El momento eureka
No hay nada más seductor para un científico que ver satisfechas sus expectativas cuando observa la naturaleza. Sentado en mi escritorio, tuve un momento eureka. El trabajo de investigación que desarrollamos a lo largo de los últimos doce años nos permitió entender un mecanismo que podría resolver la paradoja sismológica del Valle de México: ¿por qué duran tanto los terremotos en los sedimentos lacustres del valle a pesar de que las ondas sísmicas ahí se disipan tan rápidamente? Mientras más tiempo se tambalea una estructura, mayor puede ser su deterioro y, por lo tanto, la probabilidad de que colapse. De ahí que explicar las causas de la duración de las sacudidas sea tema de relevancia social y no únicamente científica. Nuestro hallazgo teórico contradecía la idea actual más generalizada en la comunidad sismológica, según la cual el movimiento del suelo en zonas lacustres dura tanto como el suministro de ondas sísmicas que recibe. Es decir que, a pesar de la gran disipación de la energía, mientras incidan ondas en los sedimentos blandos de los antiguos lagos éstos vibrarán amplificando descomunalmente el movimiento. Al cesar la incidencia de ondas, el movimiento también cesaría en los sedimentos. Hay razones de peso que sustentan esta hipótesis. Cuando ocurre un terremoto bajo las costas del Pacífico mexicano, las ondas sísmicas viajan un largo camino hasta alcanzar la capital del país, dispersándose por múltiples razones y prolongando así el movimiento incidente en el Valle de México, incluida la zona lacustre. Pero nuestra investigación apuntaba a que existía, además, un fenómeno local responsable de prolongar las sacudidas en esa zona a pesar de la alta disipación en los sedimentos más superficiales.
Buscando las evidencias que exige la teoría
Al pulsar la cuerda de una guitarra, ésta vibra de diversas maneras simultáneamente según un patrón determinado por su tensión y su grosor. El tono emitido con mayor intensidad se debe al modo fundamental de vibración de la cuerda, y corresponde a las oscilaciones de más baja frecuencia. La cuerda también emite sobretonos más agudos que corresponden a modos superiores de vibración cuyas frecuencias son múltiplos de la frecuencia fundamental. Nuestro hallazgo sugería que el suelo lacustre del Valle de México desempeña el papel de la cuerda en la guitarra. Mientras que la energía sísmica correspondiente al modo fundamental de vibración viaja principalmente en los sedimentos más superficiales, donde muere rápidamente por su alta disipación, las ondas correspondientes a los modos superiores de vibración viajan, sobre todo, a través de los depósitos más profundos de la cuenca sedimentaria. Dado que estos depósitos son más duros que las capas superficiales y, por ende, menos disipativos, “atrapan” los modos superiores de vibración recreando por mucho más tiempo el movimiento en la zona lacustre. De ser cierta, esta teoría implicaría que la duración de las ondas sísmicas incidentes en el Valle de México debía ser menor que la observada en zona lacustre, desafiando entonces la explicación consensuada en la comunidad científica. Con la revelación de esta certeza teórica, bastaría encontrar una confirmación observacional que la validara. Gracias a la vasta red de sismómetros ultrasensibles instalados recientemente en el valle, pudimos enfrentar el desafío con una técnica desarrollada en telecomunicaciones para el diseño de antenas. A partir de un conjunto de sismómetros ubicados fuera de los sedimentos lacustres es posible determinar la dirección de procedencia de las ondas sísmicas de un terremoto registrado en todos los sismómetros. El momento del juicio se acercaba. Una vez desarrollado el algoritmo, lo alimentamos con los sismogramas de un primer terremoto ocurrido cerca de Acapulco. Los resultados eran contundentes: además de las ondas sísmicas registradas durante los primeros 30 segundos, que procedían, sin ninguna sorpresa, del lugar donde ocurrió el sismo, las ondas registradas en los siguientes 30 segundos procedían de la dirección opuesta, es decir, de los sedimentos lacustres del valle. El mismo ejercicio, realizado con otros terremotos, confirmó el hallazgo: 40% de la energía sísmica registrada en el suelo duro que circunda los depósitos lacustres corresponde a ondas “escupidas” (i.e. difractadas) por la cuenca sedimentaria, donde permanecen por mucho más tiempo que la duración de las ondas sísmicas incidentes del terremoto. Este fenómeno se manifestó con toda claridad para ondas con periodo de oscilación entre 2 y 3 segundos, que son las que se ven más amplificadas en los sedimentos de los antiguos lagos del Valle de México. Ahí estaban los datos observacionales que confirmaban la predicción teórica sobre la existencia de un fenómeno local en la cuenca sedimentaria del Valle de México, responsable de que el movimiento en los depósitos lacustres sea mucho más largo que la duración de las ondas sísmicas incidentes del terremoto.
