Gustoso he de hablar de algo que no se relacione con los chinos o con los pobladores de las islas Sandwich, sino con vosotros, que leéis estas páginas y vivís en Nueva Inglaterra; algo acerca de vuestra situación, y en especial de vuestro entorno, de vuestro mundo y ciudad, al margen de si es necesario o no que sea tan mala como resulta y de si cabe su mejora. Me he movido mucho por aquí y siempre, dondequiera que me haya encontrado, en talleres, oficinas y campos he tenido la sensación de que las gentes hacían penitencia de mil maneras extraordinarias. Lo que he oído acerca de los brahmanes que, sentados, se exponían al calor de cuatro fuegos y miraban al sol o que se suspendían cabeza abajo sobre las llamas, cuando no optaban por otear los cielos por encima del hombro “hasta resultarles imposible el recuperar la posición normal, y de tal modo, que, por la torsión del cuello, sólo líquidos podían llegar a su estómago”, y aun de aquellos que se encadenaban de por vida al pie de un árbol o que, cual orugas, medían a rastras el ancho de varios imperios, si no les daba por erigirse a la pata coja en lo alto de un pilar, incluso estas formas de penitencia deliberada, pues, son apenas más increíbles y sorprendentes que las escenas de que soy testigo cada día. Los doce trabajos de Hércules eran insignificantes comparados con los que han echado sobre sí mis vecinos, pues aquéllos no eran sino una docena y tenían fin; pero jamás me ha sido dado ver que estos hombres dieran muerte o captura a monstruo alguno o que concluyeran una obra. No tienen un amigo como Iolas, que saje con hierro al rojo la cabeza de la hidra, a la que tan pronto le es cercenada una, surgen dos en su lugar.
Veo jóvenes, conciudadanos míos, cuya desgracia estriba precisamente en haber heredado granjas, casas, corrales, ganado y aperos, pues es más fácil proveerse que despojarse de ellos. Más les habría valido nacer en campo abierto y ser criados por una loba, para conocer así, a las claras, la tierra a la que habían sido llamados a trabajar. ¿Quién los hizo siervos de la gleba? ¡A qué santo comer de sus sesenta acres, cuando el hombre ha sido condenado sólo a su porción de barro! ¿Por qué cavarse ya la fosa apenas nacidos? Tienen que dedicar su vida a sacar adelante todas estas cosas, tratando de no consumirse en el empeño.
¡Qué de pobres almas inmortales he visto sofocadas y exhaustas bajo esta carga, arrastrándose por el camino de la vida con un granero de veinticinco metros por quince a cuestas, sin tiempo de limpiar, siquiera por encima, sus augianos establos, y con cien acres para labranza, siega, pastos y aun bosque! Quienes nada tienen, y por no tener se hallan libres de pechar con tanto impedimento heredado, encuentran ya suficiente ardua la tarea de someter y cultivar su legado de carne.
Pero el hombre trabaja bajo engaño, y pronto abona la tierra con lo mejor de su persona. Por falaz destino, comúnmente llamado necesidad, se ocupa en acumular tesoros, como dice un viejo libro, que la polilla y la herrumbre echarán a perder y los ladrones saquearán. Que una vida así es de necios, lo comprenderá llegado a su final, si no antes. […]
La mayoría de los hombres, incluso en este país relativamente libre, se afanan tanto por los puros artificios e innecesarias labores de la vida, que no les queda tiempo para cosechar sus mejores frutos. De tanto trabajar, los dedos se les han vuelto torpes y demasiado temblorosos.
Ante mi vista, que la experiencia ha agudizado, se delata claramente la miseria de vuestras vidas serviles, siempre en las últimas, tratando de entrar en negocios y salir de deudas, lodazal antiguo que ya los latinos llamaban aes alienum o “cobre de otro” porque algunas de sus monedas eran de este metal; y sin embargo, seguís viviendo y muriendo, para ser enterrados por el cobre ajeno; siempre prometiendo pagar, pagar mañana, y acabando hoy insolventes; tratando de ganar favores, de sumar clientes por industria o maña que no conlleve pena de cárcel, mintiendo, adulando, prometiendo, encerrándolos en una envoltura de cortesía o dispersándoos en etérea y vaporosa generosidad para persuadir a vuestro vecino de que os permita hacerle sus botas o su sombrero, su chaqueta o su coche, o para traerle sus compras; enfermando ya por contar con algo para un día aciago, algo que atesorar en una vieja cómoda o en una media oculta tras el yeso del tabique o, para más seguridad, en la pared de ladrillo, sin que importe dónde ni cuán mucho o cuán poco.
