Inés Arredondo escribió que se dispuso a contar una vida secreta de provincia. Y lo logró. Qué es lo que se dice en voz baja en las panaderías, en las mercerías, en el mercado, en las cantinas, en las peleas de gallos, en la oficina de correos, en la iglesia, en todo lugar donde mujeres y hombres conversan gravitando en mundos separados por el género y la división de tareas. Qué es esa provincia hecha idioma que vive siempre oculto para salir a la luz en momentos de crisis o de luto o de exabruptos familiares.
La mayoría de los cuentos que componen Silencio cerca de una pirámide antigua, ganador del premio Bellas Artes de Cuento Nellie Campobello 2023, tienen como protagonistas a niñas o chicas jóvenes. Entre ellas y sus madres siempre pasa algo, una distancia insalvable, una indiferencia marcada, una incomunicación tensa, como si estuvieran por gritar en cualquier momento. Niñas y chicas que crecen y saben lo que les espera: ese mundo de entrega al amor y a los hombres como un sacrificio en el altar injusto del apego, el dinero, la convivencia diaria. Se muestra con claridad el mundo dividido entre hombres y mujeres, entre los que se van y las que se quedan. No es azaroso que la autora abra algunos de sus textos con citas de Rosario Castellanos. Se trata de una advertencia; lo que se presentará a continuación es un arma de doble filo: lo que se cuenta y lo que se oculta. Lo que se da por hecho, lo que no se comunica y lo que no se puede comunicar. Ese silencio de piedra antigua. Un silencio sagrado que habita en cada uno de nosotros.
Pero sobre todo, los nueve cuentos tienen un tema que los une: la conciencia de crecer. Lastimosamente, de manera oscura, como una semillita en una tierra o muy seca o muy húmeda, uno crece. Y en ese levantamiento, en ese gesto de buscar la luz, uno se lastima. Es inevitable. De otro modo no saldríamos nunca. Estaríamos dentro de la caja intactos. Crecer es reconocerse en esa rasgadura: “A Salman comenzó a exigirle hacerse cargo del cuerpo, de lo que sentía con el paisaje sin cuestionarse nada. Todo se configuraba para lograrlo, cada pedazo de tierra, cada animal y su sangre. Pedro era parte de aquello, no podría negarlo. De alguna forma misteriosa no correspondía a la misma humanidad de Salman, no, pensaba, Pedro es parte de algo que puedo poseer”. Los relatos son realistas, sí, pero tienen un aire misterioso, como de un secreto contado en el patio de la escuela. Un secreto ingenuo o uno terrible, de esos que nos dejan los ojos abiertos mucho tiempo. También aparece la parte mística vinculada a los animales y a la tierra, las pirámides mismas, la luz, los cuerpos.
No es sencillo clasificar algunos libros. No me refiero al género al que se circunscriben, sino de qué tratan: cuál es la unidad, el orden, lo que los rodea; qué es lo que une estos relatos, qué voces se contienen en ellos. Carrillo aísla esos momentos en que las niñas preadolescentes comienzan a vislumbrar la vida que será viendo a la madre, viéndose a ellas mismas en el futuro. Sin llegar a convertirse en relatos de coming of age, estas niñas-jóvenes empiezan a comprender el mundo y esa comprensión no resulta ser una sorpresa, sino la aceptación de un destino marcado por la precariedad y la incomunicación. De lejos, el afecto y el cuidado. De lejos, las palabras reconfortantes. Lo que hay es esto: una vida seca y limitada a las labores, al presente anclado en su eternidad como es visto en la infancia: la inmanencia, lo inmóvil, lo que se resiste a ser cambiado de lugar. Carrillo sabe hundir el dedo sobre el pastel falso de las relaciones filiales: “Porque el amor es esconder los cuchillos dentro de uno mismo. Y tratar de crecer dentro de ese cuerpo atravesado”.
Dice Wajdi Mouawad en Incendios que la infancia es un cuchillo atravesado en la garganta. Nada puede ser más notable en este libro de cuentos que eso. Al final, ¿cómo se saca uno ese cuchillo o, peor aún, cómo se vive con él atravesado? La infancia de Silencio cerca de una pirámide antigua no es la etapa idealizada, pero tampoco es trauma o herida; algo intermedio, quizá. Un espacio onírico: uno recuerda fragmentos de ese sueño que fueron aquellos años, ciertas charlas, gestos, atmósferas, colores, violencias: “Antes de entrar a la escuela mi hermana sacaba un frasquito con aceite de bebé y un trapo y los limpiaba hasta dejarlos brillantes. Luego se volvía sola por el caminito. El acto amoroso tiene que ver con agacharse a limpiar unos zapatos con lo negro brillante”.
