Cada año nuevo, a la hora de comer las doce uvas, en lugar de pedir deseos o formular propósitos, me repito doce veces la palabra ritmo. Es un ritual personal que desde hace más de treinta años me salva del engorro de diversificar mis apetitos una docena de veces, ya que, en mi opinión, en el ritmo está todo a lo que puedo comprometerme y todo lo que puedo desear: belleza, disciplina, placer, amor y por supuesto escritura. Es fácil enunciarlo y difícil desarrollarlo. Tengo la certeza de que comenzó como una intuición prenatal que he intentado racionalizar (tal vez erróneamente) a lo largo de los años. Lo resumo groseramente diciéndome que si en el arte hay proporción —y a veces áurea— también en la vida de todos los días debe haberla. El colmo de esta fijación es intentar no concebir a la misma respiración como algo dado, gratuito, que sucede a pesar de mí. Entiendo que la meditación, entre otras cosas, es precisamente eso: la conciencia de esas fases (¿pasivas?) de la respiración que son aspirar y espirar. Me queda claro que no se puede vivir en perpetuo estado de meditación, pero tampoco me resigno a su perpetuo olvido. Por eso salgo a correr un poco todas las mañanas, para recordarme que la inhalación y la exhalación también pueden ser la construcción activa de un ritmo. No olvidarme de mí en un trote complaciente, sino empujar, forzar un poco la máquina, establecer una pauta a voluntad. Dicha base rítmica, en el acto de correr, contagia al flujo del pensamiento y de repente soy un beat, un tiempo en el que confluyen zancadas, ideas y latidos. “¿Oyes el diapasón del corazón?”, se pregunta López Velarde con una rima interna que bate como un tambor. Ejemplos hay miles: a mí me basta con saber que, afinando el oído de ser (valga la expresión), en todo hay una sístole y en todo hay una diástole, es decir que en todo hay corazón. Correspondencias, ecos, pautas, patrones: el mundo natural es la matriz del ritmo y la simetría, tal y como puede atestiguarse en una simple hoja de hierba. Y, claro, para quien se dedica a componer, la vida toda es un pentagrama. La escritura (no sobra decirlo porque muchos lo olvidan) es también una composición que suena, y tiene una herramienta retórica, la prosodia, que se ocupa de estudiar sus fenómenos melódicos, sus acentos, sus tonos y duraciones. Pero no se necesita ser un especialista para percibir los ritmos de la expresión hablada y escrita ni para detectar, con un poco de atención, nuestra tendencia a hablar en octosílabos. “Con un poco de atención” es un octosílabo, y “nuestra tendencia a hablar en octosílabos” es un endecasílabo, que también usamos mucho. Se cuenta que Juan José Arreola pescaba un endecasílabo en la mañana y con ese metro daba su clase en la universidad, sin fallar una sola vez, aceitado el mecanismo rítmico por el hecho de haberse desplazado en bicicleta y pedaleado sílabas y acentos una y otra vez, cíclica, virtuosamente. Escribe Gabriel Zaid: “Cuando la prosa corre de manera natural, nadie se detiene a leerla como si fueran versos, haciendo las pausas forzadas por un semáforo que no existe. Y nadie se da cuenta. Apoyado en esta inadvertencia feliz, Daniel Sada escribe novelas en verso como si no existiera el reglamento de tránsito”. Pero no es cierto que nadie se dé cuenta, hay oídos aquí y allá que de inmediato detectan metros, pausas, combinaciones. De hecho, entre poetas está mal visto (aunque esto apenas sucede ya) que midan versos tamborileando con los dedos, pues se supone que ya traen el reglamento de tránsito en la cabeza.