A veces me maravilla que podamos ser tan frívolos, me atrevo a decir; que presenciemos impertérritos este espectáculo indecoroso, bien que un tanto extraño a nosotros, de esa forma de servidumbre llamada esclavitud de los negros. ¡Y son tantos los amos astutos y arteros que someten así tanto al Norte como al Sur! Es difícil tener un capataz sureño; más, si aquél es del Norte; pero que uno se convierta en esclavizador de sí mismo es mucho peor aún.
Más de una vez se me ha ocurrido que no son los hombres quienes cuidan los rebaños sino que son éstos los cuidadores de aquéllos, dada su mayor libertad. Los hombres y los bueyes intercambian trabajo, pero si consideramos sólo el necesario, se verá que los segundos gozan de mayores ventajas pues el terreno de que disponen es mucho más grande. El hombre realiza parte de su labor de intercambio durante las seis semanas de recolección del heno, que no es juego de niños. Ciertamente, ningún pueblo que viviera con sencillez en todos los aspectos, como haría un pueblo de filósofos, cometería el error tan grande de hacer uso del trabajo de los animales. Verdad es que jamás ha habido nación alguna de filósofos, ni es probable que la haya pronto; también, que tampoco estoy seguro de que fuera deseable. Pero, el caso es que yo no habría tomado un caballo o buey ni le habría procurado sustento por el trabajo que pudiere realizar para mí, por miedo a convertirme en vaquero o pastor; y si la sociedad parece ganar por hacerlo, ¿podemos asegurar que eso que es ganancia para unos no es pérdida para otros? ¿Y que al mozo de cuadra cabe igual razón que al amo para sentirse satisfecho? Estoy de acuerdo en que determinadas obras públicas no se habrían llevado a cabo sin esa ayuda; dejemos, pues, que el hombre comparta la gloria con el caballo y el buey, pero ¿acaso no habría podido realizar obras más dignas de él sin su concurso? Cuando los hombres empiezan a hacer algo, no meramente innecesario o artístico, sino lujoso o vano con ayuda de aquéllos es inevitable que unos pocos realicen toda la labor de intercambio con los bueyes, en otras palabras, que se conviertan en esclavos de los más fuertes. El hombre no sólo trabaja así por el animal que encierra en su interior sino que, como símbolo de éste, también por el que se encuentra fuera de él. Y aunque tenemos muchas cosas de piedras y ladrillos, la prosperidad del granjero se mide todavía por el tamaño del granero que da sombra a la vivienda. Se dice que este pueblo cuenta con los mayores establos para bueyes, vacas y caballos de la comarca, y que no queda retrasado en lo que a edificios públicos se refiere. Pero son escasos los lugares dedicados a la libertad de expresión y de culto en este condado. No es por medio de la arquitectura sino incluso por su poder de pensamiento abstracto que las naciones debieran tratar de conmemorarse. ¡Cuánto más digno de ser admirado el Bhagavad Ghita que todas las ruinas de Oriente! Torres y templos son lujos de príncipes. Pero la mente sencilla e independiente no se afana a la orden de príncipe alguno ni el genio es privativo del emperador como tampoco, que no sea en grado trivial, el oro, la plata y el mármol. ¡Decidme! ¿Con qué fin es martillada tanta piedra? Cuando estuve en la Arcadia no vi piedras labradas. Hoy las naciones están poseídas de una ambición insana por perpetuar su recuerdo en la cantidad de piedra tallada que dejan. ¿Y si se tomaran igual trabajo en suavizar y pulir sus maneras? Una obra de buen sentido sería más memorable que un monumento que llegara a la luna. Prefiero ver la piedra en su sitio. La grandeza de Tebas fue una grandeza vulgar. Tiene más sentido la pared de piedra seca que delimita el terreno del hombre honrado que una Tebas de cien puertas que se ha alejado del verdadero fin de la vida. La religión y la civilización bárbaras y paganas construyen templos espléndidos; lo que puede llamarse cristiandad, no. La mayor parte de la piedra que talla una nación se destina a su propia tumba. Es como enterrarse en vida. En cuanto a las pirámides, no hay nada que maraville tanto en ellas como el hecho de que se pudiera encontrar tantos hombres suficientemente degradados para pasarse la vida construyendo la tumba de algún necio ambicioso a quien habría sido más inteligente y viril ahogar en el Nilo antes de dar su cuerpo a los perros. Puede que no me costara hallar excusa para unos y otro, pero no tengo tiempo para ello.
