Teófilo Stevenson nació en un lejano y olvidado central azucarero cubano, aunque quienes lo vieron pelear hubiesen apostado a que fue sobre el ring, entre las cuerdas de un cuadrilátero. Ganó tres olimpiadas y tres campeonatos mundiales, derrotó a más de una docena de futuros campeones del profesionalismo y se convirtió en la principal gloria deportiva del boxeo de su país, en el amateur más reconocido de la historia de los pesos pesados y en el protegido de Fidel Castro. Su derecha legendaria, aun recogida, presagiaba el inevitable destino de sus rivales: un KO estrepitoso… Teófilo Stevenson no es un personaje secundario en toda la regla, o sí, pero sólo porque nunca tuvo la oportunidad de probar lo contrario frente al genio pugilístico de Muhammad Ali. El pequeño margen que separa el “ser de los mejores” de “ser el mejor”, en su caso, fue un duelo que estuvo a punto, pero nunca sucedió. Lo demás es ficción, material de ucronía. Era 1978 y Stevenson, de 26 años, se encontraba en un estado físico perfecto. Para entonces ya contaba con dos oros olímpicos (Múnich ’72 y Montreal ’76) y dos campeonatos mundiales (La Habana ’74 y Belgrado ’78). Los torneos nacionales eran su entrenamiento, un ejercicio de golpear y tumbar hombres, tan rutinario que se volvía aburrido. Mientras, 90 millas al norte, un Ali de 36 años sangraba el que sería su último título del boxeo profesional frente a Leon Spinks. Los magnates del show pugilístico norteamericano creyeron que el momento de enfrentarlos al fin había llegado. Un par de años antes habían intentado llevarse al cubano a sus torneos, ofreciéndole dos millones de dólares que Stevenson despachó con esa humildad obcecada que le hacía parecer un gigante bonachón: “Prefiero el cariño de ocho millones de cubanos”. Esta vez los promotores regresaron confiados en el éxito de la propuesta de un enfrentamiento y con la lucidez para entender un pequeño detalle que antes habían pasado por alto: para llegar a Stevenson, primero debían llegar a Fidel Castro. Fidel aceptó el encuentro bajo la condición de que fuesen cinco combates de tres rounds, de que Stevenson no perdiera su estatus de amateur y de que el dinero que éste ganara fuese destinado a la Federación Cubana de Boxeo. Los estadounidenses preferían un solo encuentro de quince rounds, según las reglas del profesionalismo, pero acabaron por complacer al líder cubano. A lo largo de la historia de ”la dulce ciencia” —como el prestigioso periodista deportivo del New Yorker, A. J. Liebling, llamó al boxeo— muchos combates fueron precedidos por el cansino eslogan de “la pelea del siglo”. El propio Ali había protagonizado algunos, como cuando destronó a Liston, a Frazier y, más recientemente, a Foreman, en el mítico encuentro de Zaire. En verdad, ninguno de los anteriores podía comparársele al que se avecinaba. En el cuadrilátero no se enfrentarían Ali vs. Stevenson, ni siquiera Estados Unidos vs. Cuba o el profesionalismo vs. amateurismo; sino el campeón del mundo libre contra el campeón de la utopía igualitaria, la ley del mercado contra la omnipotencia estatal, el liberalismo burgués contra la dictadura del proletariado. Desde que Joe Louis peleó con Max Schmeling en 1938, jamás se había presenciado semejante choque de ideologías. Aquella vez el estadounidense derrotó al alemán, como prediciendo el desenlace de una guerra que aún no estallaba. Cuarenta años después, en plena Guerra Fría, el Ali vs. Stevenson también llevaba las credenciales de un augurio. La promesa del encuentro atizó en el imaginario popular la expectativa de una colisión de titanes diametralmente opuestos que compartían, si acaso, el tamaño, el talento y el color de la piel. Ali era engreído, carismático e hiperactivo, mientras que Stevenson era un grandullón noble y pausado. El primero luchaba por los derechos de los negros en Estados Unidos, mientras que el segundo había crecido al calor de una revolución que eliminó las leyes racistas de su infancia. Ali se fotografiaba con los Beatles, Stevenson habitaba una sociedad donde escuchar música anglosajona suponía ser enviado a campos de trabajo forzado. Ali gozaba de sus millones y