Si quedarse resolviera algo, ¿sabes? Nos hubiéramos quedado en Venezuela —me dijo.
Ahí me cerró la puerta y ya solo escuché el tacatá de la maleta mientras la bajaba por la escalera. Mi “ex”: no me lo podía creer. Pensé: me ahorco con la bufanda de cuadros, en la puerta, como el actor este gracioso; mi familia iba a acabar entendiéndolo: Dios, o el destino, o algo. Pero lo cierto es que no tenía fuerzas para quitarme la cabeza de la perra de encima; a lo mejor si no hubiera estado roncandito, tan poquita cosa. Total, que solo me quedé ahí sentada, llorando en el sofá, sin saber ni qué día era, y sintiendo lástima por mí misma, que había ido al ambulatorio para que me dieran algo para el dolor de cabeza, y me habían devuelto a casa con unos papeles que ponían que no podía trabajar porque tenía depresión, y algo de que me tomara unas pastillas con nombres de nave espacial.
Mis papás me habían dicho que no me casara. Que era muy joven, que los divorcios eran peores que un policía con el pipí chiquito; pero yo tenía los papeles ahí, muertos de la risa haciendo nada, media familia ya en España; y vivía con un novio que llevaba tres años diciéndome cosas bonitas, como que todos los días daba gracias de que yo me hubiera fijado en él. Y lo de irnos ya lo habíamos decidido, hacía rato, todos los que teníamos pasaporte. Claro, es que cómo le haces entender a la gente de aquí que un día te gastaste la nómina entera en mayonesa, no para ti, para ver si la podías truequear por otra cosa, porque nadie quería dinero que a la semana siguiente iba a valer la mitad. Y, eso, que el mucho circo y poco pan habían acabado por hacer que las gentes estuviéramos dispuestas a matarnos por un pollo o un desodorante, si hacía falta. Hasta el día en que me escoñeten la nevera los bajones de luz, me decía a cada rato un primo que, al final, por cierto, vendió la nevera para que la usaran de ataúd de uno ahí del barrio. Si es que me acuerdo de estar sosteniendo la medalla de graduación y pensar que, a lo mejor, alguien me la truequeaba por la pipeta del perro. Y el perro ahí con su pulguero, rojito y desesperado, como casi todo en ese país.
Cuentos así nos aguaban mucho los amores a la gente de andares tropi-tristes que nosotros fuimos siempre; una gente que, hasta encontrarse, no había imaginado que se podía tener algo que le diera auténtico terror llegar a perder. Recuerdo que hubo un día que me fueron a robar en una camioneta los mismos nenés que me habían robado la semana anterior. Y el asunto me hizo una gracia un poco demasiado impropia, la verdad. Cuando me puso el puñal en la cara, lo miré y le dije: papi, tú mismo me robaste el otro día, todavía no me he podido sacar ni la cédula. Y me dice el muérgano: ah, bueno, nos vemos otro día, pues. En la noche fue que me di cuenta de la suerte que teníamos de estar cogiendo sin saber lo que se sentía tener un cuchillo dentro de uno.
Cuando ya no escuché más la maleta, fue que me puse a llorar en serio; y como no supe usar el cuerpo para levantarme e ir a por la bufanda, me dio por ponerme a sobar a la perra y a pensar en el día en que le había propuesto al tipo este que nos la jugásemos en España juntos. Al cuento lo llamábamos “el de los zapatos”. Habían matado a uno que venía saliendo de un banco: un tiro en la cara para quitarle un sobre que llevaba, que se ve que lo estaban cazando. Pasó todo muy rápido, y muy demasiado cerca de mí. Yo vi los pedacitos de cabeza del señor y su charco rojo que se iban acercando adonde yo estaba. Me acababa de bajar de la camioneta y se me habían cruzado con la moto, le dispararon, agarraron el sobre y se fueron. Y ante ese tremendo espectáculo de cosas feas, yo solo conseguí pensar en mis zapatos. Eran los únicos zapatos con los que podía ir a trabajar porque había que lucir “empresarial”. Los zapatos que había truequeado por azúcar y creo que una gorra porque, de comprar, el dinero era para comer, y apenas. Había tenido suerte de que la hija de mi amiga hubiera justo terminado el colegio y no los necesitara más. Pensé, con toda mi calma, que si me los manchaba de sangre y restos de cráneo, pues ya no los iba a poder usar. Y es que solo eso me faltaba. Y, entonces, ya que me volvió el color a la cara, supongo, algo en mí se murió un poquito: nunca había podido ver con tanta claridad a mi monstruo, podrido de miseria, al que le importaban más unos zapatos que un señor muerto al que bien hubiera podido haber llamado “papá”.
