Al final de su vida, Guillermo Marconi tuvo una epifanía. Uno de los padres de la tecnología de radiotransmisión decidió que ningún sonido muere del todo. Tan sólo decae hasta el punto de que nuestros oídos no lo pueden escuchar. Cualquier sonido es recuperable, pensó, con el dispositivo adecuado. Su sueño era construir uno suficientemente potente para escuchar el Sermón de la Montaña, de Jesucristo. La anécdota es contada en el libro Perfecting Sound Forever (2009) de Greg Milner, quien la describe como una leyenda urbana, materia fértil de foros de internet y charlas cotidianas, aunque intrascendentes. La lógica de tal epifanía es fundamentalmente falsa: los sonidos no mueren porque ni siquiera en el momento de ser producidos están vivos; los sonidos son cambios en la presión del aire que interpretamos como información y la energía que desprenden sus ondas es pronto reabsorbida por las moléculas del aire. Es decir, el dispositivo a construir tendría que habérselas con la conformación material entera del momento en que, en este caso, el Sermón de la Montaña es pronunciado. En pocas palabras: debería retroceder el tiempo. Y es que no existen sonidos lejanos por capturar, como si viajaran por encima de la realidad, sino sonidos incorporados a la transformación misma del mundo, parte de un devenir esencialmente irrecuperable. Es interesante, sin embargo, que Milner describa la historia como un rumor, una mera anécdota que desecha tan pronto como la usa, para abocarse a su tema central de estudio: la grabación de sonido. ¿Por qué referir esta historia como un rumor? (Un rumor que, paradójicamente, lograría persistir en el tiempo, a diferencia de la voz que se añora recuperar.) Un rumor atribuido, además, a un importante inventor y científico, es decir, a una autoridad, de una época de grandes cambios tecnológicos y esperanzas en el progreso aún intactas, si bien pronto arrasadas por las grandes guerras europeas. Una anécdota sobre una ocurrencia que, en un golpe de efecto, culmina con un mito fundacional de Occidente que, como todo mito, aunque nacido de la tierra misma, se piensa como levitando sobre ella. Que, aunque irremediablemente histórico, para persistir debe anunciarse como ahistórico. ¿Es la epifanía de Marconi realmente una leyenda urbana? Imposible precisarlo con certeza, pero hay datos que la vuelven probable: sus fuertes convicciones católicas lo llevaron, en 1931, a fundar la Radio Vaticana y, en general, sus estudios científicos comenzaron a impregnarse hacia el final de su vida, cada vez más, de imaginería religiosa: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la Tierra por herencia. Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán (¿escucharán?) a Dios (la pregunta es mía). Etcétera. Tal es el Sermón de la Montaña: las potentes y problemáticas tablillas morales, el núcleo mismo, del cristianismo. Podemos imaginar a Marconi, en su yate Elettra, acondicionado como laboratorio para llevar experimentos de conducción de onda corta, interrumpido súbitamente por su epifanía y pronto en éxtasis ante su sola aparición. No hacía falta construir el dispositivo con el que fantaseaba, porque el dispositivo era psíquico, no tecnológico, o, mejor, psíquico-religioso con ropajes pseudo-científicos. Es decir, existía ya en su mente, al punto de que ya funcionaba: esto es, por el sólo hecho de imaginar tal fetiche Marconi escuchaba en el acto, como en una caricia mística, la voz de Jesucristo. Marconi había concebido un milagro, o una aberración, según se entienda, de espectralidad tecnológica. Si situamos su epifanía en un marco histórico de mayor trascendencia, podríamos decir que, al final de la línea del progreso tecnológico de Occidente, Marconi veía… su propio inicio. Un círculo en apariencia estrictamente formal que escondía, en sus entrañas, una circularidad política. Construimos y avanzamos por este camino, sugiere, sólo para, algún día, escuchar extasiados su origen. No hay que olvidar, aquí, la lección de Spinoza cuando dice que si el círculo estuviera dotado de lenguaje, diría que la naturaleza de Dios es eminentemente circular. En este caso: Occidente se piensa tecnológico sólo por fetichización, porque el lenguaje que produce vuelve una y otra vez sobre su concepción primera, mítica. Y aunque no piense su historia de forma circular sino progresiva, en todo caso termina por reforzar el círculo con su desarrollo técnico: cada flecha de su tiempo, por obra y milagro divinos, termina por curvarse. No es casualidad que desde una época temprana como 1923, Marconi se uniera al Partido Fascista y se convirtiera en un férreo defensor de su ideología y de invasiones militares como la italiana en Etiopía. Su discurso de entrada al Partido es pura ideología en marcha:
Reivindico el honor de haber sido el primer fascista en la radiotelegrafía, el primero en reconocer la utilidad de unir los rayos eléctricos en un haz, como Mussolini ha reconocido por primera vez en el campo político la necesidad de reunir en un haz las sanas energías del país, por la mayor grandeza de Italia.
Y el mismo año que inaugurara la Radio Vaticana, cuando por primera vez se escuchaba la locución radiofónica de un papa, Pío XI, Marconi lo presentó personalmente con el siguiente discurso: “Con la ayuda de Dios, quien coloca tantas fuerzas misteriosas de la naturaleza a la disposición del hombre, he sido capaz de preparar este instrumento, el cual dará a los fieles de todo el mundo el gozo de escuchar la voz del Sagrado Padre”. Si no puedes escuchar el discurso directamente de su autor, invita a su testaferro. Quedan pocas sombras de duda: se ha construido un vínculo ¿indisoluble? entre técnica, mito y política, que se encauza en el fascismo, y que Marconi busca estrechar con cada una de sus intervenciones públicas. Ya no suena tan improbable que el inventor haya tenido aquella epifanía, por lo que mantenerla como meramente anecdótica, como un rumor exótico, es insuficiente, además de irresponsable. La cuestión aquí es que a pesar de tratarse de una intrincada ingeniería de poder, remontable por milenios, deba ser presentada como súbita, neutral, libre de trabaduras materiales, desenraizada, angélica y al mismo tiempo natural, como si se tratara de un simple proceso de inercia física. Bienaventurados los puros de corazón, porque esa pureza hará que su voz supere cualquier barrera física, que acelere o retroceda el tiempo a su antojo. Uno podría simplemente estar de acuerdo con este diagnóstico por tratarse de personajes o épocas pasadas, pero, lo intuimos y cada vez lo percibimos con mayor claridad, habitamos actualmente la estela de esto que podríamos denominar como una utopía fascista. Pero ¿es ésta una utopía? Si nos negamos a nombrarla de tal manera, ¿es porque atribuimos a la utopía cualidades estrictamente positivas? ¿Positivas para quién? Si la utopía, desde una definición materialista, es la visión de una sociedad menos su realización, ¿quién traza las coordenadas de esa visión, qué lugares y momentos proyecta y bajo qué fines? Finalmente, si la utopía es tan fácilmente conducida a territorios que resultan distópicos para el resto de los no-incluidos en ella, ¿nos sirve aún el vocablo? Faltaría otro ensayo para profundizar sobre estas preguntas, pero la experiencia de Marconi podría servirnos como advertencia: cualquier agente que, vociferando sobre técnica, sociedad o política, sobrevuele la realidad y muestre escenarios organizados por el arbitrio del signo, es un agente enemigo de la historia, de la complejidad (podríamos decir, de la fricción) de su recorrido material, incluyendo sus sociedades e individuos. Una utopía no por su grado mayor o menor de irrealización sino por su olvido furioso del mundo.
Imagen de portada: Guillermo Marconi