¿Pero qué es el ritmo? No podemos responder, parafraseando a San Agustín, que sabemos qué es, pero que, si nos preguntan, no sabemos. Mi muy subrayado Diccionario de retórica y poética, de Helena Beristáin, dice: “El ritmo, en general, es el efecto resultante de la repetición, a intervalos regulares, de un fenómeno”. Hay ritmo en una serie de postes de luz, e incluso, para volver al ejemplo de Zaid, hay ritmo visual en la alternancia de las luces del semáforo. Beristáin abunda en tipos de ritmo: físico (remar), fisiológico (el latir del corazón), natural (la marea), artificial (música y poesía). En poesía, el ritmo puede ser cuantitativo, si es producido por la aparición periódica de los pies métricos, o cualitativo, si resulta de la repetición de los acentos, “como en el sistema español que, sin embargo, a veces parece fluctuar entre ambas formas”. Medidas y acentos trenzándose: puro ritmo. La teoría se pulveriza cuando bailamos, pero ahí está el ritmo, en la repetición de nuestros movimientos y, también, en su pautada intensidad. De alguien tan rotundamente cerebral como Valéry me gustan estas líneas: “Quizá la división que solemos hacer de las relaciones de tiempo es insuficiente. Nos limitamos a lo sucesivo y a lo simultáneo. Pero hay una intuición intermedia entre éstas. Es la intuición del ritmo”. La palabra clave, rara en él, es intuición. Y sí, los momentos se suceden, y pueden ser distintos, pero la sucesión “no puede tener lugar sino de una sola manera”, porque si la tuviera de diferentes maneras, no habría ritmo. Salvo para algunos roedores de cubículo, estas definiciones no sirven de mucho, y suelen ser más explícitos unos bongós que cualquier diccionario. No obstante, hay quienes, como yo, sienten una ligera ansiedad al saber que están ejecutando algo que no pueden apresar del todo, que sólo intuyen. En una greguería, Ramón Gómez de la Serna dice que el mar es la rotativa más antigua del mundo, pues tira periódicamente el diario La Ola. Aunque podemos sentirnos tentados a aceptar esa imagen (Bloom dice que el significado de un poema no puede ser más que otro poema) como la mejor definición de ritmo, vale preguntarnos, a contracorriente, si hay ritmo sin repetición. La improvisación en jazz, ¿de verdad es arrítmica? Canónicamente sí, y el jazz está orgulloso de romper pautas, pero no es huérfano de metros y su pentagrama, aunque impredecible en la improvisación, no es ruido ni caos. Hay algo ahí, tal vez un semáforo libérrimo (negándose a sí mismo), tal vez un patrón que, de tan distanciado, es apenas distinguible; o tal vez, sencillamente, otra manera de hacer música sin ritmo. No me corresponde ni puedo elucidar mis propias dudas con seriedad, y me temo que siempre regreso (regresar es una faceta del ritmo) a esta aseveración de Ezra Pound: “La convicción del autor en este día de Año Nuevo [¡feliz coincidencia!] es que la música comienza a atrofiarse cuando se aleja demasiado de la danza; que la poesía comienza a atrofiarse cuando se aleja demasiado de la música”. Mi sangre y yo compartimos esa convicción, pero es imperativo completar la cita: “Esto no debe implicar que toda buena música es bailable o que toda buena poesía es lírica”. Correctísimo, y hay un entrecomillado más: “Bach y Mozart nunca están lejos del movimiento físico”. Ni Thelonius Monk, agregaría yo, cuyo apodo era Melodius… ¿Por qué este apego a un ritmo decididamente clásico, digamos, de “chun ta ta”? Porque a pesar de que casi todo en nuestra vida es repetición y ciclo (y no se entienda, por favor, la idea de repetición como un concepto de resignación y costumbre, como si respirar fuera burgués), éstos son acallados por un medio ambiente simplemente ruidoso, un desconcierto literal que va más allá de la saludable torre de Babel, que es estridencia vacía y manotazo, gente hablando a claxonazos, a puro ripio, cacofonía y monólogos simultáneos que no saben hacer pausas para escuchar, detenerse y entender el fraseo del pensamiento y los movimientos del otro; si estuviéramos bailando esto sería un perpetuo slam. Y yo bailo como un derviche ligeramente alucinado pero me gusta hacerlo con espacio y oxigenación y, sobre todo, disfrutando a quien baila frente a mí con ritmo propio pero de alguna forma encadenado al mío. Conversando, pues, con la cintura y con un eros que jamás podría nacer a puros empujones y trancazos —o desde una gélida, temerosa inmovilidad—. El ritmo es seducción y contagio, tiene una fuerza de atracción implícita que muchas veces, ay, nos olvidamos de hacer explícita y entonces solamente vamos por ahí, en la devaluación del hip-hop que sí somos. Marina Tsvetáieva escribió, famosamente, que si este mundo es cristiano, todos los poetas son judíos. Quiero apropiarme de su magnífico dictum para agregar que si este mundo es estridente, todos los poetas deberíamos ser, un poco, Celia Cruz. Exagero, pero no tanto, y no sé bien a bien cómo explicarme. Carezco en absoluto de una nostalgia de la canzone y odio mis propias rimas cuando las malditas me asaltan. Envidio a los poetas antisublimes que no creen en la danza y cuyo escepticismo es ya su pica en Flandes, desengañados, inteligentes y siempre tan cool en una esquina de la fiesta, fumando un cigarro tras otro, mientras yo me desdoblo, facilote, con el primer reguetón. ¡Pero no puedo no moverme! ¿Cómo negarle a mi cadera lo que dicta? ¿Cómo hacer caso omiso de la diosa negra? No puedo componer música, pero la traduzco bailando. Además de eso, como obseso del ritmo, tengo