Sacábamos a pasear el cuento casi siempre que algún fresco quería venir a preguntarnos que si no sentíamos culpa, o algo, por haber dizque dado la espalda a un país que necesitaba gente buena y dispuesta a pasarla mal antes de poder salir adelante. La verdad es que, alguna vez, después de haber estado ya un rato en España, sí que sentí un “o algo” de esos. Como cuando el del trabajo me dijo que, si a mí me ponían de coordinadora, me iba a ganar un enemigo contra el que no iba a poder pelear; que él no iba a estar escuchando sugerencias, mucho menos órdenes, de una “gorda venezolana” que no se merecía ni el puesto que ya tenía. O, también, ese día en que la policía me fue a tocar la puerta de la casa. Era por San Juan, que en Cataluña celebran con petardos, como llaman aquí a los triquitraque. Ese domingo, los niños del barrio decidieron llevarse los petardos hasta mi calle y jugar al tiro al blanco con mi balconcito del primer piso; y con tan buena puntería, que dos de cada tres aterrizaban justo en la ventana. Y yo: se va a estallar el cristal. Y el perro que parecía una maraca: los dos ahí, atrincherados, sin aire acondicionado y con esa solísima ventana que tenía el piso con los manchones de pólvora o lo que fuera que tienen los petardos para hacer pum.
Y yo claro que salí a decirles a los niños que se fueran y, naturalmente, se envalentonaron más: ahora me lanzaban petardos, piedras y me llamaban “sudaka de mierda”. Entonces, pues, creo que hice lo que cualquiera hubiera hecho: llamé a la policía. Y la cosa fue más o menos así: tal, dígame. Y yo: mire, que unos niños están lanzando petardos y piedras a mi balcón. Que tengo miedo de que se queme algo o me entren por la ventana y tal, que ya había intentado hablar con ellos y la cosa se había puesto peor. Y le doy la dirección, y el tipo me dice, con una velocidad que hace pensar en asuntos más serios, que ellos no me podían mandar patrulla hasta allí. Y yo: como por qué, si la estación de policía estaba a 2 kilómetros como mucho, si yo le pasaba todos los días por el frente cuando iba a trabajar con la bici. Y me dice el hombre, ahora sí, con una pausa que medio parecía de persona: es que vive usted en un barrio complicado. Que si nosotros evitamos intervenir en disputas con gitanos, y no se lo recomiendo a usted, señora. Cierre las puertas y ventanas, que ya acabarán por irse cuando usted deje de prestarles atención. Y yo, horrorizada: no entiendo, me van a quemar la casa ¿y usted me está diciendo que no van a hacer nada? Y el tipo: señora, no exagere, no le van a quemar la casa. Le recomiendo que hable usted con el representante gitano de su comunidad para ver si puede hacer algo por su situación. Y yo no pude más. Le colgué al muy sumadre, me entró la locura que solo le entra a la gente cuando las injusticias son grandes, y salí al balcón a gritar y a pedir ayuda, señora histérica total. Que a lo mejor si la gente se comenzaba a asomar de otros pisos, al menos los niños estos se espantarían. Pues no. Lo que sí: a los minutos llegaron dos hombres que, supongo, serían familia de los niños, porque lo que hicieron fue unirse al corito anti-sudaka y comenzar a lanzarme basura que había por la calle. Y yo, hecha una maraña, cogía la basura y se las lanzaba de vuelta. Fue entonces que, por casualidad, supongo, bajaba una patrulla de policía por la ronda. Ni modo, les tocó parar; y allí fue que comenzó lo verdaderamente chimbo.
Se bajaron dos policías, un hombre y una mujer. Que qué pasaba y tal, que cálmese todo el mundo. Y yo con la saliva en las tetas y basura en la mano. Me dijeron que subían a verme y abrí la puerta. Les dije que ya les había llamado y que me habían mandado a freír, que entraran para que vieran cómo iba el balcón, y a ver si resistían cinco minutos en el piso cerrado con la madre calor que hacía. Y la mujer: mire, cálmese, usted está de okupa, ¿no? —Y aquí algo me dolió en algún lado— Porque si usted está de okupa, no le conviene que la policía esté aquí. Y yo la miré, sin saber qué pensar. Le solté un “no” como pude, y le atajé: ¿Por qué cree que estoy de okupa? Y la mujer, que no lo pensó, supongo: no, por el acento y por la zona. Y yo, que tenía la rabia triste de la gente que ha hecho demasiadas cosas para que le firmaran demasiados papeles, le escupí estas aladas palabras: si vols, parlem Catalá.
