—¿Y le fue fácil aclimatarse de nuevo en Chiapas, después de haber vivido en el extranjero?
—Tú no sabes lo que se extraña la tierra cuando está uno lejos. Hasta en el mismo París hacía yo que me mandaran café, chocolate, bolsas de posol agrio. No, no cambiaría nunca Chactajal por ninguno de los Parises de Francia.
César no era de los hombres que se desarraigan. Desde donde hubiera ido, siempre encontraría el camino de regreso. Y donde estuviera siempre sería el mismo. El conocimiento de la grandeza del mundo no disminuía el sentido de su propia importancia. Pero, naturalmente, prefería vivir donde los demás compartían su opinión; donde llamarse Argüello no era una forma de ser anónimo; donde su fortuna era igual o mayor que la de los otros.
Ernesto estaba entrando, por primera vez, en la intimidad de uno de estos hombres a quienes tanto había envidiado y admirado desde lejos. Bebía, ávidamente, cada gesto, cada palabra. El apego a las costumbres, la ignorancia tan impermeable a la acción de los acontecimientos exteriores le parecieron un signo más de fuerza, de invulnerabilidad. Ernesto lo sabía ahora. Su lugar estaba entre los señores, era de su casta. Para ocultar la emoción que este descubrimiento le producía, preguntó mostrando el edificio que se alzaba, a cierta distancia, frente a ellos.
—¿Ésa es la ermita donde rezamos anoche?
—Sí. ¿Te fijaste que la imagen de Nuestra Señora de la Salud es de bulto? La trajeron de Guatemala, a lomo de indio. Es muy milagrosa.
—Hoy estuvieron tocando la campana desde antes que amaneciera.
—Para despertar a los peones. Mi padre me decía que antes, cuando los indios oían las campanadas, salían corriendo de los jacales para venir a juntarse aquí, bajo la ceiba. El mayordomo los esperaba con su ración de quinina y un fuete en la mano. Y antes de despacharlos a la labor les descargaba sus buenos fuetazos. No como castigo, sino para acabar de despabilarlos. Y los indios se peleaban entre ellos queriendo ganar los primeros lugares. Porque cuando llegaban los últimos ya el mayordomo estaba cansado y no pegaba con la misma fuerza.
—¿Ahora ya no se hace así?
—Ya no. Un tal Estanislao Argüello prohibió esa costumbre.
—¿Por qué?
—Él decía que porque era un hombre de ideas muy avanzadas. Pero yo digo que porque notó que a los indios les gustaba que les pegaran y entonces no tenía caso. Pero lo cierto es que los otros rancheros estaban furiosos. Decían que iba a cundir el mal ejemplo y que los indios ya no podían seguir respetándolos si ellos no se daban a respetar. Entonces los mismos patrones se encargaron de la tarea de azotarlos. Muchos indios de Chactajal se pasaron a otras fincas porque decían que allí los trataban con mayor aprecio.
—¿Y don Estanislao?
—En sus trece. Los vecinos querían perjudicarlo y picaron pleito por cuestiones de límites. Pero toparon con pared. El viejo era un abogado muy competente y los mantuvo a raya. Fue hasta después, en el testamento de mis padres, que Chactajal se partió. Una lástima. Pero con tantos herederos no quedaba más remedio.
—Usted no tiene de qué quejarse. Le tocó el casco de la hacienda.
—Soy el mayor. También me correspondía la indiada para desempeñar el trabajo.
—Conté los jacales. Hay más de cincuenta.
—Muchos están abandonados. Dicen que el primer Argüello que vino a establecerse aquí encontró una población bien grande. Poco a poco ha ido mermando. Las enfermedades —hay mucho paludismo y disentería— diezman a los indios. Otros se desperdigan. Se meten al monte, se huyen. Además yo regalé algunas familias a los otros Argüellos. Bien contadas no alcanzan ni a veinte las que quedaron.
Miró el caserío. Sólo de algunas chozas brotaba humo. En las demás no había ningún signo de estar habitadas.
