A lo largo de este siglo, y sobre todo en el presente decenio, la desigualdad ha sido el asunto más discutido en la economía y las demás ciencias sociales, así como en el debate político más amplio. Es el tema que permea el intercambio legislativo sobre los recortes tributarios diseñados para favorecer a los grupos opulentos que ha propuesto Trump en Estados Unidos1 y también constituye el trasfondo de la discusión sobre el rumbo de China —la otra gran economía y principal motor del crecimiento global en los próximos años— al iniciarse el segundo periodo de su actual dirigencia.2 En América Latina y el Caribe ha llegado “la hora de la igualdad” y, según la proclama de la Comisión Económica para América Latina (Cepal), es necesario “igualar para crecer y crecer para igualar”.3 En México, la medición de la pobreza multidimensional y la influencia de sus altibajos en la evolución de largo plazo de nuestra “perenne desigualdad” —como la ha calificado Rolando Cordera— serán asunto central, junto con la corrupción y la impunidad, en el inminente debate político-electoral de 2018.4 La creciente preocupación por la desigualdad, que se advierte a escala global, obedece a numerosos factores. El factor dominante es, sin duda, la explosión misma de la desigualdad, manifiesta en la inusitada expansión de las brechas de ingreso entre una porción minoritaria de la sociedad —que se mide en segmentos cada vez más reducidos: el 10, el 1 o el 0.1%— y el resto de una nación o del mundo. En Estados Unidos, en el decenio 2007-2016, el ingreso medio real del 20% más pobre de las familias se redujo 571 dólares, mientras que el recibido por el 20% más rico de ellas se elevó 13,749, con lo que se produjo un aumento masivo de la disparidad.5 En México, el coeficiente de Gini —la medición estadística más común de la desigualdad distributiva, cuyo valor se sitúa entre 0, que indica perfecta equidad, y 1, que denota inequidad absoluta— calculado para el ingreso por persona mostró un alza de la desigualdad entre 1984 (0.489) y 1998 (0.549) que no se compensó con la reducción observada para 2014 (0.508).6 Se trata de una de las concentraciones más agudas en América Latina, a su vez la más desigual de las regiones del planeta.
Otras dimensiones de la desigualdad económica también han sido influyentes: riqueza o patrimonio y salarios y remuneraciones, entre ellas, así como la persistencia intergeneracional de la desigualdad. La distribución funcional del ingreso en México, estudiada por Norma Samaniego, muestra la caída de la porción correspondiente a los salarios y el alza de la que se destina a “otros ingresos”, los del capital, sobre todo. En un trabajo aún inédito, ha subrayado que “la participación de los salarios en el ingreso nacional en México inició una declinación a mediados de los años setenta: de un nivel de 40% en 1976 bajó al 27.2% en 2012, el menor en 40 años”.7 Más allá de la inequidad económica, aparece el aún más desolador panorama de las múltiples manifestaciones de la desigualdad social: disponibilidad de servicios educativos y de salud suficientes y de calidad, y disparidad en niveles de remuneración y condiciones de movilidad ascendente en el trabajo, originadas en el género y el estado civil —las dos quizá más prevalentes—. Se afirma con frecuencia que diversas acciones de política de desarrollo social, incluidas las de vivienda, son respuestas efectivas a la desigualdad económica. Como se ha vuelto evidente en los meses finales de 2017, los desastres naturales tienen un impacto que acentúa la desigualdad: la población de menores ingresos y de condiciones materiales de vida menos favorables constituye la más vulnerable y sufre afectaciones de manera desproporcionada debido a los gastos asociados a la rehabilitación y reconstrucción que se ve obligada a solventar. La desigualdad influye sobre el funcionamiento y evolución de los sistemas políticos. Se ha estudiado la forma en que su incremento afecta la operación de la democracia y provoca una rápida concentración de la riqueza y el poder, y la aparición y consolidación de formas de organización política excluyentes. Por lo pronto, en América Latina ha resultado claro que combinar un crecimiento económico crónicamente insuficiente con niveles al alza de violencia resulta deletéreo para la confianza en las instituciones democráticas. Este asunto ha sido estudiado a lo largo de dos decenios por Latinobarómetro, cuyo Informe Anual 2017 se dio a conocer a finales de octubre. El apoyo a la democracia registró un punto bajo en 2016, de sólo 54%, ante la crisis económica, los escándalos de corrupción y la insatisfacción con los servicios públicos —tres fenómenos que se asocian con las diversas expresiones de la inequidad y “con la percepción de que se gobierna para unos pocos”—.8 A la luz de la Gran Recesión —ese conjunto de calamidades que asoló a la economía y a la sociedad internacionales en los últimos diez años y cuyas secuelas de bajo crecimiento, desocupación elevada, en particular entre los jóvenes, y desigualdad creciente distan de haber sido superadas— se ha vislumbrado el germen de un cambio sistémico ante la bancarrota del binomio de economías de mercado desreguladas y democracias electorales formales, que ha sido una suerte de paradigma global al menos desde los años noventa del siglo pasado.
