Después de cientos de titulares sobre las temibles pandillas salvadoreñas, compuestas esencialmente por adolescentes y hombres jóvenes, es habitual —mas no normal— que a un salvadoreño joven y asesinado se le exijan credenciales de bondad para no señalarlo y decir: se lo buscó. En algo andaba. Muchacho asesinado en El Salvador es usualmente sinónimo de mal muchacho. Y tras un mal muchacho, como debe ser, vienen los demás malos: mal padre —si es que hubo padre—, pero sobre todo en sociedades machistas, mala madre: alcahueta, protectora, vividora. Y el peor, que sin cargar un insulto los carga todos: mamá de marero. Pero a veces, sólo a veces, sólo contadas veces, la realidad deja caer terribles perlas que permiten que no sólo los bocones y rubios presidentes esgriman sus argumentos. El pasado 8 de enero de 2018, dos jóvenes más fueron asesinados en el país más asesino del mundo. Esto último no es un decir, son matemáticas. Si México se escandaliza —y hace bien— cada vez que se acerca a los 20 homicidios por cada 100,000 habitantes al final de un año, El Salvador llamaría a esas cuentas “paz”. O quién sabe cómo las llamaría, porque nunca ha tenido eso en todo el siglo. Vámonos a los extremos: el registro más bajo de El Salvador, lo más parecido a esa palabra de tres letras tan anhelada, ocurrió en 2002 y fue una tasa de 36.2 homicidios por cada 100,000 habitantes. Lo más terrible —más terrible que las guerras actuales— ocurrió en 2015, y fue una tasa nacional de 103.6. O sea, algo así como que uno de cada 972 salvadoreños fue asesinado. Ese año fue muy difícil para un salvadoreño no conocer a un asesinado. Cuando aquí decimos violencia nos referimos a hiperviolencia. Cerramos 2017 con una tasa de 60. Dichos los casi siempre huecos números, volvamos a los dos muchachos victimados el 8 de enero. Uno se llamaba Jasson Alessandro Rodríguez Orellana, de 18 años. Su hermano se llamaba Johan Yahir y tenía 15. Ambos eran estudiantes sobresalientes, y esto no es un estribillo justificativo para argumentar que estuvo mal que los hayan matado. Simplemente es un hecho: lo eran. El mayor de ellos incluso había logrado una beca de una fundación dedicada a ofrecer oportunidades a jóvenes destacados en comunidades dominadas por las pandillas. Jasson cursaba el primer año de la carrera de idiomas en una universidad privada. El menor, Johan, estaba a punto de empezar el bachillerato. Sus perfiles eran improbables para un marero. Los muchachos tenían un mes de haberse mudado junto con toda su familia a un nuevo lugar. Se habían cambiado del populoso municipio de Ilopango al populoso municipio de Colón, en el centro del país. En códigos mexicanos, algo así como ir del Estado de México al Estado de México. Un pariente había ofrecido a la familia una casa gratuita. Se mudaron. Pero lo más importante del traslado no fueron los kilómetros que recorrieron ni las nuevas rutas de autobús que tendrían que tomar, sino que pasaron del control de una pandilla al de otra. En El Salvador, la demarcación oficial importa un pepino junto a la demarcación pandillera. Decenas de miles de salvadoreños viven teniendo que lidiar con laberintos para ir a su trabajo con tal de no poner un pie en el territorio de la pandilla contraria. Muchos en este país no viven en un país, sino en pedazos de un país. No viven en una nación salvadoreña; habitan, más bien, una nación Mara Salvatrucha o una nación Barrio 18. Y todo sin pertenecer a las pandillas, sólo por el hecho de que esos muchos viven bajo su intensa sombra. “Muchos” en el diccionario de El Salvador —de gran parte de Latinoamérica— suele significar “pobres”. Quién sabe con quiénes confundieron a los jóvenes hermanos, pero la noche del 8 de enero, un comando de supuestos miembros de la Mara Salvatrucha 13, enfundados en pasamontañas, entraron a la casa de esa familia. Parecía que buscaban a alguien, aseguran los sobrevivientes. Johan, el menor, estaba en el baño. Cuando lo encontraron, lo acusaron de estar escondido, pero no estaban satisfechos y siguieron buscando. Los que no murieron creen que los encapuchados no encontraron lo que buscaban, y entonces decidieron llevarse a Jasson, el mayor, pero este se zafó y corrió. Lo alcanzaron, lo mataron. Mataron también a su hermano. Se fueron. La vela fue el 9 de enero en la capital salvadoreña. Lloraban las tías de los muchachos alrededor de los féretros. Lloraba la abuela junto a los ataúdes. La mamá no lloraba. Al menos, no aquí. Lloraba en otro lado. Lloraba en Estados Unidos. Su mamá, tras catorce años en Estados Unidos enviando remesas, lloró la muerte de sus dos hijos por teléfono. Vio su entierro por videollamada. El 8 de enero, el día que un comando pandillero arrancaba de este mundo a sus dos hijos, la madre cavilaba qué hacer ante el nuevo despropósito de la administración Trump: ese día se había anunciado la cancelación del Tratado de Protección Temporal para los salvadoreños. Es un beneficio que abría un estatus temporal de trabajo para una cantidad determinada de salvadoreños. Todo gracias a que en 2001 dos terremotos devastaron el país. La calamidad abrió la oportunidad, y más de 260,000 salvadoreños la aprovechaban. Hombres y