Hace tiempo un amigo que acababa de cumplir 60 años me advirtió: prepárate para volverte invisible. Eso es lo que nos sucede, me dijo; de un momento a otro las mujeres dejan de notarnos. Desde entonces —todavía faltan algunos años para que mi disfraz de Hombre Invisible esté completo—, me voy preparando para la eventualidad de pedir un café y que la mesera no me atienda o incluso ser atropellado por la conductora de un autobús que no me vio mientras yo atravesaba el cruce peatonal. No creo, sin embargo, que alguien pueda estar preparado para desaparecer. Quizás porque, como escribió Pessoa (¿o habrá sido Rilke? —Aparentemente, el proceso de desvanecimiento empieza por la memoria—), morir es solo no ser visto.
Al escuchar el consejo de mi amigo, recordé el ejercicio de escritura que William S. Burroughs sugería a sus alumnos: dar un paseo a pie para recopilar lo que percibieran a lo largo del trayecto. “La versión original del ejercicio me la enseñó un viejo mafioso de Columbus, Ohio: ver a toda la gente en la calle antes de que lo vean a uno”. El recuerdo de esta lección, mientras escuchaba el consejo de mi amigo y me rascaba la cabeza, quizá reflejara mi anhelo por encontrar algo reconfortante en la hecatombe personal de dejar de inspirar cualquier tipo de curiosidad en una mujer y mucho menos deseo.
Otra versión del ejercicio es simplemente no dar ninguna razón para que alguien lo mire a uno. Tarde o temprano, no obstante, alguien lo verá. Intente adivinar por qué fue observado, ¿qué pensaba cuando su rostro fue visto?
En caso de que el rostro perteneciera a mi amigo, ahora transparente como vidriera, es probable que él estuviera pensando en una mujer o tal vez en los años transcurridos de la juventud y en el colágeno perdido. A lo mejor consideraba el hecho de que cerca del uno por ciento de la población masculina sufre cáncer de mama y de pronto decidió volver a casa con el fin de realizar su autoexploración diaria frente al espejo, como cierto personaje del escritor secreto Jamil Snege (Curitiba, 1939-2003) en la novela Vivir es nocivo para la salud (1998):
Tengo bellas mamas y nunca lo había notado. Pequeñitas, parecidas a las de una chica de doce años. Ahora que las palpo y las resguardo en el cuenco de mi mano, siento una súbita ternura por mis tetitas. Es curioso: pasar tantos años sin percibirlas, sin notarlas, simplemente porque no encajan en la imagen que tengo de mí mismo. Fue necesario llegar a la mediana edad para darme cuenta de que tengo tetas, compuestas de glándulas, ductos y tejido adiposo, recubiertas por aureolas y pezones.
Snege era brasileño, además de secreto, lo que en literatura significa lo mismo: ser secreto y brasileño. Su obra apenas se conoce en Brasil, donde nació y murió, pues la publicaba él mismo. Por lo tanto, el escritor decidió ser invisible, a pesar de que tenía el hábito de regalar sus libros —entre los cuales estaba Cómo volverse invisible en Curitiba, que enviaba de forma gratuita a sus lectores— en las secciones de avisos clasificados de los periódicos. Ya el protagonista anónimo de la novela, un arquitecto, se vuelve invisible debido a su hipocondría (el cáncer de mama, el crecimiento de la próstata, la envidia sexual del socio) y al infortunio: dirigiéndose al trabajo, atropella un bulto —oscurecido por la noche— en la carretera, y cree haber matado a un hombre. Como no presta socorro al atropellado, se queda sin saber hasta cerca del final que, en realidad, atropelló a un puerco. El trauma es sustituido por un alivio tan redentor que lo lleva a adquirir un rasgo visual, a parecer ruborizado, hasta que es visto por una mujer de la que se enamora:
No necesito esconderle nada. Al contrario: muestro mis piernas flacas, la piel descolorida, ese pelo largo y duro que de un tiempo a la fecha empieza a salirme en los hombros. Me gustaría que ella supiera que tres de los dientes con los que sonrío son removibles y lavables.
La segunda vida
No resulta sencillo llegar al punto donde no hay retorno, es lo que suelo elucubrar en mi condición de hombre pre-invisible. Al igual que yo, Seconds (en español, El otro Sr. Hamilton) de John Frankenheimer, cumplió 50 hace algunos años, en 2016. Parece prudente, en consecuencia, verificar cómo resiste el paso del tiempo una película que trata, justamente, de la crisis de la mediana edad masculina frente a las posibilidades abiertas por la contracultura estadounidense de finales de los años sesenta.