La desigualdad en perspectiva histórica
Un trabajo reciente de Robert Boyer permite distinguir —a partir de la década de 1950— dos modelos de comportamiento de la economía mundial o, al menos, de los países avanzados que aportaban la mayor parte del producto global y marcaban el rumbo del conjunto. El primero cubrió casi tres decenios caracterizados por la reducción de las desigualdades en el interior de las economías desarrolladas: “un alto crecimiento de los salarios y una extensión de la cobertura social que permiten una compresión de la jerarquía de los ingresos, mientras que la tasa de ganancia permanece bastante estable y genera un alto nivel de inversión productiva y de la productividad, llegándose casi al pleno empleo”.9
En los años ochenta, el fin del ascenso de la productividad total de los factores, sobre todo en Estados Unidos, estanca el crecimiento, compromete los circuitos redistributivos, crea tensiones sociales y despierta la inflación y el desempleo. Al mismo tiempo, la creciente internacionalización productiva destruyó el vínculo entre capital y trabajo a nivel nacional y, desde sus primeros momentos, la globalización financiera subordinó a sus objetivos el conjunto del sistema económico. El periodo de 1990 a 2006 presencia el triunfo del capitalismo financierista desregulado, enfocado en la privatización del bienestar, la reducción de la recaudación y la apertura internacional. Este segundo modelo entra en crisis con la Gran Recesión, desatada entre 2007 y 2008 por los excesos de la especulación financiera, y abre la posibilidad de construir un nuevo paradigma sobre el Estado y la política económica.
Desigualdad: álbum de instantáneas
Todo mundo ha advertido el escándalo de la desigualdad. Esta sección puede hojearse como una (desalentadora) colección fotográfica:
- En la reunión de 2015 del Foro Económico Mundial —ese sindicato empresarial y gubernamental de élite— la representante de Oxfam International recordó que el año anterior su organización había revelado una estadística que capturó los encabezados: 85 individuos opulentos poseen más riqueza que la mitad más pobre de la población mundial, 3,500 millones de personas. En esa ocasión agregó: “Ahora, un año después, esa cifra se ha vuelto más extrema —80 multimillonarios detentan el mismo monto de riqueza que la mitad de ingreso inferior del planeta—.” +Estados Unidos constituye un caso aparte en cuanto a la magnitud de la desigualdad. Entre 1979 y 2007, el centil superior, 1% de las familias, registró un incremento de 278% en su ingreso real después de impuestos, en tanto que los seis deciles medios, el 60% de las familias, tuvieron un incremento de menos de 40%.10 “Nunca —agrega Krueger—, desde los roaring twenties la proporción del ingreso recibida por la cima de la escala había alcanzado tales niveles. La magnitud de estos cambios escapa a la comprensión. La tajada del ingreso que recibe el centil superior se incrementó en 13.5 puntos porcentuales entre 1979 y 2007. Esto equivale a transferir, cada año, mil millones de dólares al 1% más privilegiado de las familias. Dicho de otro modo, el aumento [de la proporción] del ingreso recibida en ese periodo por el 1% es mayor que el ingreso total percibido por el 40% de las unidades familiares en la parte inferior de la escala.”