mujeres que pagaban impuestos, tenían registro limpio y trabajo regular. Eran, si nos vamos a la lógica simplista del gobernante de ese país, “migrantes buenos” y no “mareros malos”. La mamá de los muchachos asesinados era una “migrante buena”. Así eran también otros miles de hondureños, cientos de haitianos y de nicaragüenses que se enteraron este año de que, según Estados Unidos, su vida allá se acabó. Se acaba pronto, tienen fecha para largarse. Es tiempo de hacer maletas. La calamidad los hunde luego de que otras calamidades les abrieran camino. La mamá de los muchachos —contó una de sus familiares en el sepelio— dijo que no podía regresar a enterrar a los que parió, porque tiene otros dos hijos estadounidenses, y si entraba a El Salvador podía no volver a ver a los del Norte. Los vivos por encima de los muertos. Una decisión que ninguna madre debería enfrentar. Este caso no será único, pero fue público. Una madre sufrió el mismo día dos de los peores castigos: el destierro y el luto. Esa madre resume, al día de hoy, décadas después de que los centroamericanos del triángulo norte, la esquina más homicida de la Tierra, empezaran a migrar, los dos extremos que consumen a los que buscan una mejor vida. El desprecio. La muerte. Un país le recuerda que aquí, 26 años después de firmados los Acuerdos de Paz, la muerte sigue siendo inquilina. Otro país le recuerda que a más de tres décadas de iniciado el masivo éxodo —desde el principio de la guerra— ella sigue siendo una extraña y su vida, su laboriosa vida, un instante que se borra de un plumazo.
Hubo pomposa ofensa cuando Trump llamó “bad hombres” a algunos hispanos —no sólo mexicanos—. Y ésa fue sólo una verbalización gentil de lo que los países que determinan la vida de los centroamericanos migrantes piensan de ellos. Más exacto sería si se dejan de formalismos y les llaman como los tratan: migrantes de mierda. Días después, Trump volvió a hacer uso de la boca para embarrar los titulares del mundo: “shithole” llamó a países como El Salvador. Y, sin embargo, días antes había condenado a migrantes como la madre en luto a volver a ese agujero. No hay piedad en ese hombre, y si la hay, no alcanza para los migrantes. Ni siquiera para los “buenos migrantes”. Pero la suma de factores —desprecio, muerte— nunca ha sido exclusiva de Trump. Obama, el presidente que siempre sonreía, deportó como ningún republicano lo había hecho antes: más de tres millones. El gobierno de México, tan afectado, tan parecido al de El Salvador en sus migrantes del Norte, reaccionó como buen perro de traspatio a la llegada de Trump, y mantuvo su Plan Frontera Sur. Es un plan que sólo altas cuotas de cinismo permiten llamar “humanitario”. Es humanitario, dicen los funcionarios de aire acondicionado, reiniciar con los operativos en el tren de carga donde los centroamericanos viajan como polizones de tierra. Es humanitario, repiten los que nunca han cruzado una frontera sin papeles, reforzar la seguridad en las estaciones del tren para que los indocumentados de la esquina más terrible de América no lo aborden mientras está detenido. De humanitario, habría que decir a esos animales de despacho, su plan sólo tiene la consonancia verbal con su verdadera vocación: la de atrapar humanos. Los gobiernos centroamericanos, tan preocupados por las nuevas medidas de Trump en los titulares de prensa y entrevistas televisivas, continúan defendiendo el derecho más legítimo que atribuyen a sus ciudadanos, el de largarse de su patria. No hicieron escándalo tras el asesinato de 72 migrantes en el infame rancho de San Fernando, Tamaulipas, en agosto de 2010. No dijeron ni mu cuando las vacas políticas mexicanas dijeron Plan Frontera Sur. El único migrante que vale en Centroamérica es el que se convierte en dólares y televisores de plasma. El migrante, cuando ejecuta su verbo, migrar, moverse, desplazarse, esconderse, les vale lo mismo que a las administraciones Trump y Peña Nieto: nada. Ni siquiera la pataleta. El verbo de los migrantes salvadoreños de los noventa viene mutando desde hace años. Migrar, que equivale a buscar progreso, da paso al inconfundible huir, que equivale a buscar vida. Ya lo decía desde el olvidado sur de México el fraile franciscano Tomás González, fundador del albergue La 72: “nuestro albergue no es albergue, es un campo de refugiados centroamericanos”. En 2013, 841 personas —la gran mayoría del norte de Centroamérica— pidieron a México refugio, ayuda para no morir. El año pasado, la cifra rondó las 20,000 peticiones. Los migrantes centroamericanos son una de las expresiones más ignoradas de estos tiempos. Se iban en masa de un país en guerra, transitaban en masa y sin permiso de un país que los despreciaba durante 5,000 kilómetros, y llegaban en masa a un país que los quería echar. La composición de la realidad no se ha modificado nada. Basta conjugar los verbos en presente y el lector tendrá la suma más prosaica de lo que ocurre ahora mismo con los migrantes centroamericanos. O, para hacerlo con la entonación propia de cada quien, son increpados donde van. Aquí: vos no sos bienvenido aquí. En México: tú no eres bienvenido aquí. En Estados Unidos: You are not welcome here.
