Este libro es una nueva parada en la escritura de Cristina Rivera Garza. Su obra anterior, Había mucha neblina o humo o no sé qué, parece una primera parte de Autobiografía del algodón. Ambas ponen en práctica la estética que la autora articuló en Los muertos indóciles, publicado por primera vez en 2013, a la que nombra escritura desapropiada o, en textos más recientes, geológica. Con los dos términos se refiere a creaciones verbales en las que aparece en escena su propio proceso de elaboración y en las que, lejos de esconder las uniones entre los diversos momentos de la escritura, éstas ocupan un papel protagónico. El principio parece sencillo: las palabras que conforman un texto no le pertenecen al autor, sino a una comunidad que las dota de sentido histórico y geográfico. Siempre se dice algo por segunda vez, ya que el instante original es impropio de la literatura. De ahí que las narraciones geológicas sean, a menudo, inestables, inciertas. La conjugación precisa de elementos ajenos es lo que el escritor aporta a manera de dádiva para la comunidad de la que toma su materia prima. No se trata de un intercambio mercantil, en el que se salda un costo; en todo caso, el acto de escribir es algo más cercano por definición al crecimiento de una deuda impagable. Para nutrir las palabras a profundidad en esa dinámica, se necesita aprender a entrevistar documentos, trazar constelaciones entre los archivos públicos (la memoria institucional) y los íntimos (las conversaciones de sobremesa, las llamadas telefónicas para avisar que alguien murió, las fiestas en las que el alcohol desliza a la superficie secretos agazapados durante años).
De vez en cuando, a menudo por error, mi papá decía algo durante la cena, ante lo cual reaccionaba mi madre, aunque muy brevemente. Un guiño secreto. El asomo de una sonrisa de complicidad. Los párpados cuando se cierran a momentos […] un tío que decía algo que le contestaba otra tía, todo en código. Ningún comentario de más. Como si nos estuvieran protegiendo de ese saber.
Ésta no es la primera vez que Rivera Garza interroga archivos para narrar una historia posible. Un afán similar ordena un caos de formatos médicos en su novela más lejana, Nadie me verá llorar. Guardadas las distancias, si en ese momento el principio de reunión fue dictado por los espacios en blanco de expedientes, ahora lo guía el recorrido de diversas tribus a través de un territorio que pareciera estático y sólido. Sin embargo, en ese mapa palpitan las migraciones humanas y animales como un sistema de circulación que le da vida. Autobiografía del algodón ofrece de entrada una contradicción.¿Puede una planta contar su propia historia? ¿Qué habla cuando narra una persona no humana? ¿A quién se refiere ese auto- que le pertenece al Gossypium hirsutum? A falta de una mejor definición, es necesario admitir que esta historia está articulada como novela. La conforman varios narradores: diversas versiones de la propia Cristina Rivera Garza como personaje que, acompañada de amigas o familiares, recorre un país trazado por las expresiones cimarronas del lenguaje doméstico y la biografía más íntima; las voces de José Revueltas y Gloria Anzaldúa como escritores terrenales, ocupados siempre de ubicarse en el espacio concreto y escurridizo de la pobreza y la frontera; un narrador vegetal, que cuenta el trayecto que va desde la huelga en el Sistema de Riego número 4 en Nuevo León hasta el asentamiento de unas cinco mil personas en Tamaulipas. En los espacios insinuados o presuntamente secretos aparece el algodón como la promesa blanca del porvenir: Una fibra con potencia de ubicuidad. Para escribir esta singular autobiografía, Rivera Garza desanduvo las mudanzas de sus abuelos paternos que participaron en la huelga de campesinos, a la que un imberbe Revueltas asistió enviado por el Partido Comunista para avivarla, y la migración de sus abuelos maternos a causa de la recesión de los años treinta en Estados Unidos. El luto humano de Revueltas podría leerse como una alegoría bíblica de las organizaciones campesinas, pero si se rastrea su proceso de elaboración, la situación se complica y aparecen los problemas, las referencias palpables de una historia que espera ser nombrada como verdad. Podemos asegurar que