dossier Daños Colaterales SEP.2018

Entrevista a Vivian Gornick

“No puedes salvarte a ti misma”

Isabel Navarro

Leer pdf

Vivian Gornick tiene 83 años y sigue siendo la hija de su madre. Probablemente porque no hay amor más feroz que el de una madre y una hija. Una relación compleja, entre la caricia y el mordisco, que no se acaba nunca. Cuando le digo que me encantan sus ojos vivísimos, azules e incisivos, subrayados por un lápiz (también azul), la escritora apenas puede escuchar el halago sino aquella voz (ese fantasma), que sigue diciendo a su lado: “Thanks God for her eyes!”. “¡Gracias a Dios por sus ojos!”, que era la frase dramática que repetía su madre cada vez que alguien se atrevía a elogiarlos. Me lo cuenta con una carcajada limpia y contagiosa. Vivian ríe a menudo. Su voz, de dicción limpia y teatral, no tiene ochenta años. Su voz, como sus ojos, no tiene achaques. “¿Te lo puedes creer? Después de aquello nunca me ha quedado un resquicio para la vanidad”. Una explosión sonora con una confesión implícita: aquellas palabras le siguen doliendo. En 2017, la editorial Sexto Piso logró un inesperado éxito con Apegos feroces, un texto escrito hace más de treinta años, donde madre e hija discuten y caminan por las calles de Nueva York, que mantiene una electrizante actualidad. Crítica literaria, feminista de la segunda ola y columnista del Village Voice en los años setenta, Gornick lleva décadas construyendo una obra híbrida, entre el ensayo y la memoria personal. Precisamente, el género, sin género, que en la última década ha dejado de ser una anomalía. Ahora se publica en español un título más reciente, La mujer singular y la ciudad, donde una Gornick menos feroz transita calles y memoria, a través de fragmentos de vida que, aunque les sucedan a otros, siempre nos hablan de ella misma y de su propia herida. La mujer solitaria se cruza con extraños, anota voces, lee libros, lee personas y, una vez a la semana queda con su amigo Leonard, que es gay y también vive solo. A veces van a un restaurante, a veces al teatro, o toman una última copa en casa del otro. Interpretan las decisiones ajenas con el prisma de la literatura: “Edith Wharton pensaba que nadie podía tener libertad, mientras que Henry James sabía que nadie la deseaba”. Ambos están instalados en el ejercicio virtuoso del diálogo inteligente. Se dicen la verdad con aspereza, pero no suelen hacerse daño. Tal vez porque mantienen entre ellos un amoroso desapego: “Antes todo el mundo parecía muy maduro —le dice Gornick a su amigo—, ya no. Míranos. Hace cuarenta años habríamos sido como nuestros padres. ¿Quiénes somos ahora?” “Ellos aprobaron, eso es todo —le contesta Leonard—. Entraban en un armario llamado ‘matrimonio’ con dos conjuntos de ropa, tan rígidos que se sostenían de pie. La mujer se ponía el vestido llamado ‘esposa’ y el hombre, el traje llamado ‘marido’, y desaparecían dentro de la ropa. Nosotros nos quedamos aquí de pie, desnudos, y suspendemos”. Vivian Gornick nos devuelve la fe en la conversación.

Vivian Gornick. Foto: Mitchell Bach


En Apegos feroces cuenta que su madre la presentaba a los desconocidos diciendo. “Ésta es mi hija Vivian: me odia”. ¿Era cierto? ¿Realmente la odiaba?

Sí y no. Me costó muchos años comprenderla. Y sólo cuando me di cuenta de cómo se veía a sí misma, pude escribir el libro. La mayor parte de mi vida la vi como una mujer dominante, que lo único que quería de mí era que saciara sus deseos y necesidades. No es que la odiara, pero crecí luchando contra ella… Sentía que competía conmigo constantemente, y creo que si Apegos feroces ha tenido algún éxito en el mundo es porque hay miles de mujeres que, aunque no lo digan, se sienten identificadas. En la familia es muy difícil ser una misma porque creces tratando de hacer coincidir quién eres con el mito que tienen sobre ti. Vives tratando de satisfacer expectativas. Mi madre nunca fue mi amiga, y no es que la odiara, pero reconozco que construí mi identidad en oposición a ella.

¿Cuándo murió?

