Las aventuras de Pinocho vieron la luz por primera vez en Italia en 1881, en Il Giornale per i bambini (“El periódico de los niños”), bajo el nombre de Storia di un burattino (“Historia de un títere”). Su autor, Carlo Collodi, publicó a lo largo de dos años capítulos de un cuento que muy pronto se convirtió en uno de los más leídos de la historia de la literatura.
Casi un siglo y medio después, el cuento de Collodi tiene traducciones a prácticamente todos los idiomas, cuenta con una versión de Alekséi N. Tolstói y múltiples adaptaciones al teatro, el cómic, el ballet y el cine, que siempre resultan las más llamativas.
Pariente de Frankenstein y del Gólem, el personaje de Pinocho recorre sus catorce décadas de historia universal como un vigía que, en círculo perpetuo, permite medir la moral que rodea al bien y el mal hasta volverse un ser prometeico que habilita la posibilidad de diálogo con todo lo trascendente, que puede ser la Historia, la verdad o el amor. El títere de madera que se convierte en niño representa, en buena medida, el sueño eterno de transformar una y otra vez la realidad para que, ante las terribles vicisitudes, todo pueda ser mejor.
Jorge Luis Borges, apelando a su talento para sintetizar en sus cuentos un sinfín de ideas, plasmó en “Las ruinas circulares”, uno de sus relatos más celebrados, el epítome de las grandes historias sobre la creación: el Génesis, el Popol Vuh y, también, Pinocho. Borges nos explica estos textos a partir de las pruebas y errores de la creación, pues lo difícil no está en crear la vida, sino en dotarla de alma. En el Génesis, como en su cuento, en medio de una masa caótica y cubierta de tinieblas, Dios crea los peces y las aves, luego las bestias y las serpientes y, por último, al hombre, hecho a su semejanza.
En el Popol Vuh, libro de la sabiduría maya, la creación del ser humano es antecedida por la de las fallidas criaturas de cuatro patas que no podían hablar; las de barro, que se deshacían en las lluvias; y los hombres de madera, que por no saber adorar a los dioses fueron descartados. Hasta que por fin, en el cuarto intento, a base de maíz se logra crear a los humanos, capaces de hablar, adorar a los dioses y resistir las tempestades.
En “Las ruinas circulares”, como en Pinocho, la creación depende de una sola cosa: el amor. El caos de un universo sin humanos se ordena en los sueños, que son el motor del amor. En el caso de Borges, bastó con soñar un corazón que late: “lo soñó activo, caluroso, secreto”. El hijo existe porque alguien lo soñó, y alguien lo soñó simplemente porque lo ama. “Con minucioso amor lo soñó”, dice Borges. De igual forma, Geppetto sueña con el regreso de su hijo muerto. Solo ese amor le permite la magia de convertir un viejo tronco en el ser amado.
Así, los círculos infinitos de vida-fuego-muerte-vida unen el tiempo y recrean su sentido.
La historia de Pinocho también logró inmiscuirse en el lenguaje cinematográfico como una luz que se posa en las sombras de los tiempos de guerra, dudas y dolor. Mencionaré cuatro destacadas versiones.
La de Disney, realizada en 1940, en épocas de naufragios morales y de la Segunda Guerra Mundial, es —además de un prodigio de la animación— un comentario sobre las disquisiciones en torno al bien y al mal, donde la violación del octavo mandamiento, la mentira, es el origen de todos los desastres. Ajeno totalmente al de Collodi, el Pinocho de Disney colocó al personaje en el inconsciente colectivo a pesar de que aún hoy su historia pueda ser reducida a una fábula catequista sobre el esfuerzo y los buenos valores.
En 2002 el actor y director italiano Roberto Benigni escribió (junto a su viejo socio de La vida es bella y El monstruo, Vicenzo Cerami), produjo, dirigió y protagonizó una desopilante versión de la historia del niño de madera, proyecto que había iniciado en 1990 con Federico Fellini mientras ambos realizaban la película La voz de la luna.
Imbuido de la poética felliniana, aunque lastrado por su incontinencia interpretativa, el Pinocho de Benigni otorga al clásico cuento una mirada llena de matices y sin reduccionismos, con la que pretende contagiar de esperanza al triste y atribulado panorama posterior al ataque de las Torres Gemelas en Nueva York. “Pinocho es una manifestación de alegría incontenible”, declaró el director, y desde esa particularidad construyó su propio Pinocho entre Fausto y Don Quijote.
Las buenas intenciones de Benigni no convencieron ni al público ni a la crítica, lo que a la postre convirtió a una de las películas más caras de la historia del cine italiano en un fracaso.
Luego de haber sido Pinocho en su propia aventura, Benigni interpretó a Geppetto en la gran versión de Matteo Garrone de 2020, una de las más bellas, pero también desconcertante y cruel. Es decir, la más realista y cercana al cuento original: un niño que se enfrenta a los horrores del mundo sin demasiada esperanza ni fe, lo cual no le impide iniciar un viaje fascinante, rebelde y trágico: la vida misma. Al final, un Pinocho muere y otro renace entre corderos, exculpado de toda tropelía. Y un corazón late en el tronco de Garrone, como en Borges. Si el Pinocho de Benigni de 2002 era Don Quijote, para Garrone parece ser una sucesión de personajes de la película Freaks (Tod Browning, 1932). Y todo con una música maravillosa. Ambos directores se inspiraron en una famosa adaptación de Pinocho —realizada por la RAI italiana en 1972 bajo la dirección de Luigi Comencini y protagonizada por Nino Manfredi— que se atrevía a dar la vuelta a la versión de Disney para regresar a los orígenes de Collodi. No fue hecha para niños.
Ahora es el director mexicano Guillermo del Toro quien, desde la potencia de Hollywood, se anima a revisitar la famosa historia. Insistiendo en Pinocho como parábola de la creación, este Del Toro, más borgeano que nunca, hace (re)nacer al ser humano de las cenizas. Lo que para otros es sueño, para él es delirio, pesadilla alcohólica, duelo y furia que clama por amor.
Como en toda su obra, y sin perder cierta angustia nostálgica, Del Toro nos permite descubrir el mundo junto a su Pinocho, que a su vez descubre el mundo destruyendo todo a su alrededor. Y si en las versiones anteriores el grillo está para guiar al protagonista entre el bien y el mal, es lógico que en el mundo contemporáneo, sometido constantemente a todo tipo de moralina, sea el propio insecto, Sebastian J. Grillo, quien nos cuente el cuento y señale el camino correcto.
Del Toro no pretende escapar de sus obsesiones y mete a Pinocho en su imaginario de tiernos monstruos con una versión que a simple vista trata sobre la muerte, pero que es —otra vez— un cuento hermoso sobre el origen de la vida.
A pesar del sentimentalismo inicial, la película gana cuadro a cuadro utilizando a su favor el humor y la liviandad de la propuesta. Contra las versiones de Benigni o Garrone, y arriesgadamente más cercana a la de Disney de los años cuarenta, el director mexicano explora los miedos de su tiempo: Mussolini no se acaba nunca.
Imagen de portada: Fotograma de la película Pinocho de Guillermo del Toro, 2022