia que edifica Arroyo con estos fragmentos es bella porque es elástica; no está cimentada en sólidas certezas sino en elegantes dudas, carece de fortificaciones porque es permeable al pensamiento y no es ajena a la contradicción ni a la paradoja. ¿Pero acaso todo es letra, signo, lectura, inscripción y transcripción? ¿Se trata de un arte que habla del arte que habla del arte? ¿Estamos ante un poeta que habla de otro poeta que habla de otro poeta que habla de otro? No, pero casi.

​ Como toda expresión de la belleza, esta poesía es imperfecta, asimétrica y no del todo armónica. La coherencia no sería digna de un poeta y nuestro antropólogo, hay que reconocérselo, ha tomado el riesgo de la poesía, es decir, de la incertidumbre. Y así es como termina rindiéndose frente a la única realidad que, a sus ojos, parece conservar los rasgos esenciales del origen de la vida: la mujer; específicamente, la madre y la abuela. Sólo frente a ellas el poeta percibe el vínculo que lo une a la naturaleza; su única residencia en la tierra es esa carne, a la que sólo las palabras le otorgan existencia en la página y la nombra Cuca, Rosario, Julia. Sobre esos seres llueve todavía y el sol descansa, y “en su planeta/ casi siempre es demasiado tarde”, pero aún desde “el fondo del océano/ su índice señala una parvada/ que dota de luz al firmamento”.

​ Sergio Raúl Arroyo ha escrito un gran libro de poesía que nadie esperaba de él porque la poesía es eso: lo inesperado. El antropólogo, el crítico, el ciudadano, el funcionario cultural, el intelectual, decide hablar desde el poema: el sitio de la transparencia y de la vulnerabilidad. Es tal la vulnerabilidad del poeta que, aun cuando se coloca detrás de la máscara de otros poetas —como lo hace también Francisco Hernández, a quien dedica un poema donde el austriaco Trakl penetra el “navío tropical” del veracruzano—, Arroyo no deja de convocar al antropólogo y al crítico, al ensayista que también es, para escribir su propio prólogo, donde se propone explicar (e incluso justificar) al poeta en que se ha convertido. De manera que el intelectual decide acompañar al poeta a los terrenos de incertidumbre donde la poesía, sin embargo, está irremediablemente desnuda, donde nadie puede traducirla si no es a través de la poesía misma, porque es un lenguaje autosuficiente: no la luz sobre lo arcano, sino el enigma mismo.

​ El esfuerzo es impecable; mucho mejor de lo que yo puedo expresar. Además, estos poemas pueden vivir sin la protección de su progenitor, porque la libertad es el gran regalo que todo creador ofrece a sus criaturas. Fragmentos como residencia es una joya poética, porque la poesía ejerce aquí su indiscutible señorío en el reino de las palabras y puede prescindir del ensayista que también es el autor. Si el ensayo introductorio de Fragmentos como residencia fuera indispensable para entender este libro, yo preferiría que Sergio Raúl, y sólo él, escribiera sobre su propia obra. Si me propongo hacerlo yo es porque en su libro estoy ante la palabra emancipada, ante una rebeldía que emerge del mundo y la literatura para comunicarnos que es posible ir más allá de la razón, no contra la razón sino con ella, pero más allá: ahí donde la palabra deja de pertenecer a quien la escribe para ser, como decía Stéphane Mallarmé, el habla de la tribu.

Ediciones El Tucán de Virginia, México, 2023.

Imagen de portada: Getty Images, Unsplash ©.