- En América Latina y el Caribe —de acuerdo con la Cepal— entre 2012 y 2015 se registraron mejoras distributivas, reflejadas en la disminución del Gini en 10 de 16 países, y estabilidad en dos más; en Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay se observaron en 2015 índices más altos que los de 2012. En todo caso, en términos internacionales, se mantiene la posición de América Latina como la región más desigual del mundo.11
- La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha demostrado que en la mayor parte de los países los salarios aumentan de manera gradual conforme se asciende en la escala distributiva y luego saltan bruscamente para el 10% más alto y de manera aún más abrupta para el 1% de los empleados mejor retribuidos. En Europa, el 10% mejor pagado recibe en promedio el 25.5% de la masa salarial del país respectivo, proporción similar a la que percibe la mitad de los asalariados de menor ingreso (29.1%). La tajada del 10% superior es aún mayor en algunas economías emergentes, como Brasil (35%), India (42.7%) y Sudáfrica (49.2%). En Europa, el 1% mejor pagado obtiene alrededor de €90 por hora, unas ocho veces lo que percibe el trabajador medio y 22 veces lo que corresponde al 10% inferior. En el mundo, el crecimiento de los salarios ha disminuido desde 2012, pasando de 2.5% a 1.7% en 2015, el nivel más bajo en cuatro años. Si se excluye a China —donde el alza de los salarios ha sido la más marcada— el crecimiento de los salarios mundiales habría pasado de 1.6% a 0.9% en los años citados.12
- La desigualdad de riqueza o patrimonio prácticamente duplica la de ingreso. Para una muestra de 26 países, avanzados y en desarrollo, hacia finales del primer decenio del siglo, el coeficiente de Gini para riqueza fue de 0.68, frente a un índice de 0.36 para el ingreso disponible.13 El 10% más opulento de la población detentaba casi la mitad de la riqueza total en Chile, China, España, Italia, Japón y Reino Unido, y por encima de dos tercios en Estados Unidos, Indonesia, Noruega, Suecia y Suiza. La concentración de la riqueza se acentuó en los 26 países de la muestra entre mediados de los ochenta y comienzos del nuevo siglo. En los casos de Canadá y Suecia el aumento de la riqueza se concentró en los dos deciles superiores y los Gini de riqueza en Finlandia e Italia aumentaron de 0.55 a más de 0.6, mientras que en Estados Unidos ese índice se elevó de 0.8 a principios de los ochenta a 0.84 en 2007 y siguió elevándose —revelando mayor concentración— a 0.866 en 2010 y a 0.871 en 2013. Quizás alguien se haya preguntado cuántos años faltan para llegar a un Gini de 1, que equivaldría a que el total de la riqueza se concentrase en un solo individuo.
- La última instantánea de este álbum ofrece una imagen alentadora. De acuerdo con una encuesta del Fondo Monetario Internacional,14 “entre finales de los años noventa y los del primer decenio del siglo XXI, el apoyo público a la redistribución se fortaleció en prácticamente siete de cada diez países, avanzados y en desarrollo. Por ejemplo, el apoyo aumentó sustancialmente en Finlandia, Alemania y Suecia, así como en China e India. A finales de los noventa, sólo en quince de las 57 economías comprendidas en la encuesta (26%) se registró un apoyo mayoritario a medidas redistributivas adicionales; en cambio, hacia finales del primer decenio del nuevo siglo, el porcentaje de países en que la mayoría respaldaba las políticas redistributivas se había elevado a 56 por ciento”.
La desigualdad frena el crecimiento, entre otros efectos deletéreos
De ser considerada como estímulo necesario para el ahorro y la inversión, la desigualdad pasó a ser ignorada, al considerarse que las cuestiones conectadas con la distribución eran respondidas de manera eficaz por el mercado y no reclamaban acciones específicas de política económica. La explosión de la desigualdad, desde principios de siglo, y su responsabilidad en la profundidad y extensión de la Gran Recesión alteraron drásticamente ese falaz enfoque. El análisis econométrico de series estadísticas de largo plazo, por ejemplo, los últimos treinta años, muestra que la desigualdad de ingresos ejerce un efecto negativo estadísticamente significativo sobre el crecimiento económico subsecuente. Tómese como ejemplo un estudio de la OCDE15 que abrió brecha:
más allá de su efecto sobre la cohesión social, la creciente desigualdad perjudica el crecimiento económico a largo plazo. Se estima que el aumento de la disparidad de ingresos entre 1985 y 2005 retiró 4.7 puntos porcentuales del crecimiento medio acumulado entre 1990 y 2010 por todos los países de la OCDE para los que existen series de largo plazo. El principal factor que explica esta caída es la brecha creciente entre las unidades familiares de menor ingreso —el 40% inferior— y el resto de la población.