unas buenas dosis de poesía para leer y escribir, bien o mal. La poesía preserva, dentro de sus formas, las dinámicas de la voz hablada, ya que es en esencia vocal y hermana de la música. Como tal, es un modo performativo milenario, anterior a la prosa, que aún conserva unos poderes adánicos que sólo comparte con la música. Me gusta pensar que, en la hora de su muerte, Sócrates recurrió al canto, y que Wittgenstein aspiraba a que su Tractatus fuera mejor escrito en verso. En todo buen poema se percibe una energía originaria, chamánica, una voz que trasciende a la de su autor y que se suma a los sonidos y pulsos del mundo: eso es el ritmo, savia y sangre circulando en el cuerpo del planeta e intuyendo, en sus giros, algo, una profunda verdad, acaso una fórmula o secreto, una fuente de belleza. Es por ello que, para mí, la fruición de construir, de levantar, de crear un artefacto verbal no tiene igual. María Zambrano se pregunta: “La matemática sostiene al canto. ¿No tendrá la poesía también su trasmundo, su más allá en qué apoyarse, su matemática?”. Por supuesto que la tiene y es un álgebra cachonda, erotizante, cuajando en ecos y adiposidades, atrayendo, rechazando, siempre en movimiento y con una actividad sonora —y visual— tan intensa que podría enloquecernos. Un solo encabalgamiento niega al verso ortodoxo y lo jalonea hacia adelante, pero antes nos deja suspendidos al final de la línea, durante un nanosegundo que es un pasmo físico y metafísico, como quien llega al borde del abismo, se asoma, siente su fuerza de atracción, se deja ir ligerísimamente y luego da media vuelta y regresa, para volver a empezar. Aquel acento de Góngora en las us de “infame tUrba de noctUrnas aves”, que emula el ulular del búho, es un endiosado prodigio rítmico, como si el poeta pudiera, con pura sonoridad, echar a volar una parvada en la noche. No habría daimon poético sin ritmo, el poeta lo sabe y en muchas ocasiones, más que el artífice del texto, es nada más su apuntador, consciente de que aquella música viene de más allá, de las esferas tal vez, pitagóricamente hablando. La NASA nos informó hace años, por cierto (y ante nuestra escasa sorpresa), que los cuerpos celestes sí producen sonidos armónicos. Son ondas aproximadamente trescientas veces más graves que los tonos audibles para el oído humano, con una frecuencia de cien mil hertz en periodos de diez segundos. Imaginemos esa partitura cósmica, ese concierto universal que a su manera vibra en las montañas y en las alas de la libélula. Un trombón colosal nos dicta un ritmo, sepámoslo o no: está en el respirar y el caminar, en la absoluta simetría del “Hombre de Vitruvio”, en el delirio fractal de los cristales, en el núcleo supracismático del hipotálamo (que gobierna los ritmos circadianos del dormir), en la británica puntualidad de las floraciones, en las imantaciones de la luna, en la masiva migración del ñu, en los paréntesis de cummings, en el trueno que es hijo del relámpago, en el cambio de piel de la serpiente, en las canas de mi padre, en la cintura del reloj de arena, en los cuartetos para cuerdas de un Beethoven sordo, en los vertiginosos anillos de Saturno, en la perspectiva curvilínea del Dr. Atl, en el exoesqueleto de los artrópodos, en el ojo de la mosca, en la melodía sincopada del coito, en la monda y lironda circularidad del embarazo, en la certeza de la muerte.
Pero el mundo también hace ruido, rompe el ritmo, la tradición parece llegarnos en escombros, la música ya no quiere ser melódica ni los poetas cantar. Impera una estridencia glosolálica. Cierto, pero nada de eso contradice la existencia de una pauta o golpeteo original que, sospechamos, precede al Big Bang (George Steiner habla de un sonido blanco, o hiss, que siempre ha estado ahí y que es la razón de nuestra tristeza y melancolía). Si el ritmo convive con su némesis (el desequilibrio y la falta de regularidad), ¿no hay también en esa tensión una especie de compás que apenas nos es dado concebir? ¿Qué es aquello que se viene repitiendo desde el principio de todo? La existencia misma es un triunfo del orden sobre el desorden, me digo a manera de respuesta: sin ritmo ni siquiera seríamos, y ese tam-tam indígena que viene resonando a lo largo de los milenios es el motor que nos sostiene, que impide que el multiverso se pulverice en nada. La evolución ha dado forma, a lo largo de millones de años, a la perfecta, sencilla ovalidad de un huevo, palabra que en italiano, uova, a Joseph Brodsky también le suena ovalada en su poema “Ab Ovo”, y que le lleva a pensar en el signo del infinito, cuyos ceros inmaculados “jamás romperán su cascarón”. En unos cuantos versos, el poeta brinca del significado al significante, de éste al infinito y de regreso al huevo por vía de una acrobacia sináptica que implica al ojo, al oído y a la intelección que dirige la orquesta entre ambos. Estamos ante un mambo cósmico de alcances macro y microscópicos que sólo puede darse por vía del ritmo, ya sea natural o artificial, ya sea un titánico yin-yang o aquellas resonancias que el poeta, pluma en mano, atónito detecta. Hay que tener oído para el ritmo y procurar ser tres: piano, pianista y autor. Y no en una sala de conciertos, sino al caminar todos los días, piano, pianista y autor. Eso me digo yo mientras respiro e intento no olvidarme, sino ser a voluntad, mientras aporreo mi teclado.
Imagen de portada: Grabado decimonónico que ilustra una danza de la Edad Media, ca. 1819. Fuente: The New York Public Library. Digital Collections