Analíticos contra sintéticos
Decía Darwin que para hacer ciencia se necesita gente armada con dos tipos de disposiciones vitales: los hair-splitters, perfeccionistas obsesionados con los detalles y el orden, y los lumpers, de temperamento desparpajado y con un talante más sintético que analítico. Gracias a la paciencia de los unos, en la mente de los otros surgen esas revelaciones súbitas que parecen producto del instinto pero que son más bien el resultado de la fermentación. Stephen Jay Gould, uno de los biólogos más importantes del siglo pasado, fue un excelente ejemplo de científico todo terreno en el que se conjugaban sin fisuras ambas vocaciones y padre de lo que hoy se conoce como biología evolutiva del desarrollo o evo devo. Esta disciplina fascinante estudia cómo los genes y el complejo sistema que los regula y los hace encenderse y apagarse en momentos y lugares exquisitamente bien sincronizados construye un embrión que sigue el plan corporal de cada especie (ocho patas, un peciolo, mandíbulas en vez de branquias). A Gould también le interesó el problema de las diferencias entre humanos y grandes simios. Especulaba que algunas podían deberse no a una dotación genética proporcionalmente distinta sino a pequeñas sutilezas de timing: los cráneos grandes y los ojos muy separados que nos caracterizan tal vez no fueron cocinados por unos “genes humanos” especializados en construir rostros como los nuestros sino por unos genes compartidos que sólo estuvieron activos un poco más de tiempo dentro de ese horno frenético que es un embrión en desarrollo. Tal vez los humanos no somos, en ciertos aspectos, más que chimpancés neoténicos, que conservamos durante toda la vida rasgos infantiles, como ocurre con los ajolotes y con los chihuahuas. (Gould no tenía razón en el tema de la neotenia, aunque sí en otros.) Ahora sabemos que compartimos con los bonobos, nuestros parientes más cercanos, 98.7 por ciento de las secuencias genéticas, y que las que son exclusivamente humanas no tienen que ver con la construcción de zonas del cerebro espectacularmente astutas, creativas e introspectivas sino con temas reproductivos, inmunitarios y olfativos. Así, es probable que buena parte de nuestro aspecto y nuestra conducta se deba ni más ni menos que al desarrollo. En un artículo de 2016, por ejemplo, un grupo de científicos de diversos centros de investigación compararon lo que ocurre con un grupo de células de la corteza cerebral, en la que se ubican las funciones superiores tanto en chimpancés como en humanos, y encontraron que la diferencia es de proliferación y no de diferenciación. Es decir, en ese lugar y momento particulares no hay nuevos tipos de células, sino más células, por lo demás son muy parecidas, y es que la anatomía de las neuronas de todos los primates es muy similar; nuestras diferencias, pues, tienen que residir no en su forma sino en la cantidad (nuestros cerebros son tres veces más grandes que los de los chimpancés), en su distribución o en su conducta química. Muchos investigadores interrogan esa diferencia evolutiva entre el cerebro humano y el de los otros primates con miras a resolver algún día un problema asociado: por qué de la mano de nuestra inteligencia superior también padecemos una gran incidencia de enfermedades como el Parkinson y el Alzheimer, que parecen ser la forma en la que la naturaleza se cobra con una mano aquello que tan generosamente nos ha proporcionado con la otra. Cada día se obtienen más datos mediante experimentos con células cultivadas in vitro, autopsias y modelos animales. Algún día podremos modelar en una computadora regiones enteras de un cerebro humano. Mientras, no tenemos más opción que seguir experimentando pacientemente, un tipo de neurona, un tipo de receptor, un instante del desarrollo, un neurotransmisor, un circuito, un animal modelo a la vez. O podríamos intentar algo distinto: lo que (se rumora) el mismo Stephen Jay Gould llamó “el experimento potencialmente más interesante y más éticamente inaceptable que pueda imaginarse”.