La rectificación del diagnóstico no fue seguida, sin embargo, por acciones políticas suficientes —en especial en las áreas de la política impositiva, salarial y de ingresos— que corrigiesen los mecanismos reproductores y amplificadores de la desigualdad. La mayor parte de los gobiernos se conformó con afinar las acciones paliativas, como los programas de transferencias enfocados a las personas de más bajos ingresos. Estas medidas a menudo no alcanzan a los excluidos de los circuitos del mercado, sin acceso a los programas de beneficio social. Además, sólo responden en parte a algunos efectos, sin alterar las causas de la inequidad. Excedería los límites de este texto un análisis valorativo de las propuestas actuales para enfrentar la desigualdad en sus raíces y no sólo en sus manifestaciones más visibles, como, por ejemplo, los programas de ingreso universal garantizado.16 En un mundo cada vez más proclive a los desastres naturales —en parte, por la insuficiencia, retraso o rechazo de las acciones contra el cambio climático— se torna aún más urgente enfrentar la desigualdad.
Este texto recoge y actualiza algunos planteamientos de Desigualdad y crecimiento, Cuadernos de Investigación en Desarrollo No. 11, Programa Universitario de Estudios del Desarrollo, UNAM, México, 2016, 42 pp.
Imagen de portada: Antonio Berni, La manifestación, 1934.
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“En 2018 disminuiría la carga fiscal media de todos los grupos de ingreso. Los causantes en el 95% inferior de la escala distributiva percibirían un ingreso después de impuestos entre 0.5 y 1.2 % mayor. Los causantes del 1% superior, con ingresos mayores a 730,000 dólares, recibirían alrededor del 50% del beneficio fiscal total y su ingreso tras impuestos aumentaría en 8.5% en promedio.” Tax Policy Center, “A Preliminary Analysis of the Unified Framework [of Proposed Tax Reform]”, 29 de septiembre de 2017. ↩
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El XIX Congreso del Partido Comunista de China, en octubre de 2017, confirmó el objetivo nacional de “construir hacia 2020 una sociedad moderadamente próspera para todos en todos sus aspectos, al materializar el sueño de renovación nacional”. Para lograrlo se requiere revertir la creciente disparidad que ha acompañado a la etapa de crecimiento económico acelerado de los últimos años. Xi Jingpin, “Report to the 19th CPC National Congress”, People’s Publishing House, 27 de octubre de 2017. ↩
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La versión actualizada de este planteamiento se encuentra en Comisión Económica para América Latina, Horizontes 2030: la igualdad en el centro del desarrollo sostenible, julio de 2016, 176 pp. ↩
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Rolando Cordera, La perenne desigualdad, Fondo de Cultura Económica, México, 2017, 158 pp. ↩
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Binyamin Applebaum, “Median U. S. Household Income Up for 2nd Straigth Year”, The New York Times, 12 de septiembre de 2017. ↩
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Fernando Cortés et al., “La desigualdad en la distribución del ingreso en los ODS. México a 2030”, Informe del desarrollo en México 2016, Programa Universitario de Estudios del Desarrollo, UNAM, México, 2017, cuadro 2, p. 269. ↩
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Norma Samaniego, “Distribución funcional del ingreso”, versión preliminar facilitada por la autora, 16 pp. ↩
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Latinobarómetro, Informe 2017, 26 de octubre de 2017. ↩
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Robert Boyer, “Crecimiento, empleo y equidad: el nuevo papel del Estado”, en Alicia Bárcena y Antonio Prado (eds.), Neoestructuralismo y corrientes heterodoxas en América Latina y el Caribe a inicios del siglo XXI, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Santiago de Chile, abril de 2015, pp. 300-324. ↩
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Alan B. Krueger, “The Rise and Consequences of Inequality in the United States”, Office of the Chairman of the Council of Economic Advisers, Center for American Progress, 12 de enero de 2012. ↩
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Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Panorama social de América Latina 2016, Santiago, 2017, gráfico B, p. 14. ↩
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Guy Rider, “There’s Still Time to Make Globalization Work for All—Let’s Start by Fixing Wage Inequality”, World Economic Forum 2017. ↩
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International Monetary Fund, Fiscal Policy and Income Inequality. ↩
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“Rising Public Support for Redistribution”, Fiscal Policy and Income Inequality, loc. cit., p. 10. ↩
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Organization for Economic Cooperation and Development, In It Together: Why Less Inequality Benefits All, OECD Publishing, París, [mayo de] 2015, p. 15. ↩
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Una novísima aproximación a estas políticas se encuentra en Cepal, Brechas, ejes y desafíos en el vínculo entre lo social y lo productivo, octubre de 2017, 182 pp. ↩