Hace 15 años.

¿Y todavía habla con ella cuando pasea por Nueva York?

No, pero me la encuentro en todas partes, sobre todo en Madison Square Park. No creo que haya habido una sola vez en que haya pasado por ese parque y no la haya visto sentada en un banco. La reconozco… y entonces me acuerdo de que está muerta.

¿Cree que su madre estaba realmente tan enamorada de su padre o hizo de él un mito para justificar su depresión y su posición de poder en la familia cuando él murió?

Mi madre venía de una generación de mujeres para las que no había nada más que el amor. Quería que su vida tuviera un significado, es decir, era emocionalmente ambiciosa, y sólo tenía a ese hombre y ese matrimonio para sentirse alguien especial. En su mundo no había ni una sola mujer que estuviera enamorada de su marido. Ni sus hermanas, ni sus vecinas… nadie que tuviese ese tipo de matrimonio. Los querían, claro, y a veces incluso los deseaban, pero mi madre hizo un mito de su propia excepción. Un mito en el que nos sacrificó a todos los demás.

Y para usted, ¿qué significó ese mito?

Por un lado, crecí anhelando ese tipo de amor, es decir, lo que mi madre había logrado, y, por el otro, me repelía todo lo que representaba.

¿Por eso la amistad ha sido tan importante en su vida?

Claro. Cuando yo era niña, se daba por hecho que los vínculos que una mujer tenía con su marido y sus hijos serían las únicas relaciones importantes de su vida, que ésa era la esencia de la intimidad. Pero cuando el matrimonio se convirtió en una elección y no en un destino —en parte, gracias a las luchas de la generación de feministas a la que pertenezco—, cuando se quebrantaron las relaciones con la familia y algunas nos dimos cuenta de que no seríamos madres, la amistad se fue haciendo cada vez un vínculo más esencial. Para mí —y no es nada nuevo, ya lo decían los griegos— la amistad es la relación más importante de la vida, porque es en la que nos descubrimos a nosotros mismos. Me gustaría poder llegar a verme como lo hacen mis mejores amigos.

¿En qué se diferencia la amistad del amor?

En las relaciones amorosas te pasas la vida defendiendo tu posición frente a la del otro, somos territoriales y defendemos “nuestra verdad”. Hace poco iba por la calle en Nueva York y me crucé con una pareja joven, eran muy guapos los dos, tenían una pinta muy elegante. Y él le decía a ella: “Siempre es mi problema, nunca es tu problema”, que es una frase que raramente vas a escuchar en una relación de amistad. Cuando un amigo me dice que le he hecho daño —y créeme, he sido acusada toda mi vida de ser intelectualmente desdeñosa y de tratar a la gente con aires de superioridad— me lo tomo muy en serio. Lucho por escucharlo. Sin embargo, siempre que me lo ha dicho una pareja o un amante, además de no escucharlo, lo he rebatido.

¿Es el personaje de Leonard, ese amigo leal, brillante, sarcástico y homosexual, de su libro, una persona real?

Absolutamente.

¿Y qué opina del retrato que hace de él en La mujer singular y la ciudad?

Al principio estaba muy preocupado. Me contó que las tres primeras veces que leyó el libro saltaba de página cada vez que se encontraba su nombre. [Risas] Porque claro, la nuestra es una vieja amistad, profunda y muy voluble, que ha pasado por todo tipo de momentos (incluso nos hemos dejado de hablar). Pero nada más lejos de mi intención que ridiculizarlo o utilizarlo para quedar bien. Eso es algo que aprendí con Apegos feroces: si quieres ser un narrador fiable, no puedes salvarte a ti misma. Así que, por el bien de la literatura, y no de mi madre, en aquel libro hice todo lo posible por no aparecer como la víctima. Y lo mismo con mi amigo Leonard. No podía escribir una historia donde él quedase como un estúpido, o un mezquino, y yo fuera maravillosa. Sobre todo, porque no habría sido creíble.

Tengo la sensación de que para escribir necesita tener un interlocutor con quien dialogar. Que su voz narrativa se mide con otro que, de algún modo, también es un contendiente dialéctico.

Nunca me lo había planteado así, pero es probable que tengas razón. Pienso en una escritora inglesa que me encanta, Rachel Cusk. Ella también escribe desde un narrador en primera persona; en sus historias también tiene conversaciones y encuentros con otra gente, pero cuando la leo, siempre la veo sola. Y en eso es completamente distinta a mí: que estoy sola, pero hambrienta de la compañía de otras personas. 

Tal vez tenga que ver con su infancia en el Bronx, con esos bloques de pisos llenos de mujeres donde las puertas siempre estaban abiertas.

[Risas] Tiene que ver con el hecho de que soy una judía de Nueva York y Rachel Cusk es londinense. Soy una persona naturalmente gregaria. Necesito a los otros.

Tal vez no necesita proteger su intimidad porque aquella casa era invadida continuamente por vecinas y familiares.

En efecto. Y te puedo asegurar que yo misma también me he pasado la vida invadiendo el espacio personal de los demás. [Risas]

La escritora y psicoanalista Julia Kristeva dijo en una ocasión que quien no escribe, está enamorado o hace psicoanálisis, está muerto. ¿Suscribe esta afirmación?

[Carcajadas] Completamente.

Como buena judía de Nueva York, ha pasado largas temporadas en el diván. ¿Qué le ha dado el psicoanálisis?

Me lo ha dado todo. Mi generación tuvo que desmontar el paradigma cultural de nuestros padres para inventar algo nuevo. Pero esa demolición te deja sin un anclaje y el psicoanálisis me permitió establecerme en el autoconocimiento; me ayudó a entender cómo me he convertido en la persona que soy, a no hacerme daño a mí misma ni a los demás. O, al menos a intentarlo. Yo sí creo en la cultura terapéutica, en la cultura que honra cada esfuerzo por entenderse a una misma. Porque cuando comprendes por qué haces lo que haces, eres mucho más libre.

¿Y qué significa para usted el amor romántico?

¡Ay! Es un sentimiento maravilloso, emocionante, revitalizante, pero suele llegar con un precio muy alto. Te pone en una posición pasiva, esperando una llamada, esperando “algo” que no llega… En el amor siempre estás perdiendo. De joven creía que estaba dispuesta a renunciar al amor romántico por la militancia feminista. Pero tuve que tragarme mis palabras. Me casé dos veces y he derramado muchas lágrimas… Me parece que en el largo plazo, el amor romántico —o el erótico, que no es exactamente lo mismo— pierde su poder, que no es suficiente para sostener una pareja. Y sí, creo que es un tipo de relación mucho más complicada que la amistad.

¿Lo que sabe sobre la sororidad lo aprendió gracias a las mujeres judías, italianas, irlandesas y polacas entre las que creció?

En realidad, con ellas aprendí más estoicismo e ironía que sororidad. Las mujeres de clase obrera suelen crear vínculos con base en sus necesidades, no en su simpatía. Y lo hacen maravillosamente, no porque se gusten unas a otras, sino desde el reconocimiento de que todas son prisioneras de una misma guerra: la de la supervivencia. Así es como yo lo experimenté. Si alguien tocaba a la puerta, se daban automáticamente socorro, alivio y camaradería. Ésa es la esencia de la humanidad, la manera en que aquellas mujeres se ayudaban unas a otras. Con mucho silencio. Nunca nadie dijo en voz alta “mi marido es un monstruo”. Pero todo el mundo entendía que cuando pedías cierto tipo de ayuda, era porque tu marido era un maltratador. Y te ayudaban sin preguntar nada.

¿El feminismo tiene que ver con la sororidad?

No, porque el feminismo es un movimiento que surge para conseguir y garantizar los mismos derechos para las mujeres que para los hombres. El trabajo es lo que define la vida de las personas, por eso el feminismo tiene que ver con la justicia social, no con la fraternidad: para mí eso es distorsionar sus verdaderos fines. Cuando nos decimos hermanas entre nosotras es muy fácil acabar acusando a tu compañera de deslealtad. Y es bueno que dos mujeres compartan su experiencia, su percepción y su lucha, pero si no lo hacen, no pasa nada. Eso no las convierte en malas feministas o en malas personas. No es necesario que nos gustemos, yo lo único que quiero es un acuerdo justo para hombres y mujeres por igual. Ni más, ni menos.

¿Todavía se siente parte de la clase trabajadora? Se lo digo porque es un concepto que aparece a menudo en sus textos y sus entrevistas.

