Una noche de mayo de 1874 un rufián tuvo la ocurrencia de penetrar en la casa del barón Gostkowski y tomar su reloj. Con la generosidad que caracterizaba al noble polaco-francés, y que en México no tenía parangón, Gostko —así le llamaban los amigos— se presentó ante los tribunales para declarar en favor de este canalla. No negaba el delito que se le imputó a su protegido; el problema, alegó, es que no era dueño de sus actos. Víctima de un severo ataque de sonambulismo, este pobre diablo caminó hasta la casa del barón y, creyendo en el sueño que estaba ante las puertas de su propio hogar, se introdujo en él, llegó hasta el dormitorio, cogió el preciado reloj y se fue. Por desgracia, la defensa del barón o no fue expresada en el idioma de Cervantes o no resultó del todo verosímil para el juez, que sentenció a seis años de cárcel al supuesto sonámbulo. ¿Por qué un hombre de la talla del barón defendería a un infeliz que además tuvo la audacia de violar su morada? No cabe duda que el señor Gostkowski era noble, pero de corazón.
A la Víctor Hugo
No se sabe exactamente por qué ni cuándo llegó a México este singular personaje, que a su galería de extravagancias sumaba esta curiosa defensa. Gustavo Gosdawa Gostkowski, o “el barón” a secas, fue una presencia continua en la prensa nacional del último tercio del siglo XIX y un polémico animador de la vida cultural de México. Su nombre ha trascendido ligado al de sus contemporáneos —una mención por aquí, una dedicatoria por allá— y es apreciado como un perspicaz cronista de la época. Es posible que a nivel literario lo sea, pero en el terreno político desempeñó un papel clave como agente diplomático del gobierno de Porfirio Díaz. El barón era de sangre azul por partida doble: del lado paterno pertenecía a la desposeída aristocracia polaca afín a los Habsburgo; por parte de madre era francés, descendiente directo del marqués Tissard de Rouvres, razón por la cual se educó en París como un bon vivant. En México se forjó su propia leyenda romántica como refugiado político, se decía que había participado en el levantamiento de enero de 1863 de Polonia, entonces anexada a Rusia. La insurrección contra los zares, que había comenzado como una protesta contra el servicio militar obligatorio en el ejército imperial, se convirtió en una guerra de guerrillas que fue sofocada en poco más de un año. El barón se unió a la batalla y perdió la guerra. Tal vez por esto solían compararlo con Victor Hugo, pero no fue víctima de persecución política, como sí lo fue el autor de Los miserables.
Espíritu inquieto y viajero incansable, Gostko era, en toda la extensión de la palabra, un flâneur trasplantado de los bulevares italianos de París al Paseo de la Reforma de la Ciudad de México. A pesar de los títulos que ostentaba, era un liberal republicano que abrazaba el lema de “orden y progreso” que caracterizó al porfiriato.
De inventor a cronista
Nada de lo anterior explica la presencia del barón en México. Una nota aparecida en el diario francés Le Voltaire informaba, en noviembre de 1880, que Gostko “se ocupó en un principio en la construcción de ferrocarriles mexicanos”. La verdad es que el mayor contacto que tuvo con los trenes fue como tripulante atento al paisaje de México —un par de libros de su autoría dan testimonio de ello—, así que resulta más probable que otra fuera la aventura que motivó su viaje. La primera noticia que de él registran los diarios nacionales data de febrero de 1868, comunicando su intención de presentar a la Secretaría de Fomento “un aparato del que es inventor, y que por medio de un líquido de su preparación particular, produce un gas de alumbrado”. En un simpático retrato del barón, Justo Sierra confirma cuánto obsesionaba a Gostko este combustible:
Es un líquido misterioso, impalpable, legendario, es un sueño. La gasolina (la del barón, se entiende) está en una de las redomas que vio Astolfo en la Luna. Sólo don Juan Landa, que creyó una vez que el hotel Iturbide se incendiaba gracias a este líquido mágico, puede creer en su existencia.