¿Qué recordaremos de todo eso que fue? Esas fotografías que suplen la realidad, esos viajes que hicimos, los que no, las promesas tantas, el cansancio de los padres, el alcoholismo, la languidez de los mayores, su indolencia, su falta de empatía. Esa distancia tremenda entre adultos y niños, tan bien retratada por Carrillo, crea una especie de claustrofobia emotiva. Un túnel oscuro al que llegamos cansados, con frío y sin dinero, donde el amor es una cortina de baño de plástico que se puede hallar en cualquier tienda de conveniencia. El mundo barato acepta el amor barato; el que había en la vitrina, polvoso, el que nadie se quiso llevar.
Muchos de los personajes tienen entre nueve y doce años, esa edad clavada entre lo que se deja y en la que no se sabe qué sigue. Cómo va a ser el futuro. La niña del primer relato, “En los cuartitos”, es testigo del culto a la Santa Muerte por parte de dos mujeres. En la misma casa, habitada por la abuela y la madre, la niña solo aspira a subirse al tejado y ver el mundo desde arriba, en un silencio imperturbable y concentrada en ella misma. Esa libertad ansiada se encuentra en varios de los relatos: los niños son seres expuestos a la voluntad de los adultos, no pueden vivir “flotando” en sí mismos, pero Carrillo los coloca en un tiempo indefinido, en una pausa o en un impulso para reconstruirse y comenzar a ser; la autora escudriña en el momento en que elegimos cómo hacernos a nosotros mismos.
En varios de los relatos también está enunciada la frágil y peligrosa relación entre madres e hijas. Muchas veces las madres pasan de la indiferencia hasta la negligencia. Esas mismas madres también están subordinadas a contextos agrestes y precarios. El dinero como un factor que influye en todo. El alcohol. La soledad de esas madres que hacen lo que pueden pero que podrían haber hecho más en otras circunstancias. Madres que no son absolutas, madres antiheroicas, madres rendidas y, sobre todo, solas, flotando a su manera en burbujas de trabajo/escape y obligadas a cuidar de otros. En particular eso: la maternidad como una tarea más, como hacer la cama y lavar la ropa. La maternidad, eso doméstico que nadie eligió pero está ahí y alguien lo tiene que hacer.
Las figuras masculinas, por otro lado, son estrellas fugaces. Llegan y se van. No importan mucho. No hay conflicto mayor. Flotan en una burbuja hecha de cotidianidad y lejanía afectiva. Son pasajeros de un mundo que tocan por poco tiempo. Del cuento “Óscar” retomo este fragmento:
Aun entendiendo las razones por las que decidió irse, no dejaba de incomodarme que su amor, es decir, el final de su amor, en lugar de convertirse en compasión, como suele suceder en personas como él, se haya tornado en un profundo conflicto de luz cruda que lo enceguecía y le impedía vernos, o vernos de un forma menos brutal, decadente. Una luz que no solo se desprendía de mi madre sino de mí, que me envolvía y no había manera de salir de ella.
La mujer narradora que recuerda esa niña que era y que fue abandonada es capaz de imaginar los porqués de las acciones de los otros. Por qué la gente se ama, se lastima, se perdona. Una tarea tremenda, y hasta diríamos injusta para el peso emocional de una persona que comienza a ser persona.
En “Óscar”, por ejemplo, la relación afectiva no se da entre madre e hija sino entre hija y padrastro. La hija flota en las decisiones de la madre que cambia de empleo o de hombre, y ahí va ella, de extra, resignada. Pero ese novio en particular es distinto: le da la familia que no tenía. Le explica cosas, la atiende, la cuida, repara todo. Incluyendo a ellas. Hasta que se acabó. Y no volvió a saber de él. La traición a la madre fue el lazo afectivo con ese otro, el ajeno, el que está afuera del clan.
Carrillo posee una mirada concentrada en el núcleo, en la yema del huevo, en el dedo que sangra por la espina. Cuenta el detalle, la velocidad del aire, el tamaño del río, la incomodidad del cuerpo adolescente, la conciencia de la belleza, el lenguaje cifrado y el lenguaje hacia fuera; cuenta también la tensión y la invisibilidad en el espacio doméstico: esas personas que habitan una casa y podrían no cruzar palabra nunca y todo seguiría igual.
Narrativa Punto Aparte, Chile, 2022
Imagen de portada: Marc Chagall, La Virgen de la aldea, 1938-1942. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza