En tiempos de conformismo es común encontrar aproximaciones no complacientes a la realidad. Requerimos imágenes que, cargadas de sentido, nos incomoden como espectadores: el arte imperecedero es el que inquieta, inquiere, no un caramelo inofensivo. El cine del británico Alan Clarke —una mirada cruda y reflexiva, sin concesiones, técnicamente innovadora— ensayó una genealogía y política de la violencia, y nos legó una poética audiovisual del caminar. Merece contar con relecturas múltiples. Gracias a los aciertos de la programación del noveno Festival Internacional de Cine de la UNAM se pudo apreciar en México parte de su filmografía (algunas películas pueden verse en YouTube). La valoración del cine de Clarke se ha visto filtrada por el hecho de haberse producido mayoritariamente para la televisión. Algunos festivales y museos han empezado a revisar su obra integrada por más de sesenta producciones entre piezas para televisión, largometrajes y cortos a lo largo de 25 años (el cineasta murió a los 54 años de cáncer). Alan Clarke realizó un cine de ficción despojado de manipulaciones melodramáticas, aunque sí solía jugar bajo esos códigos. Empleó técnicas documentales que confrontan al espectador con su comodidad e indiferencia frente al statu quo, para fomentar una toma de conciencia crítica. De clase trabajadora, Clarke fue minero y vendedor de seguros, entre otros oficios. Su labor audiovisual comenzó a mediados de la década de los sesenta con realizaciones para The Wednesday Play y luego Play for Today de la BBC (donde confluirían directores como Stephen Frears, Ken Loach, Lindsay Anderson o Mike Leigh), donde dirigió sólo tres filmes para cine. Artista radical, se preocupó por enunciar la injusticia padecida por grupos marginales de la sociedad británica y sus contradicciones. Perteneció a una generación de cineastas olvidados y silenciados, que buscaron explicar el capitalismo y sus desastres.
Poética del caminar
Es a partir de Made in Britain (1983), escrita por David Leland, que una acción tan cotidiana como caminar se convierte en columna vertebral de las producciones de madurez de Clarke a nivel narrativo y conceptual. Aquí por primera vez utilizó el steadycam para grabar a sus personajes caminando en largos e ininterrumpidos planos que dan la impresión de movimiento sin fin y energía incontenible, una práctica que sofisticaría desde entonces. En dos de sus producciones de 1987, Christine y Road, eligió el andar constante de sus personajes como eje del relato. La primera se trata de una adolescente de clase media baja adicta a la heroína que camina de un lugar a otro para repartir dosis en su barrio a consumidores tan jóvenes como ella. Un televisor siempre encendido en los espacios domésticos donde circulan o se inyectan los personajes es el elemento característico de estos hogares desamparados, sin adultos, donde los adolescentes sobreviven las lesivas políticas económicas del gobierno de Margaret Thatcher. Seres sin mayor agencia que decidir la droga con la que se intoxican —sea heroína, sea televisión— cargan la indiferencia de una sociedad que ni los percibe siquiera. En Road acompañamos a personajes que deambulan por una ciudad obrera del norte de Inglaterra. Basada en una pieza teatral autobiográfica de Jim Cartwright, asistimos a una película de diálogos y monólogos de mujeres y hombres que pertenecen a una clase social empobrecida, desempleados que se desfogan con alcohol y fiestas sombrías. La dirección de actores de Clarke destaca y su cinefotógrafo refulge en su manejo del steadycam (John Ward, el mismo que trabajó con Kubrick en Full Metal Jacket). Coreográfica, la cámara casi palpa a los personajes en sus recorridos y diálogos entre triviales y existenciales, entre cotidianos y surrealistas; los sigue impasible, a veces distante, en otras casi intrusivamente. Como en buena parte de su producción, en el caminar y la calle —sugiere Clarke— todo y nada puede suceder: así los desencuentros, las digresiones, las confesiones personales, en el transcurso del tiempo donde las personas se topan consigo mismas, sin escapatoria. Dos secuencias inolvidables: un monólogo de una mujer que camina por las calles vacías durante un largo plano secuencial y aquélla donde, al salir de una fiesta, cuatro de los personajes convergen en una casa en ruinas como tantas de esa ciudad fantasmal producto de la desolación capitalista.