La realidad migratoria para los habitantes de la esquina más asesina del planeta es pétrea en su esencia. Otros nombres, otros hombres, otras leyes, otros planes, otras guerras. No migran por lo que pasó un año. Migran porque lo que pasa cada año, como gotas de ácido vertidas por la parte angosta de un embudo, siempre corroe a la mayoría que se acumula abajo. El sistema —por más sustancia que hayamos quitado al sustantivo— es el mismo. Trump y su retórica son un ejemplo claro de ese sistema que opera gracias a la anestesia del olvido. “Son animales”, dijo de los pandilleros de la Mara Salvatrucha luego de que en 2015 y 2016 miembros de esa pandilla mataran a varios adolescentes migrantes en Long Island, Nueva York. Entre ellas, dos jovencitas de 15 y 16 años, que fueron asesinadas con bates y machetes afuera de la escuela pública donde estudiaban en el pueblo de Brentwood. Cada vez que los llamaba animales, el presidente hablaba de la necesidad de deportar, de aniquilar las ciudades santuario, de erigir un muro. Convertía a todos en ésos. Y esos pandilleros fueron animales, bestias. Pero, como bien dijo Leila Guerriero en su libro Los Malos, “bestias humanas”. O sea, bestias que se pueden entender; no justificar, sino comprender. Saber de dónde salieron y no conformarse con explicaciones infantiles de cavernas y agujeros malvados. La Mara Salvatrucha, la única pandilla del mundo en la lista negra del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, a la par de organizaciones transnacionales como Los Zetas mexicanos, La Yakuza japonesa o La Camorra italiana, no nació en el país que le da su coloquial gentilicio. Nació en un estado llamado California, en un país llamado Estados Unidos. Eran migrantes jóvenes que huían de la guerra y se largaron a Estados Unidos. Pero aquel país, haciendo un descarnado resumen de la historia de la organización pandillera que desangra el norte centroamericano, no encontraron allá más que otra guerra en sus guetos: una guerra entre pandillas latinas que los despreciaban por ser de una migración más reciente, pandillas negras, asiáticas y supremacistas blancas. Esos jóvenes que buscaban vida no fueron recibidos por ese país con promesas de un nuevo futuro, sino con afrentas que se parecían a su pasado: ¿sabés defenderte? ¿sabés guerrear? Ellos, que huían de una guerra, respondieron acorralados: sí sé. Y supieron. Para defenderse, imitaron. Crearon su propia pandilla. Cuando esa pandilla se hizo más grande y violenta que las otras, Estados Unidos reaccionó como sabe reaccionar: deportó. Deportar no es equivalente a hacerse cargo, sino a deshacerse, sobre todo si se habla de un país como Estados Unidos, que durante toda la guerra —esa guerra de la que huían los que luego fueron pandilleros— financió al Ejército asesino que la peleó. Estados Unidos aceitó en los ochenta el motor de la migración salvadoreña. La migración, debería aprender Estados Unidos, es un círculo. El fin de una guerra, debería aprender El Salvador, no es el inicio de una paz. Estados Unidos inyectó a El Salvador en los primeros años de la posguerra cerca de 4,000 pandilleros con registro criminal en el sur de California; los inyectó a un país en ruinas que buscaba reconstruirse. Esos 4,000 son ahora 60,000, según datos oficiales salvadoreños. Y el círculo se cumplió: volvieron y crecieron. La Mara Salvatrucha tiene más de 10,000 miembros activos en decenas de ciudades estadounidenses ahora mismo. La lógica de aplicar un remedio podrido sería cruel y efectiva si sólo matara al paciente lejano. Pero no es así. No sólo es cruel aplicar ese antídoto, sino estúpido. Mata aquí, mata allá. Las migraciones centroamericanas son un signo no leído de estos tiempos. Dejan lecciones contundentes que grafican con líneas claras el desinterés del entramado político por los que dicen representar. No hay ahora mismo señal alguna que permita decir a un centroamericano que tras años de horadar la piedra, dura, resistente, se haya construido un camino distinto al de siempre. Los indocumentados de esta región seguirán largándose en las mismas infames condiciones que los esperan en sus vidas clandestinas allá. En su tierra, la muerte seguirá atenta. Migrante centroamericano seguirá indocumentado; si de estos días dependieran los pronósticos, habría que concluir: eternamente. Si no, pregunten a la señora que lloró por videollamada. En estos días, una madre de dos hijos en El Salvador y migrante documentada en Estados Unidos ha dejado de ser madre de dos hijos en El Salvador y migrante documentada en Estados Unidos.
Imagen de portada: Integrante de la Mara Salvatrucha 13 en la prisión de Ciudad Barrios, El Salvador, foto de archivo.