—Los jacales vacíos se están cayendo. Tú pensarás que tienen razón los que dicen que éste es el acabóse, porque eres nuevo y no tienes experiencia. ¡Cuántas veces pusimos el grito en el cielo por motivos más graves: pestes, revoluciones, años de mala cosecha! Pero viene la buena época y seguimos viviendo aquí y seguimos siendo los dueños.
¿Por qué no iba a ser igual ahora, precisamente ahora que Ernesto había llegado? Tenía derecho a conocer la época de la abundancia, de la despreocupación. También él, como todos los Argüellos.
Un kerem venía de la caballeriza jalando por el cabestro dos bestias briosas, ligeras, ensilladas como para las faenas del campo. César y Ernesto descendieron los escalones que separan el corredor de la majada. Montaron. Y a trote lento fueron alejándose de la casa grande. El kerem corría delante de ellos para abrir el portón y dejarles paso libre. Todavía cuando iban por la vereda que serpentea entre los jacales, su paso despertaba el celo de los perros, flacos, rascándose la sarna y las pulgas, ladrando desaforadamente. Las mujeres, que molían el maíz arrodilladas en el suelo, suspendieron su tarea y se quedaron quietas, con los brazos rígidos, como sembrados en la piedra del metate, con los senos fláccidos colgando dentro de la camisa. Y los miraron pasar a través de la puerta abierta del jacal o de la rala trabazón de carrizos de las paredes. Los niños, desnudos, panzones, que se revolcaban jugando en el lodo confundidos con los cerdos, volvían a los jinetes su rostro chato, sus ojos curiosos y parpadeantes.
—Ahí están las indias a tu disposición, Ernesto. A ver cuándo una de estas criaturas resulta de tu color.
A Ernesto le molestó la broma porque se consideraba rebajado al nivel de los inferiores. Respondió secamente:
—Tengo malos ratos pero no malos gustos, tío.
—Eso dices ahora. Espera que pasen unos meses para cambiar de opinión. La necesidad no te deja escoger. Te lo digo por experiencia.
—¿Usted?
—¿Qué te extraña? Yo. Todos. Tengo hijos regados entre ellas.
Les había hecho un favor. Las indias eran más codiciadas después. Podían casarse a su gusto. El indio siempre veía en la mujer la virtud que le había gustado al patrón. Y los hijos eran de los que se apegaban a la casa grande y de los que servían con fidelidad.
Ernesto no se colocaba, para juzgar, del lado de las víctimas. No se incluía en el número de ellas. El caso de su madre era distinto. No era una india. Era una mujer humilde, del pueblo. Pero blanca. Y Ernesto se enorgullecía de la sangre de Argüello. Los señores tenían derecho a plantar su raza donde quisieran. El rudimentario, el oscuro sentido de justicia que Ernesto pudiera tener, quedaba sofocado por la costumbre, por la abundancia de estos ejemplos que ninguna conciencia encontraba reprochables y, además, por la admiración profesada a este hombre que con tan insolente seguridad en sí mismo, cabalgaba delante de él. Como deseoso de ayudar guardando el secreto, preguntó:
—¿Doña Zoraida lo sabe?
Pero su complicidad era innecesaria.
—¿Qué? ¿Lo de mis hijos? Por supuesto.
Habría necesitado ser estúpida para ignorar un hecho tan evidente. Además toda mujer de ranchero se atiene a que su marido es el semental mayor de la finca. ¿Qué santo tenía cargado Zoraida para ser la única excepción? Por lo demás no había motivo de enojo. Hijos como ésos, mujeres como ésas no significan nada. Lo legal es lo único que cuenta.
Habían dejado atrás el caserío. Una vegetación de arbustos, rastreros, hostiles, flanqueaban la vereda. Las espinas se prendían al género grueso de los pantalones, rayando la superficie lisa de las polainas de cuero. César espoleó levemente su caballo para que trotara con mayor rapidez hasta donde la maleza se despejaba.
[…]
—Quiero que conozcas el cañaveral. La cosecha de este año promete ser buena.
Las cañas se alzaban en un haz apretado y verde rasgando el aire con el filo de sus hojas.