La violencia sin fin
Tres de sus piezas más reconocidas versan sobre la violencia que ejercen y sufren los hombres jóvenes. La primera de ellas, Scum (1977/1979), representa las brutales condiciones de reclusión en una cárcel juvenil (vetada su transmisión por la BBC, el cineasta la rehizo para cine y la estrenó en 1979). En Made in Britain (1983), un principiante Tim Roth actúa de neonazi. The Firm (1988), con Gary Oldman como un empleado inmobiliario adicto a la furia hooliganesca, cierra esta trilogía sobre la violencia y el individualismo exacerbados en tiempos de Thatcher. Al tratar desapegadamente a sus personajes y no enjuiciar sus acciones Clarke ofrece al espectador un campo para reflexionar y evita la falsa identificación. Obra de vigencia indiscutible, Made in Britain es un retrato de Trevor, un skinhead de dieciséis años que por enésima ocasión fallará en la reeducación y reinserción que le imponen. Advertimos en un diálogo memorable con funcionarios del centro de rehabilitación que las instituciones del Estado son igualmente violentas e incomprensivas con la otredad; requieren obreros obedientes, que no se atrevan a pensar o sentir, mucho menos a rebelarse. Muestra de la sociedad británica del último tercio del siglo XX, puede leerse como un diagnóstico de sociedades donde persisten el racismo, la xenofobia y la discriminación. La risa desorbitada de Trevor al final de la película es inquietante, y causa escalofríos saber que detrás del surgimiento del odio en personas y comunidades subyacen tales contextos sociales, económicos, psicoafectivos, históricos y políticos. En Scum (1979) miramos violencia institucionalizada sobre cuerpos jóvenes de clases empobrecidas en una sociedad industrial en quiebra; se trata de un filme que desnuda los métodos represivos del sistema penitenciario británico, en particular de las prisiones juveniles (borstal). Peleas y abusos cotidianos, racismo, violaciones sexuales y suicidios marcan la vida de los internos, y acentúan las contradicciones de estos seres frágiles. La violencia sistemática acrecienta la violencia entre la gente. Los personajes, sin comprensión ni afecto, se enfrentan a un sistema carcelario hostil: además de la crueldad ejercida, las autoridades promueven el odio entre ellos. “Que se peleen entre sí, así no se organizan en contra nuestra” surge como explicación que puede extrapolarse para entender el control social en el mundo. La agresividad social —nos dicen las películas de Clarke— proviene de la violencia mayor del capitalismo sobre los cuerpos o como respuesta a la violencia del Estado. La historia de cárceles, escuelas, hospitales psiquiátricos lo atestigua así. En La firma (1988), la penúltima obra de Clarke, se profundiza su revisión de las distintas formas de violencia en las clases trabajadoras o aspiracionistas. Un tipo de violencia que, al contrario del discurso mediático-gubernamental, no era producido por jóvenes alienados de clases bajas sin educación, sino por varones clasemedieros cuya diversión de fin de semana era vejar personas y destruir bienes de los miembros de las bandas contrarias. Al hacer de la perpetración un estilo de vida, tal subcultura de crueldad es para Clarke un síntoma de la sociedad neoliberal creada por el gobierno británico del Partido Conservador.
De la violencia política
Fragmentaria y cruda, Elephant (1989) elabora la recreación cuasi documental de una serie de homicidios que ocurrieron en Irlanda del Norte durante los años álgidos de la guerra civil entre 1960 y 1990. La película fue filmada en las calles de Belfast en un tiempo aún crítico de los llamados Troubles, cuando más de 3,600 personas fueron asesinadas y más de 40,000, heridas (según Amnistía Internacional). El filme aborda la violencia política y nos obliga a acompañar a hombres anónimos en su camino para asesinar a otras personas también anónimas. Lleva a niveles magistrales el uso técnico y narrativo del dolly y la steadycam. La cámara sigue los pasos de los homicidas, a veces también de las víctimas. Hipnótica, nos lleva en largos planos secuenciales por la acción repetida de matar a un hombre, donde advertimos el ritmo demencial de unos cuerpos en su camino para segar a otros.
Testamento fílmico en contundencia y crudeza, no comenta ni contextualiza cada asesinato, pero nos permite percibir de qué lado está Clarke, un disidente consumado. La sucesión sin fin de la misma acción, la repetición, aunque en otros escenarios y personajes, habla de lo absurdo del asesinato en sí, sin importar sus motivaciones políticas o ideológicas. Esta radiografía inspiró la cinta del mismo nombre con la que Gus van Sant pensó la matanza de Columbine (Colorado, EUA). Dentro de sus reflexiones sobre la violencia ésta es la más radical: nos sugiere que en la repetición se gesta y reside la insensibilización, la anestesia ante la violencia, sea un neonazi, un burócrata, un militar, un hooligan quien la ejerza.
Relegada, como la obra de Peter Watkins, e influencia para cineastas tan diversos como Andrea Arnold, Paul Greengrass, Harmony Korine, Danny Boyle o el ya mencionado Van Sant, la obra de Clarke destaca por su diversidad temática y la crítica sostenida a las instituciones sociales. Sus interrogantes sobre los orígenes de la violencia social e interpersonal, producto de una estructura económica y política se centran en la que se ejerce contra quienes se consideran la otredad. Su cine edificó una estética de la violencia, indispensable para atender y entender al otro, sin prejuicios ni indulgencia, desde la posición de un testigo que escucha y comprende en tiempos sombríos.
Imagen de portada: Fotograma de Alan Clarke, Road, 1987. Catálogo FICUNAM 9a edición