De ahí me pidieron ver el contrato de alquiler y mis papeles. Se los mostré: Bueno, señora —me dice ahora el tipo, mientras la mujer estaba pasando las páginas del contrato— usted tiene que saber que vive en un barrio chungo, y en los barrios chungos van a pasar estas cosas. No sé por qué usted está alquilada aquí, pero considere mudarse. Que esas cosas iban a seguir pasando, y tal. Y yo: esto es todo lo que puedo pagar. Y la mujer, que ya me había chismeado el contrato: aquí dice que usted paga 400 al mes. ¿Qué? ¿Usted no trabaja? ¿Vive sola? Y yo, con voz de robot, supongo: que mi marido y yo trabajábamos para nosotros y para poder mandar a Venezuela, que si los trámites, que si la familia que no tenía ni agua limpia para bañarse. Yo que era profesora y hacía treinta horas por semana y porque no había conseguido nada más; y él, que estaba comenzando con un trabajo de repartidor, apenas. Que no llegábamos a 1200 al mes entre los dos y que, para poder mudarnos, teníamos que ahorrar suficiente para una fianza. Y me dice el hombre: Mire, nosotros ya se lo dejamos claro. Si usted ahora pone una denuncia o hace algo, igual va a tener que mudarse, porque ellos no van a parar de estar detrás de usted, es más: irá a peor. Intente buscarse un mejor trabajo, o pida ayuda a su familia.
Me acuerdo que me empecé a reír triste. Les pregunté si me podían poner eso por escrito en algún papel, no sé: como para yo tener evidencias del disparate que me estaban diciendo cuando les contara a mis amigos. Me dicen que no me están diciendo nada que no sea evidente para todo el mundo. Y tenían razón: a mí, ahí, evidentemente, no me querían; y me lo estaban haciendo saber. Si es que ni cuando el tipo del trabajo me amenazó con no sé qué pistola que tenía en Seattle; que se ve que se le metió que yo iba a hacer que lo echaran, y vete tú a saber qué más película se había montado en su cabeza: ni eso les pareció buena razón para despedir al bicho. Al final, la solución a mi problema se escribía igual que su causa: había que irse. Qué más daba una pistola más o una menos si la apuntan contra alguien que, igual, ya tendría que estar acostumbrada. En fin, yo qué sé; o, bueno, sí que supe algo: que hay poca cosa que puedas reclamar cuando eres una gorda venezolana que se vino a vivir a España, para colmo sin dinero.
Todavía no me puedo quitar de la cabeza el recuerdo de estar llorando aquella noche mientras me abrazaba mi ex, con todo y que hacía todo el calor de Calorlandia; y, así, todos húmedos, me decía, suavecito, que ya nos mudaríamos, que él iba a hacer todas las horas que pudiera, y que a ver si nos daban un préstamo para una fianza. Me consolé un poco, creo; aunque igual no tanto, porque unos días después discutí feo con él. Su familia nos debía mil y pico de euros entre una que se iba a Argentina, que supuestamente iba a devolvernos el dinero, pero que al final mejor se hizo manicuras y muy la loca. Luego, también hubo que sacar plata para sobornar a la policía en Venezuela, para que no metieran preso al papá de él por haber atropellado a una mujer embarazada: que la mujer había perdido al niño y todo; y en Venezuela meten bombillo en el culo y cortan dedos y cosas así en los penales. Él no les quería cobrar el dinero porque sentía que él tenía el deber de ayudarlos sin pedirles nada, que ellos estaban igual o peor que nosotros. Y yo solo quería llorar de puro frustrada, porque sabía que no había nada que yo pudiera decir que no sonara medianamente egoísta; y las egoístas, usualmente, no tienen un marido que las abrace, aunque haga calor.
Y qué terrible que apenitas acabara de empezar a refrescar por los días en que el tipo este me dejó. Igual no fue lo peor de toda la situación, pero fue lo que se me hacía más urgente chillar cuando sentía el mordisquito helado debajo de la manta: había estado todo el verano esperando a que se fuera el calor para poder dormir con él, para abrazarlo y hacer añuñú, y la perra acomodándosenos entre los pies para amanecer todos, unos encima de los otros, ebrios de felicidad. Porque, a ver, con todo y el Covid, los dos teníamos trabajo y habíamos adoptado a la perrúscula a ver si, bueno, a lo mejor luego no se nos daría tan mal eso de cuidar de un cachorrito de los que tienen pulgares y apellidos. Mira si estaríamos mejor, que hasta nos habíamos podido mudar a un lugar adonde sí iba la policía cuando los llamabas.
