En uno de mis recuerdos de la infancia estoy en el jardín juntando peces. El agua me llega hasta las rodillas. Basta meter la mano en el agua oscura que cubre todo el césped para atrapar un bagre gordo y resbaloso que ha encallado en el jardín tras el desborde del río cercano. Hay varios más chapoteando en diferentes baldes de plástico. Sueño con llenar un acuario con estos peces robustos y poco elegantes. La ciudad se inunda con regularidad y se cubre de aguas densas y rápidas. A veces un árbol pasa, las raíces expuestas y la cabellera sacudida por la corriente. A veces son autos los que flotan en las calles como insectos gigantes.
Bolivia perdió su salida al mar en la guerra del Pacífico con Chile (1879-1883). Nuestro único acceso al mar era a través del Litoral, un territorio alejado de los centros de poder y que no interesaba a los políticos bolivianos. La causa de la guerra fue el salitre y, literalmente, la mierda. En una época en que no existían los fertilizantes químicos, el excremento de las aves marinas y las focas —el guano—, así como el salitre —una mezcla de nitratos de potasio y de sodio que se encuentra en el suelo de la región—, eran muy cotizados en todo el mundo. El naturalista Alexander von Humboldt investigó las propiedades del guano, que encontró en el Callao de Perú, y las dio a conocer en Europa, lo cual con el tiempo desató un furor por este producto. El guano se convirtió en el codiciado “oro blanco” de los Andes y fue explotado sin descanso en Chile, Perú y Bolivia. En Perú se ocupó mano de obra esclava, primero de afrodescendientes y luego de chinos y hawaianos engañados o secuestrados, para hacer este trabajo. La extracción del guano fue tan agresiva que provocó el violento declive de la población de aves marinas: si en Perú había 53 millones de aves marinas en 1800, para 2011 quedaban solo 4.2 millones. Esta explotación depredadora contrasta con el uso sostenible que hicieron durante siglos los incas: Garcilaso de la Vega contó que en la época precolombina era ilícito entrar a las islas donde vivían las aves marinas durante la temporada de reproducción, so pena de muerte. En el primer poema de Trilce (1922), la gran obra vanguardista de César Vallejo, el guano tiene un papel importante.
Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada.
Cuando Vallejo escribió este poema, el guano ya no ocupaba un lugar central en la economía peruana, pero sí era aquello que había permitido la acumulación del capital en el Perú de la segunda mitad del siglo XIX. Detrás del ferviente movimiento en torno a la extracción del guano y del salitre en los Andes estaban los intereses de Inglaterra, que necesitaba del abono para mantener la agricultura intensiva que acompañó su proceso de industrialización durante ese siglo. José Carlos Mariátegui escribió en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana que “el guano y el salitre […] cumplieron la función de crear un activo tráfico con el mundo occidental […] Este tráfico colocó nuestra economía bajo el control del capital británico”; gracias a sus abonos naturales, las economías de estos países ingresaron al circuito del capital internacional en condiciones subordinadas. Cuando Bolivia decidió aumentar los impuestos a una empresa chilena que operaba en su territorio con capital británico, la Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta, Chile invadió Antofagasta y después Atacama. Bolivia perdió la guerra y con ello su salida al mar.
El sociólogo y filósofo René Zavaleta Mercado estudió años más tarde la mentalidad señorial que permitió la pérdida del litoral boliviano en el magnífico ensayo Lo nacional-popular en Bolivia, una obra inconclusa debido a su muerte temprana. Zavaleta Mercado, que hizo buena parte de su carrera en México —fue el primer director de la Flacso mexicana y profesor en la UNAM—, postula que las élites bolivianas se identificaban más con las élites chilenas y con los europeos que con los indígenas bolivianos. Atacama “pertenecía al horizonte intelectual de los aymaras, o a su discurso espacial”; la oligarquía, en cambio, no veía este territorio como un espacio importante, ya que allí no habitaron los españoles, y por tanto vivió con indiferencia su pérdida. “La lógica de la estirpe”, dice Zavaleta Mercado, “exagerada hasta el absurdo, siempre ha sido más terminante y final que la lógica de la nación”. Los miembros de la élite no se sentían connacionales de los indígenas; para ellos el indio era el Otro y no así el extranjero. Por eso, perder ese territorio valioso para los aymaras fue vivido por la élite como una transacción, ya que no tenía un uso señorial.