Stevenson se despojaba de sus triunfos para dedicárselos a Fidel Castro. El cubano apenas había sufrido unos pocos reveses en su carrera, después de los cuales siempre obtuvo una gratificante revancha, o casi. Sólo Ígor Vysotski, un púgil soviético, macizo y de pequeña estatura, se interpuso en su larga cadena de victorias. Vysotski lo derrotó una vez de tal forma que Stevenson hizo del desquite una suerte de obsesión, la cual lo llevó a recibir tratamiento psicológico. Recuperada la fe en sí mismo, enfrentó una segunda vez a su “bestia negra”, aunque fue vencido nuevamente. El soviético nunca fue un púgil de primera y, en esta historia, es casi un personaje terciario. El único gran mérito de su trayectoria fue haber sido, quién sabe por qué, la piedra en el zapato del gigante caribeño. Por lo demás, Stevenson era insuperable. A la señal del árbitro, evitaba lanzarse furibundo a combatir. Prefería marcar la distancia sin pegar con la zurda extendida, como dibujando en el rostro rival la diana sobre la que caería su temible derecha. El cubano era un artista del KO. Del Ali del ‘78, por otra parte, decían que picaba como una abeja, pero ya no volaba como una, y que el tiempo le había obligado a cambiar su pose arrogante por una más modesta. Para alguien que entendía que los combates se ganan primero con palabras y después con golpes, comenzar a reconocer sus propias flaquencias significaba, de alguna forma, pelear con una derrota a cuestas. Fue quizás por eso que, poco antes de acordar una fecha para el encuentro, se retiró del trato. En realidad Ali tenía muy poco que ganar, fuera de algunos millones de dólares más para su ya inmensa fortuna personal. Si perdía, en cambio, lo haría contra un amateur, es decir, un jovenzuelo que no se había fogueado en las duras lides del profesionalismo, donde la fama podía ser tan fugaz como un golpe sólido y el regreso al olvido tan duradero como sus efectos. En La Habana, Stevenson recibió una curiosa llamada telefónica. Levantó el auricular y, para su sorpresa, escuchó del otro lado las disculpas personales de Ali por haberse retirado a última hora y la propuesta de una compensación monetaria que el cubano rechazó con amabilidad. Durante muchos años, el púgil de Kentucky había intentado sin éxito descifrar la verdadera naturaleza del cubano; incluso, cierta vez llegó a llamarle “tonto” por desdeñar la millonaria proposición de mudarse al profesionalismo. Ahora, al fin, lo había entendido. Stevenson le recordaba a sí mismo al inicio de su carrera, cuando aceptaba sin titubeos exuberantes cifras de dólares sin que éstas definieran la motivación esencial por la que subía al ring. En un principio Ali peleó en nombre de los derechos civiles, con cada uno de sus triunfos visibilizó las exigencias de sus hermanos negros y musulmanes, y hasta puso en riesgo su carrera al negarse a combatir en Vietnam. Stevenson también peleaba por grandes ideales, o al menos por lo que creía que era la más noble de las causas: la gloria de su país y de su sistema político. Los excontendientes, entonces, se hicieron amigos. Cuando el cubano visitaba Estados Unidos solía parar un tiempo en la casa de campo de Ali, mientras éste, al venir a La Habana en 1996, ya disminuido por el párkinson, hizo de Stevenson su guía de la ciudad. Dos estampas quedan de aquel viaje: una aguda crónica de Gay Talese, publicada en la revista Esquire, y una fotografía en la que ambos boxeadores, sonrientes, se acarician mutuamente los rostros con sus puños, como poniendo fin a su ficticia rivalidad con la idea de un empate todavía más imposible. Muchos ya han olvidado aquel combate que nunca fue. Otros especulan sobre cuál hubiese sido su desenlace, movidos más por sus simpatías personales que por un análisis probabilístico responsable. Nunca se sabrá. Ali murió en el 2016 con la satisfacción de no haber perdido con un amateur, pero eso no quiere decir que ganó de alguna manera. Cuatro años antes Stevenson había muerto repentinamente a causa de una cardiopatía isquémica, llevándose consigo la victoria intangible de la duda.
Imagen de portada: Teófilo Stevenson. Fotografía de Thomas Lehmann, 1984 CC