—Aquél es el trapiche.
Bajo un cobertizo de teja estaba la máquina, del modelo más antiguo, de las que todavía se mueven por tracción animal.
—En caso de necesidad puede engancharse un indio.
Naturalmente que César había oído hablar de aparatos más modernos, más rápidos. Los había visto en sus viajes. Pero como éste aún daba buen rendimiento, César no veía ningún motivo para cambiarlo.
—Es hora de volver a la casa grande. Estarán esperándonos para tomar el posol.
La mano que regía la rienda hizo un viraje brusco. Los caballos, presintiendo su querencia, trotaban alegremente.
Ernesto iba pensativo. César le preguntó:
—¿Qué te parece Chactajal?
Ernesto no podía responder aún. Su paladar estaba todavía reseco de asco por lo que había presenciado en los corrales. El olor, en que se mezclan el estiércol y la creolina, no había cesado de atormentar su nariz. El polvo le escocía en los párpados. Y, ¡Dios mío!, la vergüenza de haber parecido despreciable, ridículo, débil, según la opinión de César.
—Chactajal es la mejor hacienda de estos contornos. Pregúntale a cualquiera si hay por aquí rebaños con mejor pie de cría que los que has visto. En cuanto a las semillas me las mandan especialmente de los Estados Unidos. Ya te mostraré los catálogos. La tierra es muy agradecida. Siembras y como una bendición te da el ciento por uno. Ni qué decir de la casa grande. No hay otra que se le pueda comparar en toda la zona fría. Es construcción de las de cuánto ha, bien hecha.
—Sí, se ve.
Ernesto afirmó con desgano. Qué pueril resultaba César insistiendo en el valor de sus propiedades como si se tratara de venderlas. Pero Ernesto no era un comprador. Cuando le hablaban de riqueza pensaba en otra cosa, en aquellas películas que había visto en el cine de Comitán. Los ricos son los que viven en palacios; los que ordenan a lacayos vestidos de librea; los que comen viandas deliciosas en vajillas de oro. Pero aquí no había más que un caserón viejo. En el cuarto de Ernesto había goteras y sobre las vigas del techo corrían, toda la noche, las ratas y los tlacuaches. Más valía no hablar de la servidumbre. Las criadas y los mozos eran indios. Harapientos. Y no había modo de entenderse con ellos. Se apresuraban a cumplir las órdenes. Pero como no las entendían siempre las cumplían mal. Los platos eran de peltre, estaban descascarados por el uso. La comida no era mejor que la que su madre preparaba en Comitán. Comida de rancho, decían, como enorgulleciéndose en vez de disculparse, cuando partían los tasajos de carne salada, cuando servían los plátanos fritos.
De modo que esto era ser rico. Bien. Ernesto no iba a decepcionarse de sus parientes. Al contrario, estaba contento. Claro que le habría gustado disfrutar de una de aquellas vidas de película. Pero no a costa de su humillación. La riqueza real, verdadera, tal como aparecía en el cine, habría abierto un abismo más hondo entre él y los Argüellos. Si su familia lo admitía así con tanta dificultad, con tantas reticencias. Y era en estas privaciones, en estas necesidades, en lo que podían identificarse, aproximarse. La misma sangre, el mismo apellido, las mismas costumbres. ¿En qué el uno era superior al otro?
Habían llegado ante una tranca. Ernesto, absorto en sus pensamientos, no hizo el menor ademán para desmontar. César aguardó unos instantes, tamborileando los dedos sobre la manzana de su silla. Cuando habló su voz estaba pesada de impaciencia y disgusto.
—¿Qué esperas para bajar a abrir?
Ernesto parpadeó, despertando. Midió la distancia que lo separaba de este hombre. Y con la boca llena de saliva amarga, obedeció.
Fragmento de Balún Canán, incluido en Obras, I. Narrativa, de Rosario Castellanos, pp. 67-77 D.R.© 1989, Fondo de Cultura Económica.
Imagen de portada: Manuel Guzmán, Romerillo, 2017. Galería Muy.