Si el señorío fue negligente en su concepción del territorio nacional, el mar se convirtió en un trauma histórico, en una derrota humillante. Y los bolivianos estamos siempre buscando la manera de compensar esa pérdida, a veces de maneras perversas. Por ejemplo, desde hace unos años se han puesto de moda en Santa Cruz los condominios con playas artificiales. Este fenómeno sucedió al mismo tiempo que la deforestación de la zona del Urubó en Santa Cruz para construir urbanizaciones protegidas por muros infranqueables y cercas eléctricas. A medida que el bosque fue arrasado por las canchas de golf y los edificios, surgió en la élite el deseo de traer el mar a lo que antes fuera monte. Así llegaron a Santa Cruz las urbanizaciones Mar Adentro y Playa Turquesa, que ofrecen playas de agua cristalina y arena blanquísima construidas por la empresa Crystal Lagoons. No deja de ser irónico que el creador de Crystal Lagoons sea un chileno, el empresario y bioquímico Fernando Fischmann: si perdimos el mar en la guerra con Chile, ahora un chileno nos lo devuelve en versión miniatura, caribeñizado, sintético y privatizado. El agua de estas playas se mantiene cristalina y limpia a través de sensores manejados desde el extranjero. Algunas ciudades del país se llenaron de grandes afiches que prometían la llegada del mar a Bolivia. Recordé a un canciller boliviano que, luego de las negociaciones entre los dictadores Pinochet y Banzer en el pueblo boliviano de Charaña, con el objetivo de conseguir una salida al mar en la década de los setenta, dijo recién llegado, triunfal y muy suelto de cuerpo: “Traigo el mar en el bolsillo”. Por cierto, poco después las negociaciones fracasaron.
Con la aparición de estos condominios finalmente se concretaba el viejo sueño de la clase alta de hacer de Santa Cruz una copia tercermundista de Miami, con playa, Starbucks y malls gigantes. Sin embargo, esta utopía encontró sus límites en 2020, cuando las fuertes lluvias tropicales hicieron que la corriente del río se desbordara, inundando Mar Adentro y tiñendo de color chocolate las aguas prístinas de ese falso mar Caribe. Los videos en Youtube mostraban las calles de la urbanización arrasadas; las sillas flotaban dentro de los apartamentos. El paraíso sintético puesto a prueba por la furia del trópico. Recordé mi infancia, cuando encontraba peces en el jardín después de una inundación. Imaginé a los niños de Mar Adentro pescando bagres en esas aguas turbias.
La paradoja señorial que describió Zavaleta Mercado de manera tan brillante no solo es una marca del siglo XIX: es la condición de la oligarquía del presente, que sigue sin entender la idea de la nación. Cada año la élite de Santa Cruz protesta por el ritual andino de la ch’alla, una ceremonia de reciprocidad con la Pachamama que se ha vuelto muy popular en los mercados de la ciudad. La clase alta cruceña reclama que la ch’alla, así como la costumbre de masticar hojas de coca, son tradiciones que no tienen cabida en Santa Cruz, aunque una parte cada vez mayor de la población las practique. El año pasado hubo gente que salió a protestar por la entrada folclórica andina en Santa Cruz, considerándola foránea, mientras que la música brasileña tronó sin ningún problema en el carnaval cruceño. Los bolivianos hemos vivido recordando la derrota ante Chile en horas cívicas escolares teñidas de eslóganes patrióticos grandilocuentes y cursis (“El mar nos pertenece por derecho, recuperarlo es un deber”). Sin embargo, no hemos asumido que la gran razón de la pérdida fue la incapacidad señorial de “vivir el espacio como un hecho nacional”, como apuntó Zavaleta Mercado. Ese atavismo se perpetúa en nuestros días: está en la arquitectura, en la literatura, en el arte, en el discurso regionalista. Mientras no sea esa la lección que saquemos de la historia, se nos volverá a escapar el mar.
Imgen de portada: Guano Islands, 2009-2013, © Ernesto Benavides