Durante más de cinco años, me mantuve, pues, con sólo el trabajo de mis manos; y descubrí que podía atender a todos los gastos de mi subsistencia trabajando unas seis semanas al año. Todo el invierno y la mayor parte del verano me quedaban libres y desocupados para dedicarlos a mis estudios. He tratado esforzadamente de regentar una escuela, y he comprobado que mis gastos corrían en proporción, o mejor fuera por completo de ella con respecto a mis ingresos, puesto que me veía obligado a vestir y a enseñar en justa correspondencia, ¡y no digamos pensar y creer!, y a cambio carecía de tiempo propio. Como quiera que yo no enseñaba para bien del prójimo sino como medio de vida, el empeño fue un fracaso. He tentado el comercio, pero he llegado a la conclusión de que me llevaría diez años hacer algo de progreso, y puede que para entonces me hallaré ya camino del Infierno. Además, temía que para esta fecha estuviera haciendo lo que se da en llamar “un buen negocio”. Cuando tiempo atrás anduve indagando qué podía emprender para ganarme la vida, teniendo presente que por haber tratado de complacer a mis amigos en sus deseos guardo un triste recuerdo, que atempera mi candidez, pensé seria y frecuentemente en dedicarme a la recolección de uvas. Esto, sin duda, lo podría hacer; y las pequeñas ganancias que reportara me bastarían, pues mi mayor virtud es conformarme con poco. Se necesitaba poco capital, pensé tontamente, y me distraería escasamente de mi acostumbrado tenor. Mientras mis conocidos se integraron resueltamente en el comercio o en alguna profesión, yo consideraba esta ocupación como muy parecida a la de ellos; recorriendo las colinas todo el verano para recoger las uvas que surgieran en mi camino, para luego disponer de ellas despreocupadamente; cuidar, en fin, de los rebaños de Admeto. También soñé que podía juntar hierbas silvestres o llevar siemprevivas a aquellos pueblos que gustan de añorar los bosques o incluso a las ciudades. Sin embargo, he aprendido desde entonces que el comercio maldice todas las cosas que toca; y aunque comerciéis con mensajes del Cielo, la maldición de aquél acompañará el negocio. Como había cosas que me gustaban más que otras, en especial mi libertad, y dado que era capaz de vivir ardua y frugalmente, aunque con desahogo, no quise malgastar mi tiempo por el momento en procurarme ricas alfombras y piezas de ajuar de semejante finura, ni una cocina delicada, ni una casa de estilo griego o gótico. Si los hay para quienes no supone trastorno alguno adquirir estas cosas, y que saben incluso qué hacer de ellas, queden para ellos. Otros son “industriosos”, y diríase que el trabajo les gusta por sí mismo, o que les mantiene alejados, quizá, de peores males; a ésos nada tengo que decirles ahora. A aquellos que no sabrían qué hacer con más ocio del que disfrutan, puedo recomendarles que trabajen el doble que ahora; eso, que trabajen hasta manumitirse y que obtengan por sí mismos su carta de libertad. En lo que a mí respecta, encontré que la ocupación de jornalero era la más independiente de todas, en especial porque se requerían sólo de treinta a cuarenta días al año para poder subsistir. La jornada da fin con la puesta del sol, y el jornalero es entonces libre de dedicarse a su ocupación predilecta con toda libertad. El patrono, en cambio, que especula de mes a mes, carece de respiro durante todo el año. En una palabra, tanto por convencimiento como por experiencia, no me cabe la menor duda de que el mantenerse no es pena sino pasatiempo, si vivimos simple y sabiamente; tampoco de que las ocupaciones de los pueblos más sencillos sirven de esparcimiento a los más artificiales. No es necesario que el hombre gane su sustento con el sudor de su frente, a menos que sude con más facilidad que yo.
Selección de Walden y Del deber de la desobediencia civil, Carlos Sánchez Rodrigo (trad.), Editorial Juventud, Barcelona, 2010, pp. 20-22, 23-24, 80-82 y 94-96.
Imagen de portada: Claude Monet, Pilas de trigo (Final del verano) (detalle), 1890-1891. Art Institute Chicago