El experimento humano
Todos experimentamos con humanos. Así descubrimos que nos sienta mejor el ibuprofeno que el paracetamol y que nuestros hijos son incapaces de digerir el melón. Así descubrió Barry Marshall que la bacteria H. pylori provoca úlceras, y Jonas Salk que la vacuna de la polio es efectiva. En la década de 1930 un par de doctores ingleses, Woolard y Carmichael, investigaron el fenómeno del dolor reflejo colocándose pesas en los testículos (jamás dijeron cuál de los investigadores) para reportar qué zonas del cuerpo experimentaban dolores provocados indirectamente por el daño físico. Los diversos tipos de ensayos clínicos, desde los que siguen a cohortes que funcionan como experimentos naturales (los grupos de fumadores, algunos de los cuales padecerán cáncer de pulmón) hasta los que prueban activamente intervenciones farmacológicas, son experimentos con humanos. Experimentan las redes sociales, los políticos, ¡los economistas! Pero no todo experimento se guía por lo que estableció en 1947 el Código de Núremberg con la esperanza de evitar la experimentación no sólo cruelísima sino también fútil de la era nazi, en parte porque la frontera del experimento humano mismo se ha desdibujado. ¿Experimentar con células humanas es experimentar con humanos? ¿Las bases de datos de las compañías de seguros tienen derechos? ¿Se le puede pedir su anuencia a las células mismas o a los dueños de líneas celulares anónimas o descartadas? (Los descendientes de Henrietta Lacks, la paciente con cáncer de la que se obtuvo en 1951 uno de los linajes celulares inmortales que se usan en todo el mundo para la investigación oncológica, opinan que sí.) Los lindes se mueven muy rápido. Lo que hace veinte años fue un escándalo —investigar con células madre o con embriones humanos o fabricar clones—, hoy es perfectamente rutinario. Se modifican células con ayuda de virus, se edita el genoma para eliminar mutaciones deletéreas, se hacen intervenciones farmacológicas in utero. Craig Venter creó una bacteria sintética casi desde cero y nadie se despeinó, porque el tabú de la “creación de la vida” había sido superado por una noción de vida casi perfectamente reductible a una explicación fisicoquímica. Con el abaratamiento de las técnicas de edición genética han surgido biohackers que experimentan con su propio microbioma, o que se inyectan vacunas hechizas o promotores de crecimiento muscular y lo transmiten por Facebook Live. Hace un par de semanas se reportó que científicos del Instituto Salk han conseguido mantener vivos durante meses cúmulos de neuronas humanas dentro del cráneo de ratones, cultivadas a partir de células madre adultas. Los bioéticos que discutieron este experimento cuestionaron cómo la presencia de organoides cerebrales humanos podría modificar la “identidad” de los ratones y aumentar su inteligencia, aunque el estudio no reportase ningún cambio notable de ratonicidad (que es una idea problemática) o capacidad de solución de problemas. Si a estas alturas son pocos los que se dan golpes de pecho ante este experimento o cualquiera de los miles que se reportan todos los días y que involucran a los humanos en forma de tejido, órgano, individuo, dato o grupo social, es porque en general no buscan trastornar ninguna supuesta esencia humana sino acendrarla, purificarla, manifestarla: curar el cáncer, aumentar la inteligencia, revertir el daño cerebral. Magnificar eso de lo que nos creemos el ejemplo más acabado. Ser más y mejores humanos. Pero ¿qué pasaría con un experimento que violentara la esencia de lo que es el ser humano? ¿Aunque tuviera el potencial de beneficiar a millones de personas y de revelar qué es lo que nos hace humanos, cómo evolucionamos, por qué pagamos tanto por nuestra inteligencia y qué nos hace únicos, aunque no seamos más que cerebros en un frasco (un experimento que no se ha hecho en humanos, pero sí en perros y monos) o una mente cargada en la memoria de una computadora? ¿Qué pasaría si pudiéramos dar con un solo experimento un paso impensablemente grande para lumpers y hair-splitters por igual, uno que desentrañara cómo el desarrollo embriológico produce, a partir de una paleta de genes casi idéntica, dos especies de criaturas tan emparentadas y al mismo tiempo tan distintas? Es el experimento del que hablaba Gould. La hibridación de humanos y chimpancés.