En la película, un banquero maduro de Nueva York, Arthur Hamilton (John Randolph), cansado de su tediosa vida suburbana al lado de la esposa y consciente de su propia invisibilidad, le encomienda a una misteriosa Compañía su muerte falsa por infarto en una habitación de hotel y una nueva identidad: un renacimiento. Después de pasar por varias cirugías plásticas que lo transforman en Tony Wilson (Rock Hudson), pintor exitoso de la Costa Este, es conducido por su nueva novia Nora Marcus (Salome Jens) a las juergas y orgías de su segunda vida en Malibú. Pero pronto Wilson se harta, pues no consigue dejar de pensar en la encarnación pasada o en los deseos nunca cumplidos que llenaban su existencia previa como Arthur.
La cinta tuvo una mala recepción en su estreno en el Festival de Cannes de 1966 y ni siquiera la postulación al Óscar a la mejor fotografía del veterano James Wong Howe sugería que podría salvarse del olvido. Mientras tanto, la mitología pop funcionó a su favor: después de su famoso brote psicótico, Brian Wilson, el beach boy, asistió a una de las primeras proyecciones de la película y, enloquecido, dedujo que el señor Wilson de la película era él mismo. El pavor causado por esa experiencia esquizofrénica ocasionó que el músico pasara más de veinte años sin regresar a un estudio de grabación, lo que quedó registrado en la historia de la cultura pop como el momento crucial de la caída de un artista talentoso pero, también, de forma más simbólica, de las ilusiones de toda una generación.
Vista como una relectura posmacartista del Fausto (y no faltan las alusiones luciferinas en los diálogos con el presidente de la Compañía, interpretado por un solapado Will Geer) o incluso como una denuncia contra el sueño capitalista del American way of life, la trama aborda de modo devastador ciertos aspectos de la juventud idílica prometida por la propaganda de la industria farmacéutica y la publicidad subliminal de las commodities más diversas, desde cigarrillos hasta automóviles, cuyo alcance tendría en las décadas siguientes avances impensables —científicos, filosóficos y existenciales— para el público que rechazó masivamente la producción de Frankenheimer en aquellos años sesenta.
Imagen y semejanza
En esa época, la cirugía plástica todavía hacía referencia a los resultados poco deseables conseguidos por el joven Dr. Frankenstein en sus experimentos, lo que imposibilitaba pensar en el uso cosmético y médico de hoy en día. Los trasplantes de rostro en pacientes heridos de gravedad no pasaban de ser una ficción científica. Lo mismo sucedía con las reposiciones hormonales para combatir la andropausia. Tony Wilson anticipa el rechazo sufrido por prácticamente todos los pacientes que recibieron un trasplante total de rostro. Es notable cómo la piel es crucial para el nacimiento, y también para la transparencia progresiva que se desarrolla a partir de la mediana edad, metaforizada en el “renacimiento” propuesto por Seconds. “Hágase a mi imagen y semejanza.”
Desde el principio sucede así. El hombre descubre su propia piel, accede a ella, por el tacto, en dos ocasiones en su vida: en la adolescencia la limpia del acné, estira el cuero del pene en sesiones furiosas de masturbación. En la madurez (en el caso de mi amigo invisible de allá arriba y, dentro de poco, en el mío), vuelve a la piel al darse cuenta de cómo se separa de la carne y se convierte en pellejo. Cómo desaparece bajo la capa de la invisibilidad. Las inyecciones de silicona y bótox deforman la flacidez que termina por transformarnos en otro, en alguien que se derrite delante del espejo. Al hacer esto crea la horda de monstruos que habita las ciudades, personas que pertenecen a una enorme y singular familia: las víctimas del vicio de las cirugías plásticas (¿del vicio de la juventud?). Gente que tiene el mismo rostro prefabricado, escogido en algún catálogo de clínica genética.
Después de arrepentirse de la liberalidad vacía de su vida de artista al lado de la exuberante Nora (ella misma una renacida), Wilson regresa al suburbio donde vivió como Hamilton y se presenta ante su antigua esposa (es decir, su viuda) como amigo del marido fallecido. Finge que le gustaría conocer mejor las aspiraciones de Hamilton, pues admira sus acuarelas, a pesar de ser poco profesionales, y desea tener una como recuerdo. El primer choque se da al descubrir que la viuda se deshizo de todas sus cosas y transformó su antiguo estudio en una sala de estar. Escucha la descripción hecha por la esposa de Arthur con la franqueza típica de un desconocido:
Era un buen hombre, pero vivía aquí como un extraño. Lo que más recuerdo de él son sus silencios. Luchó mucho por lo que le enseñaron a desear y, cuando lo consiguió, se confundió más y más.