Ahora que no estoy allí, a veces echo de menos a la gente sencillita, igual de extranjera que uno, que vivía cerca de nosotros. En la planta baja de donde nosotros, todavía debe estar el burdel de las chinas que un día me regalaron una piña del tamaño de un limón: así, nada más porque les hice gracia una vez que les sostuve la puerta para que entraran al edificio. Ahí mismo sacaron la piñita de la bolsa del mercado y me dijeron: toma, para ti. Y yo, tan contenta con mi piña, no se me había ocurrido pensar que el otro me veía entrar en casa y algo dentro de él le hacía pensar que aquello de quererme se le iba haciendo un fastidio.
Desde esos días, me sigo despertando medio llorando. Y es que a mis cosas tiernas se ve que les cuesta aceptar que me abandonaron de verdad, sin haber hecho nada malo, como me había dicho él. Todo el asunto inevitablemente me hiede a pesadilla. Entonces me quería matar, creo, de la pura vergüenza de tener que pedir ayuda a mis padres porque no podía seguir alquilando el piso. Me daba miedo que me miraran desde el telodije de sus propios divorcios. Al final, se tragaron como pudieron la noticia y me ayudaron a buscar para donde irme; a ver si vuelvo a encontrar un trabajo que se pueda hacer si uno está siempre un poquito triste; y, puestos a pedir: un poquito de estabilidad para mí y para la perra, que ni la pelearon a la pobre. De hecho, el tipo solo la mencionó cuando me propuso que él me podía pasar algo de dinero para su comida, el veterinario, y tal; pero que a cambio le hiciera yo el favor de retrasar la firma del divorcio un año, por si acaso, que no tardarían más que eso en mandarle sus papeles nuevos, y entonces ya no iba a tener que saber más de él. Y yo, para la furia de mis ancestros, le había dicho que sí.
No lo hice por los 20 euros al mes que me ofreció, que lo que me dio fue lástima por su sueldo de fritar hamburguesas. Lo hice porque hacía una semana, o algo así, le estaba yo abrazando y pegando saltitos frente a la pantalla de los trámites de extranjería. Le dije que sí, porque, si no lo hacía, significaba que no había valido la pena que yo le mandara dinero para que no tuviera que hacer colas en lugar de escribir la tesis, y dónde quedaban los dos primeros años en los que él no podía conservar ningún contrato y me salía a mí pagarlo todo, incluyendo las guitarras y todos los periquitos que él me pidió porque, con eso, él dizque se iba a ganar una vida mejor para los dos.
Si le obligaba a que me firmara los papeles en ese momento, de nada había servido que yo trabajara esos últimos seis meses las cincuenta, sesenta horas por semana, con la fiebre del coronel Aureliano: edición Covid verano 2021; sin poder apenas poner el aire acondicionado porque la luz se había disparado hasta las congas, por un sueldo que no llegaba a los mil euros, con un dolor de cabeza de meses que ya me decía el médico: parece esclerosis, y entonces me firmaba papeles para que fuera a meterme las carnes en cuanta máquina había en ese hospital. De paso, por esa época fue que se nos murió el perrito que teníamos de Venezuela, antes de adoptar a esta otra; y yo intentando no llorar sobre el teclado de la compu, que la empresa con la que estaba todo lo necesitaba para ayer. Y, claro, como faltaba guinda, también tenía la pedazo deuda de los cobros indebidos en la pandemia: no sé cuántos mil euros, todos salidos del laberinto del horror burocrático español, que me los ponía en la cuenta, aunque, en verdad, no fueran míos. Los habíamos tenido que gastar cuando yo me había quedado sin trabajo y sin derecho a reclamar ninguna ayuda, aquel último invierno, después de que idearan una forma de echarme a mí de la compañía, y no al pistolero menos famoso de todo Seattle.