Menos que humano
Gordon G. Gallup, un psicólogo evolutivo muy reconocido en la década de 1970, declaró, a finales de enero de este año, haberse enterado de la existencia de un híbrido entre un humano y un chimpancé, un humancé, producido con éxito en los años veinte en un laboratorio de Florida. La noticia atizó las cenizas de un rumor que resurge cada cierto tiempo y que posiblemente comenzó con la historia de Ilya Ivanovich Ivanov, un biólogo ruso que, en la década de 1920, tal vez como un antecedente de la enjundia lysenkoísta que buscaba demostrar lo maleable de la naturaleza humana, realizó varios experimentos en los que trató de inseminar, sin éxito, chimpancés hembra con esperma humano. Lo único que le impidió realizar la operación inversa fue que el orangután que serviría como donador murió inesperadamente y que él mismo cayó en desgracia poco después y fue enviado a languidecer en el exilio. Se cuenta también la historia de un humancé producido en China en 1967 y que murió de hambre cuando los científicos a cargo de su cuidado fueron enviados a las granjas, presumiblemente para ser reeducados como parte de un experimento mucho más largo y poblado. Hasta ahora no existen más que estas supuestas noticias y alguna anécdota sobre un chimpancé muy avispado cuya inteligencia y postura sólo podría explicar un hipotético componente humano. Es curioso notar cómo este artilugio retórico, del experimento revolucionario que iba a transformar para siempre tal disciplina pero fue interrumpido inoportunamente por grandes fuerzas políticas o sociales, se repite una y otra vez, al parecer como un rasgo típico de las historias sobre grandes conspiraciones científicas.
Lo cierto es que esa hibridación es improbable, no sólo porque los chimpancés tienen 24 pares de cromosomas y nosotros 23, sino porque, por más cercanos que seamos en tiempo evolutivo —nos separan apenas unos 6 millones de años—, el sistema inmunitario de la madre seguramente destruiría el embrión lleno de antígenos sospechosos muy al principio del desarrollo. Pero improbable no es imposible, y menos si en vez de dejarlo a la suerte, como tendrían que haberlo hecho los rusos, los chinos o los estadounidenses del siglo pasado, decidiéramos intervenir con alguna técnica genética como CRISPR o sus derivados. Este experimento podría dar lugar a un individuo viable que resolvería, de un plumazo, un montón de preguntas sobre cómo se desarrolla el cerebro —si el secreto es la proliferación, la migración de células en el embrión, la conexión, los tipos de neuronas, la distribución de los receptores—, sobre el comportamiento, el aprendizaje, las enfermedades neurodegenerativas, el metabolismo de la glucosa, el aparato fonador, el desarrollo del pelo, el sentido del equilibrio, las habilidades sociales, el dilema entre la naturaleza y la crianza hecho carne y caminando entre nosotros. Tal vez ese humancé —o chumano, según cuál de sus progenitores contribuyera con qué— tendría una inteligencia intermedia entre humanos y chimpancés, o tal vez nacería profundamente discapacitado. Podría tener una autoconciencia al menos comparable a la de los grandes simios, o un profundo retraso mental que lejos de enriquecer el contacto produjera una criatura más críptica que cualquiera de sus padres. O peor aún, produciría un individuo sin ninguna impronta humana que nos lanzaría hacia un misterio aún mayor (probablemente no). En todo caso sería fundamentalmente distinto a fabricar una Bright Eyes, la chimpancé de El planeta de los simios que al ser inoculada con un virus experimental para curar el Alzheimer desarrolla una inteligencia casi humana y se la hereda a su hijo César, el protagonista de la saga cinematográfica. No consistiría en darle a un no humano una inteligencia humana, el pináculo de la creación, el atributo más envidiable del universo. No sería subir, sino bajar, un peldaño en una escalera a la Theilard de Chardin. Sería crear a alguien menos que humano. Si la idea en principio le repugna, le parecerá interesante saber que hay quien aboga por la creación de este híbrido o quimera (según cómo se produzca). El 8 de marzo de 2018, en un artículo publicado en Nautilus, el psicólogo David Barash propone un argumento a favor de la continuidad:
Propongo que el mensaje fundamental de esta creación sería apuñalar el corazón de esa destructiva campaña de desinformación sobre la discontinuidad, acerca de la hegemonía humana sobre todas las otras cosas vivas. Hay una inmensa montaña de evidencia que demuestra una continuidad que incluye, pero no se limita, a la fisiología, la genética, la anatomía, la embriología y la paleontología, pero sería casi imposible imaginar que el más ferviente defensor de la discontinuidad en el estatus biológico de los humanos pudiera mantener su postura de enfrentarse con una auténtica combinación humano-chimpancé.