Fundamento epistemológico de la práctica científica
Desde los inicios de mi formación en geofísica tuve preocupaciones filosóficas. Mi pasión por los sismos no se limitaba a los de la corteza terrestre e involucraba también las revoluciones científicas: esos cambios de concepción que tienen la fuerza de derrumbar sólidas teorías para reconstruir las explicaciones del funcionamiento del mundo. En el camino hacia la solución de la paradoja sismológica del Valle de México me topé con un fascículo cuyo título daba cuenta, con una exactitud abrumadora, de nuestra práctica científica: “La teoría como guía de la observación”, de Rolando García. Devoré el texto y de ahí me sumergí en otros que iban encontrando terreno fértil en las preocupaciones epistemológicas que sugería nuestro trabajo de investigación. Las corrientes empiristas que han dominado la concepción de la ciencia desde el siglo XVII sostienen que es a partir de la observación sistemática de la naturaleza que se inducen las teorías científicas. Si bien los datos observados son necesarios para estimular la reflexión y postular nuevas hipótesis, de ninguna manera representan, por sí solos, una prueba estrictamente verdadera de las teorías que se desprenden de ellos. En parte es por eso que mucha de la “ciencia dura” se arropa en argumentaciones especulativas que permiten explicar las observaciones. Nosotros estábamos resolviendo una paradoja sismológica. Pero no solamente eso. Además, estábamos entendiendo que, a pesar de la persistencia del empirismo en la formación científica dominante, el conocimiento se construye de otra manera. El 15 de junio de 2016, en un acto público de trascendencia histórica, se dio a conocer uno de los hallazgos científicos más importantes del último siglo. El interferómetro láser para la detección de ondas gravitacionales (LIGO, por sus siglas en inglés) había confirmado las predicciones teóricas hechas por Henri Poincaré en 1905 sobre la existencia de lo que él llamó les ondes gravifiques. Dichas predicciones, formalizadas en 1915 con la teoría general de la relatividad de Albert Einstein, representaron el comienzo de una revolución científica en la física fundamental y la astrofísica, cuando las nociones de espacio y tiempo abandonaron los paradigmas sentados por pensadores como Aristóteles, Euclides y Newton. Con una inversión inicial de 395 millones de dólares y 16 años de construcción y rediseños técnicos, el LIGO permitió observar las perturbaciones gravitacionales producidas por la colisión de dos hoyos negros a más de 1,300 años luz de distancia de nuestro planeta. Capaz de detectar deformaciones del espacio comparables a la milésima parte del diámetro de un protón, esta infraestructura es una prueba incontestable del tesón por realizar el primer registro de un fenómeno predicho por una teoría. En otras palabras, el descubrimiento de las ondas gravitacionales da fe del papel central que tienen las teorías en el desarrollo de la ciencia como guías de la observación. La historia de la ciencia realizada desde esta perspectiva epistemológica (que, dicho sea de paso, derrumbó experimentalmente los supuestos del empirismo) pone en evidencia que de las teorías se desprenden posibilidades de observación, y que no es a partir de los datos observables que se construyen las teorías. La concepción heliocéntrica del universo, por ejemplo, introducida por Copérnico en el siglo XVI, parecía carecer de sustento observacional al constatar la ausencia de paralaje en los objetos celestes. En realidad, dicha ausencia era sólo aparente y respondía a la imprecisión de las observaciones realizadas desde la Antigüedad clásica. Tuvo que ser el filósofo renacentista Giordano Bruno quien se atreviera a pensar un universo sin límites, que llevase los astros a distancias descomunalmente grandes, para explicar la falta de pruebas observacionales con los instrumentos de la época. Para él, la incapacidad de observar el paralaje era la prueba de su concepción infinita del universo. De ser confirmada, la predicción teórica de Bruno sobre la existencia de paralaje en los cuerpos celestes demostraría el desplazamiento elíptico de nuestro planeta en torno al Sol, estableciendo así nuevos paradigmas cosmológicos. La confirmación de su teoría no tuvo lugar sino hasta 1838, dos siglos después de haber muerto en la hoguera bajo el rigor de la Santa Inquisición. Esta forma de reconstruir la historia de la ciencia tomando en cuenta la cosmovisión imperante cuando se gestaba una teoría, me permitió entender que la humanidad no concibió ideas erróneas o absurdas que luego se hayan ido reemplazando por otras correctas gracias a nuevos métodos de observación o registro. Fueron los mismos hechos, los mismos datos, las mismas experiencias, los que adquirieron otro significado a partir de una nueva elaboración teórica. Dicho de otra manera, es a partir de la teoría que aprendemos a observar y a interpretar esas observaciones. A mis preocupaciones filosóficas sobre la ciencia les faltaba un marco epistemológico que encontré en la epistemología genética. Y en mi propia práctica científica, en el estudio de la sismología —una ciencia física de cuya relevancia social no hay que convencer a nadie— encontré evidencias de que una teoría introduce nuevos elementos en la concepción de un fenómeno; elementos que no son el resultado de la experimentación sino la guía de la observación empírica.
Imagen de portada: Georgia O’Keeffe, Pequeñas colinas púrpuras, 1934.