Revueltas llegó a la Estación Camarón en 1934, al corazón del conflicto agrario, por varios telegramas oficiales que hacen constar su detención bajo acusación de ser un agitador sindicalista. Sabemos que estuvo allí por las huellas de su ausencia, pero también por el innegable peso de las páginas de su novela. Detrás del drama de la inundación, el reencuentro con la historia del algodón. ¿Qué hizo posible hallar indicios de la historia familiar en la segunda novela del autor mexicano más crítico del siglo XX? La convicción de que la escritura no es un acto de inspiración, la conciencia de que bajo las capas de ficción hay siempre un cuerpo (o varios) que trabajan y un territorio que se habita, una materia que se transforma gracias al esfuerzo colectivo: el algodón. A esa misma labor con la tierra fueron convocados también los abuelos maternos de la autora. Una familia con cinco hijas que aprendieron a trabajar el campo y a ocuparse en las incontables actividades necesarias para la reproducción de la vida: pelar las verduras, despellejar los pollos, lavar la ropa, planchar las sábanas, limpiar la cosecha, llevar las cuentas domésticas, continuar la estirpe…
Cada desplazamiento narrado en la novela delinea también a dónde fue lo que había antes, quiénes tuvieron que moverse para que los recién llegados alcanzaran lugar. Hay cuentos breves de escritores que vapulean el caballo con la esperanza de encontrarse con la huelga, ingenieros que recorren en avión la línea de la frontera preguntándose la manera de repartir el agua del Río Bravo, esposas muertas que duermen en amplias camas de hoteles abandonados por una epidemia. Una constelación de historias que permitieron la existencia de la propia. De esa manera, la anécdota de una familia en particular se vuelve relevante para cualquier persona. Además de los relatos sobre los ancestros, lo que importa son los gestos pequeños, las decisiones incomprensibles a la distancia de los años, las preguntas que sólo se formulan en los velorios o los panteones, cuando los parientes consideran que vale la pena contar los secretos para alumbrar la memoria del difunto. Cada comunidad tiene su forma de relacionarse con los muertos, pero no hay ninguna que no lo haga. Cuando eso sucede estamos hablando entonces de una guerra. Desaparecidos. Fosas comunes. Desplazamientos forzados. Borradura de expedientes. Autobiografía del algodón está organizada en siete apartados y se divide justo a la mitad por una serie de cinco imágenes: cuatro fotografías intervenidas y la impresión risográfica de unos capullos de algodón. Aquí y allá se atraviesan también escaneos o transcripciones de documentos oficiales: una cartilla de migración, una vieja fotografía digitalizada, por ejemplo. A pesar de los cambios de perspectiva y de los distintos escenarios y periodos, una preocupación por el lenguaje atraviesa toda la narración; más aún, un cuidado en el decir. Un día, la pequeña Cristina se pierde en el sembradío, por unos instantes se interna en un bosque inmenso, amurallado de verde y blanco. En cuanto sus padres la levantan, con ese cambio de posición ella aprende a nombrar el campo de algodón. Ve desde arriba y se da cuenta de que el punto de vista crea la realidad.
El azul del cielo; el blanco sobre la tierra. Hay una niña en todo esto. Un cuerpo pequeño que se mueve con dificultad entre tallos y ramas y hojas. Espinas. Cuando se detiene, se detiene el tiempo. Algo está a punto de ocurrir. La cabeza se vuelve sobre el camino apenas recorrido sólo para confirmar que los tallos y las ramas y las hojas se han cerrado a su paso. Inexpugnable es una palabra disfrazada de muro.
La autobiografía, a diferencia de la biografía, implica que el narrador y personaje central aún vive. Es imposible que uno cuente su propia muerte porque esa experiencia, la más definitiva y la más personal, siempre le ocurre a los demás. De tal forma, este género de la escritura íntima confiesa desde su propia enunciación que la historia no se ha terminado y, en ese sentido, se sabe imperfecta, abierta y dispuesta a continuar.
Random House, CDMX, 2020
Imagen de portada: Trabajadores mexicanos cosechando algodón en la plantación Knowlton, Mississippi, 1939. Library of Congress, imagen de dominio público