Que entonces me daba igual: me obligué a trabajar en lo único que encontré que me dieran mi fulano contrato indefinido, que era lo que le pedían a él para darle la residencia permanente por haberse casado conmigo. Con eso íbamos a poder irnos de España y trabajar los dos en el resto de Europa. Yo guardaba una esperanza pequeñita de poder algún día vivir en un lugar donde no escucharas, noche sí y noche no, a alguna chica llorando porque le habían quitado el teléfono; o tener el olor de la meada de los turistas en la puerta cada mañana. Y todavía, si no se podía, si tocaba quedarnos, al menos iba a poder relajarme con lo del trabajo un poco, volver a pasear, o sentarme a comer, o a ver algo con mi esposo, que íbamos a poder abrazarnos y ver tele, o algo de eso que no quieres hacer si estás sudando todo el tiempo.
Cinco años estuvimos casados para que a él le dieran esos papeles y para que, finalmente, me confesara que yo le había dejado de gustar hacía tiempo. Que si yo no me hubiera venido primero a España —me dijo— a lo mejor ni se hubiera dado cuenta. Y es que a él aún le faltaba para acabar la carrera cuando a mí me pasó lo de los zapatos. En aquel momento no me pareció mala idea venir primero yo, que ya tenía mi papelería en orden, a encontrar trabajo y un lugar donde vivir; y luego mandar los pasajes para él y para el perro. Pero él había cambiado al quedarse solo ese tiempo: se había dado cuenta de que, quizá, le había faltado hacer más cosas antes de casarse. Que ahora entendía por qué los hombres terminaban poniendo cuernos: que la atracción nunca dura para siempre —me dijo— porque la gente es gente, y la gente cambia; y que el amor que alguna vez me entretuvo, igual acababa por convertirse en resentimiento, por eso de que nadie ama si no es libre de no hacerlo. Si es que uno de esos días hasta me contó que, a veces, cuando lo pensaba, se preguntaba si no habría perdido a propósito el anillo de bodas en el avión en el que se vino. Yo, que todavía llevaba el mío, ahí mismo me lo quité y se lo tiré dentro de una de sus cajas. Qué más daba: unos anillos de chapa, para que nuestra boda se sintiera menos de mentiritas. Yo no quería tener por ahí rodando ese recordatorio tan circular de lo que había costado conseguir la cita; y es que, para que pudiera casarnos, la del registro nos había pedido una “colaboración” de una resma de papel y dos kilos de harina de maíz; o, lo que fue lo mismo: seis horas de cola en el mercado y medio sueldo en comprarles el papel para que nos dieran el de él.
Ya ha pasado poco más de un año desde el día en que se fue, y ahora veo más claro aquello de que él lo hacía por la misma razón por la que nos habíamos ido de Venezuela: porque quedarse en un lugar donde un muerto, o una esposa enferma, no te sacan el “pobrecito” es para volverse loco y dejarse morir de tristeza. Supongo que, si todavía me da por moquear, debe ser por tener que lidiar con este deambular errático en el que se convirtió mi vida cuando me dijeron que no había nada más que quisieran de mí. Por cómo va pintando, pareciera que lo que uno deja atrás cuando se va de estas maneras, ya sea país o persona, es algo profundamente triste y sin sentido, de eso que te hace sentir raro cuando te lo imaginas. Si hubiera podido sacarle una foto a la cosa entera, se habría visto algo como el kleenex ese que dejaste por ahí cuando te pusiste mal, que ya lo tirarías; pero que un año después seguía donde se cayó, ni tan escondido, ensuciando demasiado poco para que alguien se ocupe de él.
Eso del kleenex se lo dije así, tal cual, el otro día, cuando al fin nos vimos para firmar los papeles del divorcio y nos pusimos dizque a tomar un café, como si fuéramos gente grande. No sé: se me hacía gracioso que mi metáfora diera la casualidad de hablar de papeles que ya no sirven. No me respondió nada, pero luego me sorprendió el tono indignado con el que me soltó, de pronto y sin mirarme, que, al final, él había sufrido callado tanto tiempo para nada, porque la abogada le había rellenado el formulario que no era para la solicitud de la residencia, y como nos habíamos ido a vivir a lugares distintos, ya no podía volver a intentar optar por la nacionalidad a través de mí. Resulta que ahora le tocaba volver a comenzar todo el proceso, como si nunca hubiera tenido papeles de casado. Pobrecito.
El 23 de febrero de 2023 Susana Gabriela Nuevo Silva obtuvo por este texto el Primer Premio de Relato UNAM-España sobre la migración latinoamericana.
Imagen de portada: ©Ronald Pizzoferrato, de la serie El camino de los objetos, Bogotá, Colombia, 2019. Cortesía del artista