Los negocios del barón, que hablaba con dificultades el español, y su milagroso combustible no prosperaron; pero su carismática personalidad, su abolengo, su amplia cultura, su elegancia y refinamiento, el hecho de ser un desterrado en un país herido, le abrieron toda clase de puertas. Menos entregado a las ciencias que al arte y a las relaciones públicas, Gostko fue acogido por la comunidad francesa, se incorporó a la redacción de las principales publicaciones francomexicanas y comenzó a escribir notas de una intimidad envolvente sobre el acontecer cotidiano, textos salpicados de disertaciones interesantísimas sobre autores como Lefebvre, Lamartine, Darwin y otros de ideas arriesgadas e innovadoras, a las que llamó “humoradas dominicales” con la intención de restarles importancia y evitar que lo deportaran. Ocurrió entonces un fenómeno curioso: comenzó a ser leído en francés, y en una inteligente estrategia de autopromoción, solicitó un espacio no remunerado en El Monitor Republicano, al que entregaba, además de las humoradas del domingo, uno que otro texto incendiario, finamente traducidos al español por el doctor Manuel Peredo, un verdadero erudito. El nombre del barón adquirió fama y, aunque el romance con El Monitor concluyó cuando exigió el pago de sus colaboraciones, dio inicio a una fecunda carrera que marcó el periodismo literario de la época. Sería arriesgado afirmar que hizo escuela, pero influyó notablemente en Manuel Gutiérrez Nájera y otros autores modernistas.
Quijote ilustrado
El genio de Gostko siempre logró elevarse sobre las polémicas que suscitaba en la república de las letras, aunque no siempre salió indemne. A veces sus posturas revelaban un aire de superioridad europea, sin contar que el gracioso cronista era miembro de la anticlerical Sociedad de Librepensadores. En una nota necrológica de 1909, el diario católico El Tiempo lo tilda de “escritor mediano”, pervertidor de conciencias y recuerda que su fama se debe a que, en 1869 (¡cuarenta años atrás!) atacó “la divinidad de Jesucristo”, dándole voz a herejes, cuyas ideas fue incapaz de defender. El silencio del barón evidenció, según esto, que se había limitado a copiar fragmentos de la Vida de Jesús de Ernest Renan, obra que cuestiona los Evangelios como documentos históricos. El barón se definía como un don Quijote ilustrado, enajenado por sus lecturas: “Rousseau es mi Amadís de Gaula”, afirmaba, y solía introducir cuanto leía a media crónica como una nota de sabiduría en una charla de sobremesa, dotando al texto de una densidad inédita, donde lo superficial mágicamente cobraba peso. Ante las acusaciones de plagio, Sierra lo eximió de culpa: “Achaque de hombre de talento, vicio crónico de periodista”. Acreditada o no, la disertación resultó un hallazgo literario, una virtud estilística; al humor ligero, al sarcasmo que no hiere, se aunaba la agudeza de sus observaciones. Esa actitud fresca, desenfadada, que situaba a México en el mundo y en su tiempo, fue la principal aportación a sus contemporáneos. En 1871 el barón fundó El Domingo. Semanario Político y Literario, que en sus casi tres años de vida congregó a plumas notables como Ignacio M. Altamirano, Manuel Acuña, Gustavo A. Baz o Francisco Sosa. Y con la peregrina idea de que la ópera sería un buen negocio en México, se lanzó como empresario teatral, aunque Gostko, sentenció Sierra, tenía de empresario “lo que Ingres de violinista”.
Inventando a don Porfirio
El barón fracasó en su intento por industrializar la gasolina, como productor de espectáculos, y qué decir de su actuación como abogado defensor; sin embargo, encontró en la prensa propagandística una lucrativa forma de vida donde puso en juego todas sus habilidades diplomáticas.
En 1879 fue comisionado a París como “agente de colonización”, cargo que tenía como finalidad atraer la inversión extranjera. Gostkowski se reveló como un hábil negociador: comprendió que la buena reputación del México porfiriano dependía de la prensa, lo cual implicaba comprar algunas plumas para “rectificar las falsas noticias” que llegaran a publicarse. Su misión, compartida con Manuel Payno bajo el mandato de Manuel González, terminó formalmente en 1884, pero su función como agente oficialista continuó durante años al frente de Le Nouveau Monde, periódico parisino parcialmente subvencionado por el gobierno de Díaz. Además de transmitir los mensajes presidenciales y de reforzar la idea de que don Porfirio era el estadista que Europa necesitaba en América, el barón, nacionalizado mexicano, se convirtió en un eficiente enlace cultural entre su patria por elección y la Francia de fin de siècle. Gostko no alcanzó a ver el ocaso del estadista que había inventado. Murió en París el 15 de agosto de 1909, a los setenta años. Sus restos descansan en el cementerio de Père-Lachaise y a la fecha no se conoce ni una sola imagen de él, pero su legado recorre las deshidratadas páginas de la prensa en espera de ser redescubierto.
Imagen de portada: Vista de la avenida Juárez y su cruce con Bucareli y Paseo de la Reforma, ca. 1920. Cortesía del Grupo Planeta y Colección Carlos Villasana