Y sigue:
En la medida en que existe una línea biológica que separa a los seres humanos de otras especies, debe quedar claro que esta línea es absolutamente permeable y no fija e inmutable, y está más basada en juicios políticos y éticos que en la ciencia y la tecnología. Pueden hacerse todo tipo de cosas; que deban hacerse es otro tema.
Para subrayar lo permeable que en efecto es esa membrana Barash recuerda que en los Estados Unidos está prohibido financiar estudios en los que se inyecten células madre humanas en embriones de primates, aunque no hay ningún inconveniente para experimentar con células humanas adultas diferenciadas. En teoría, unas podrían producir, en principio, un César, un aspirante a humano. Las otras no serían más que un experimento histológico sin trascendencia.
¿Qué consecuencias éticas tendría este experimento, tan prohibido que sólo un puñado de personas se ha atrevido a mencionarlo, no ya digamos a proponerlo abiertamente, si pudieran superarse no sólo los desafíos técnicos sino la profunda inquietud de violar una barrera infranqueable: el tabú científico absoluto de experimentar con la esencia humana? (pensemos que a los bioéticos ya les preocupa perturbar la identidad de los ratones). ¿Se violarían los derechos de los animales? ¿En qué se parecería esta decisión a la de prohibir un aborto o decidir dar a luz a un niño con graves defectos de desarrollo? ¿Tenemos derecho a una identidad genética humana plena? ¿Atentaríamos contra la existencia de un ser no sólo estéril sino sin una pertenencia clara a una especie u otra, suponiendo que tal pertenencia en efecto constituya un derecho o que incluso sea deseable? Y en cuanto a los derechos humanos, haríamos bien en pensar qué tan uniformemente distribuidos están entre nuestros congéneres antes de rompernos la cabeza con el dilema de entregárselos, o no, a unos seres que por otro lado ocuparían un lugar excepcional en nuestra cultura. ¿Qué tal funciona en general el derecho a una vida plena, a no ser esclavizado o brutalizado? ¿Y el derecho al voto que las personas con discapacidad, tan cumplidamente humanas como cualquiera, debieron ganarle al IFE en las elecciones de 2012 en México? ¿Por dónde debería discurrir, pues, la discusión bioética que comienza a animarse en esta época en la que reconocemos la personalidad de los grandes simios? Tal vez nunca debamos tenerla. Tal vez nunca debamos o queramos hacer un humancé. Posiblemente aprendamos lo que necesitemos por otros medios, acumulando dolorosamente dato tras dato gracias a los hair-splitters de este mundo, o alcanzando síntesis gracias a los lumpers que suelen llevarse el crédito y escribir los libros. O un día lleguemos a extremos de comunión con otros seres mucho más radicales e impensados. Ya veremos. Los tabús de una época dicen mucho sobre quiénes fuimos entonces, y se convierten en la conversación de sobremesa de la siguiente.
Imagen de portada: Fotograma de El amanecer del planeta de los simios, 2014