Periódicamente, escuchamos en los medios elogios baratos (y poco razonados) de la lectura, pronunciados por todo santo viviente: académicos, artistas, cantantes de pacotilla, empresarios y hasta políticos (pero ésos menos, aunque recientemente el presidente Peña Nieto haya querido hacernos creer que aquel episodio en la FIL de Guadalajara, en el que fue incapaz de recordar los títulos de tres libros que lo hubieran marcado, jamás ocurrió). Que si leer nos abre las puertas del saber y el conocimiento, nos dicen, o nos da la llave secreta para llevar una vida más plena o nos convierte en potenciales ciudadanos modelo, y demás frases, que serán muy verdaderas, pero tampoco emocionan demasiado a la audiencia. Me parece que, a estas alturas, descartamos estos encomios retóricos y siempre solemnes como parte del ruidero inevitable del medio ambiente cultural mexicano. Pero eso no significa que pueda darse el tema por resuelto, de ningún modo. ¿O alguien de verdad cree que los millones de personas (y, entre ellas, los jóvenes, que están allí, en el palco central) que no abren un libro ni por casualidad en este país comenzarán a hacerlo porque aparezca en un comercial de televisión el ex futbolista Zague y se los recomiende, como parte de la campaña de “Lee veinte minutos al día”? (Y aquí podríamos hacer una encuesta para saber qué tipo de libros preferirá Zague y cuánto se tardaría en terminar, digamos, una novela de Virginia Woolf, incluso una de las cortitas, con un avance de veinte en veinte minutos cada mañana: ¿seis meses? O, si les parece que doña Woolf resulta demasiado remota para él, ¿qué tal Clarice Lispector o Rosario Castellanos? ¿O qué nos parece que debería leer Zague? ¿La Teoría General de la Relatividad? ¿Filosofía del lenguaje? ¿A Murakami?) La más reciente encuesta de lectura en México, presentada en 2017 por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc), resultó tan optimista que es difícil creerle. Si hemos de hacer caso a sus cifras, el país pasó de 2.9 libros leídos al año per capita, en 2012, a 5.3 apenas cinco años después (en el segundo lugar de América Latina, sólo por debajo de Chile, que salió con 5.4, y encima de países con larga tradición cultural, como Argentina o Perú). Y yo me pregunto algunas cosas: ¿Este dato es consistente con alguna reforma espectacular de la educación mexicana, que haya convertido a todo estudiante en lector avezado y avorazado? ¿O con algún boom editorial extraordinario, medible y pesable en ventas facturadas por librerías y “tiendas de prestigio”? ¿O con algún crecimiento exponencial en los alcances de la red mexicana de bibliotecas públicas? A menos que alguien me presente pruebas concretas de que pasé en criogenia el último lustro y no me di cuenta, nada de eso ha sucedido. Es posible ver mucha gente leyendo en las calles, sí, pero sus lecturas son de teléfonos y tabletas, y las obras consultadas, los whatsapp que les mandan y sus mensajes en las redes sociales. Y, a menos que su metodología mienta, esas no son variantes consideradas por el Cerlalc. ¿Para qué tantos elogios estériles a la lectura y, podemos agregar, tantas campañas hipócritas que ensalzan como indispensable una actividad que debería ser realizada con placer y la convierten, así, en algo parecido a la obligación de lavarse los dientes o comer frutas y verduras que aparece citada como muletilla en los anuncios de alimentos? La realidad es que las acciones concretas para superar el abismo de ignorancia generalizada en que vivimos son pocas y con un impacto francamente menor. Los programas escolares y universitarios huyen, cada vez más, de la lectura, ante la evidencia aplastante de que una mayoría sólida de los estudiantes prefieren ser objeto de una endodoncia antes que padecer un programa de cinco libros al semestre (el creciente fetiche por la tecnología electrónica como único medio de aprendizaje también suma en ese rubro). Y, entretanto, los promotores de lectura (que los hay por cientos en el país, y algunos tan concienzudos que alcanzan casi el grado de apóstoles) se ven orillados a lidiar con presupuestos raquíticos y apoyos escasos o nulos. Y los precios de los libros nuevos (y ni hablemos de los importados, porque empezaremos a llorar) resultan prohibitivos para buena parte de los mexicanos, al menos para los que no somos herederos de una empresita o de siete casas para alquilar. Total, que nos afanamos, universidades, gobierno, empresarios, medios e intelectuales, en elogiar la lectura, pero con la secreta seguridad de que nuestros ditirambos equivalen a declararle el amor a la luna: nunca hizo daño a nadie amarla, claro. Pero nadie bajó la puerca luna del cielo, tampoco.
Imagen de portada: Fotografía de Tre Balchowsky, 2012.