No… Nunca he olvidado que vengo de la clase trabajadora. Mis padres eran comunistas del Bronx, y crecí en el paradigma de la lucha de clases, pero ya no me pienso a mí misma en esos términos. Y no es que crea que la lucha de clases está desfasada, pero cuando empezamos a ser feministas, los comunistas no nos apoyaron. Al contrario, nos decían: “Cuidado, nos estáis dividiendo”. Nunca era un buen momento para hablar de lo nuestro y fue una decepción muy amarga para mi generación… Lo que sí es que soy muy consciente de que las mujeres pertenecemos a la misma clase que los negros y los homosexuales. De que, a pesar de todas las luchas y las conquistas de derechos civiles, seguimos siendo de segunda clase.

¿Cómo se vive en el país de Donald Trump?

La verdad, todavía no he conseguido salir de la perplejidad. Cuando se convirtió en presidente muchos de nosotros, millones, nos quedamos completamente desorientados. Mi país se convirtió de repente en algo que era incapaz de reconocer. Pero esta sensación tuvo una consecuencia positiva y es que muchísimos ciudadanos se politizaron de la noche a la mañana. Gente como yo, que jamás había prestado gran atención a las noticias políticas —porque vivo en la literatura, no porque no me interese la realidad— empezamos de repente a devorar el New York Times cada día y a hablar de política entre nosotros. En las últimas semanas 22 mil mujeres se han sumado a la Emily’s list [un comité que apoya a las candidatas demócratas explícitamente pro aborto (pro-choice)]. Así que ahora el país se ha despertado y ha surgido una resistencia y una implicación inimaginable que tendrá consecuencias.

¿Qué piensa del movimiento Me Too?

Es emocionante. Nunca creí que viviría para ver cómo las mujeres devolvían el golpe. Pero reconozco que tengo sentimientos encontrados al respecto. Por un lado, el acoso sexual es algo que las feministas nombramos por primera vez hace cuarenta o cincuenta años, pero que hasta ahora no se había tomado en serio, y me siento muy orgullosa de que, al fin, haya ocurrido.

Pero por otro…

Temo que estemos cayendo en una histeria social y en una atmósfera de venganza. No quiero que todos esos hombres pierdan sus trabajos y su reputación. No quiero que les corten la cabeza ni que sean humillados. No quiero que el castigo prescinda de la justicia. El problema es que el acoso sexual nunca se tomó en serio, y ahora toda esa rabia acumulada ha explotado. Durante medio siglo nuestras reivindicaciones no sirvieron de nada. Pero cuando empezaron a salir todos esos testimonios y acusaciones, reconozco que me quedé en shock: no me podía creer lo poco que habían cambiado las cosas entre los hombres y las mujeres desde que yo era joven. Pensaba que las relaciones habían evolucionado, que eran más igualitarias. A la vez, algunos hombres a los que quiero mucho están sufriendo por este tema. Tengo un amigo editor al que han acusado y al que jamás me habría imaginado en estas circunstancias. Y no quiero que sea humillado. Han pedido su cabeza, ha sido despedido…

¿Por qué cree que hemos llegado a este punto?

Entiendo que toda esa ira es consecuencia de una cultura de la violación con la que las mujeres ya no pueden más. El escritor James Baldwin decía que los oprimidos nunca se despiertan como santos sino como asesinos. Y el movimiento Me Too tiene que ver con esa ira. Por un lado, me aterroriza, y por el otro, jamás soñé con vivir un momento así. No sé si te acuerdas de aquel caso de principios de los noventa, cuando una mujer llamada Lorena Bobbit que había sufrido abusos, le cortó el pene a su marido. Me veo a mí misma en aquella época —y a otras muchas mujeres respetables—, haciendo chistes con una especie de risa culpable que tenía que ver con lo simbólico. Ella se lo cortó, la policía lo encontró, los médicos se lo reimplantaron y, finalmente, acabó como actor porno. Toda la historia era disparatada, como una escena sangrienta del musical Sweeney Todd. Y recuerdo aquella risa, esa alegría secreta que compartíamos. Y me temo que ésa es la intersección en la que conviven mis sentimientos y mis contradicciones. Que por un lado estamos nosotras y nuestra racionalidad; y por otro esa ira incendiaria y legítima de siglos.

imagen de portada: Nito, Depicting Women Equality.