Y la viuda concluye: “Arthur murió hace mucho, mucho tiempo antes de que lo encontraran en ese cuarto de hotel”.
En sus comentarios sobre Seconds en el documental The Pervert’s Guide to Ideology (Sophie Fiennes, 2021), Slavoj Žižek considera que Wilson, al fracasar en el intento de renacer,
vive en un ambiente totalmente nuevo, tiene una nueva profesión y nuevos amigos, etcétera. Lo que permanece igual son sus sueños, que le sirvieron a la Compañía para proporcionarle una nueva existencia.
Mi rostro reflejado en la pantalla de la computadora se sobrepone al de Žižek e intento reconocer el rostro del adolescente que lo habitó: desapareció. Ahora ocupa el reflejo un casi viejo, casi gordo, casi muerto (la mitad de la vida, ¿no es esta la causa de la crisis?), un hombre cuya apariencia extraña se parece a la de un pastor de cabras mongol en el exilio, calvo, de barba gruesa, con una nariz casi nula que apenas comienza a existir; el pelo se fue hace mucho. Jalo la piel del antebrazo. Está opaca, poco resistente: parece que se va a desprender del hueso y que mi esqueleto llegará desnudo a la línea de meta, desnudo e invisible.
Y, sin embargo, son sueños equivocados —dice la cara de Žižek, volviendo a ocupar el lugar de la mía— que reflejan la ilusión consumista de nuestra sociedad.
El filósofo esloveno también se debe parecer muy poco a la foto 3x4 del joven de su primera tarjeta de identificación. Mal reconocería sus sueños de ese entonces, si es que acaso se acuerda de ellos.
El comienzo del fin
Además de la “distopía marxista” de la visión de Frankenheimer (en la época de su lanzamiento, el cineasta declaró en una entrevista que la película protestaba contra “la creencia de que todo lo que se necesita en la vida es ser exitoso financieramente y contra el absurdo de creer que debemos ser eternamente jóvenes”), la narrativa de la crisis de la mediana edad como punto de inflexión existencialista adquirió en las últimas décadas el pathos que alimentó a los mejores teledramas del periodo, como The Sopranos, Mad Men, Breaking Bad y Better Call Saul, apoyándose en el protagonismo de unos cincuentones puestos a prueba en situaciones límite: Tony Soprano, rey destronado y anacrónico frente a la decadencia del clan; Don Draper y su desesperada búsqueda de afecto en el sexo; el enfermo y fracasado Walter White y su redención a través del crimen; Jimmy McGill y su “renacimiento” como Saul Goodman.
Tony Wilson, al sentirse decepcionado con su segunda vida, al enfrentarse a nuevas frustraciones, regresa a la Compañía. Conversando con el viejo presidente, este lamenta que no haya conseguido realizar sus sueños. Wilson piensa que quizá no tuvo ningún sueño, pero le gustaría tomar sus propias decisiones en el próximo renacimiento: no soporta la pérdida del libre albedrío. No sabe que su cuerpo servirá ahora de cadáver sustituto de un nuevo “renacido”. Entonces, el viejo presidente de la Compañía le dice que “la vida se construye sobre deseos”, las mismas ilusiones sugeridas por Žižek, sueños equivocados, impulsados por el poder. En la mesa de operaciones en donde se simula su muerte en un accidente automovilístico, Wilson cumple por fin su sueño, la ilusión que nos hace continuar vacíos hasta el último instante, simple reflejo que surge en el reflector quirúrgico: muestra la imagen fuera de foco de un hombre adulto que carga un niño en los hombros, jugando en la playa. La infancia.
Y es aquí, en el momento de morir o de hacerse transparente, cuando se alcanza aquel punto sin retorno mencionado por Kafka en un aforismo, el punto donde uno se encuentra con Peter Pan, en cuyo primer párrafo nos recuerda que las personas siempre saben, cuando tienen dos años, que “dos es el comienzo del fin”. Un poco antes del fin, sin embargo, la legión de los Snege, los Hamilton, los Wilson, los Tony, los Draper, los Walter, los Jimmy y los Saul necesita, al igual que mi amigo invisible a los 60 años, adquirir su propia e intransferible invisibilidad. Y también, como le encanta decir en tono de provocación a cierta amiga mía, una psicoanalista reichiana, alcanzar la perfección de coger como una mujer, y no con una mujer.
Imagen de portada: Fotograma de la película Seconds, de John Frankenheimer, 1966