El Diario de la Pandemia surgió para darle voz a la incertidumbre de la pandemia. En los últimos días de marzo aparecieron los primeros diarios, empezamos con dos textos sobre Venecia y Seúl que contaban cosas difíciles de imaginar: Venecia vacía ante un carnaval cancelado; Seúl híper vigilada y con filas inmensas ante la escasez y el racionamiento de cubrebocas. Unos días después, como estampida nos llegaron palabras desde Barcelona, Santiago de Chile, Madrid, Buenos Aires y Milán cada uno con una novedad y un panorama inimaginable. Como Directora de Arte de la Revista me correspondía un reto muy especial: llegaban los textos y yo los leía con el deseo de conocer y entender lo que estaba pasando y la responsabilidad de acompañarlos con una imagen intentando aportar a la creación de un sentido común. En esos ayeres de marzo y abril, en que todavía no sabíamos cómo se vería la pandemia, me correspondía dar a ver lo que yo misma no había visto aún. ¿Cómo ilustrar entonces lo que no se conoce, lo que no se ha visto, lo que no se puede siquiera conjeturar? Esas primeras imágenes fueron muy difíciles de encontrar: no había todavía suficientes fotografías públicas de la pandemia y los medios periodísticos no querían compartir la exclusividad de sus imágenes, su capacidad de hacer visible la novedosa situación los convertía en portadores de un tesoro. Poco a poco, empezamos todos a vivir y a ver la pandemia: las calles vacías, el canto exaltado de los pájaros y las invasiones de ciudades por animales en proceso de reconquista de su territorio. Nos metimos en casa y desde ahí empezamos a ver el mundo alterado. Una vez dentro, cualquier espacio arquitectónico que permitiera el contacto con el exterior se volvió marco de una imagen: los balcones, las ventanas, los umbrales de las puertas. A partir de ahí todos empezaron a llevar sus cámaras a estos horizontes domésticos y a ver desde las azoteas los tejados y las ciudades y las calles vacías y, a través de todos esos obstáculos urbanos, pudieron ver los sutiles colores del cielo como si no los hubieran visto nunca antes. La urgencia de los tiempos que demanda la publicación de un diario que busca registrar temas de actualidad casi inmediata redujo el espacio de mi búsqueda de imágenes. Estas limitaciones técnicas establecieron mi propio límite y dibujaron mi panorama (marco, límite) de búsqueda en el terreno de los repositorios en línea de imágenes. De pronto esas mismas personas que fotografiaban sus balcones, tuvieron tiempo, mucho tiempo, para compartir sus visiones inéditas. La necesidad de compartir fue inmediata y eso lo permitieron los hashtags #covid #virus #pandemia #coronavirus que fueron construyendo un espacio colectivo sin precedentes, incluso en un espacio casi sin lenguaje, sin necesidad de traducción. Mis ojos se fueron llenando de pedacitos de todo el mundo a través de mis búsquedas, he visto Cali, Buenos Aires, Ayutla, Nueva Orleans, San José, Montreal, Boston, Montevideo, Manila, París, Barcelona, Milán, Mozambique, Brasil y Bogotá. De pronto, como testigo visual, me encontré ante un proceso donde las imágenes se sumaban exponencialmente. Es en este sentido que la naturaleza de mi situación como observadora se ha vuelto muy singular; podría graficar mi experiencia con mucha precisión, dado que durante estos más de cien días he buscado diariamente imágenes sobre estos mismos temas. He podido ver los tipos de imágenes y lo que retratan, cómo se amplían las posibilidades de representar la pandemia y también, en ellas, un reflejo inmediato de la situación a nivel de salud, he dejado de encontrar imágenes de Italia y España, pero encuentro cada vez más de Ecuador y Mozambique. Aquí, en mi mundo de virtualidad y representación he encontrado escondida la realidad. La manera en la que las imágenes mostraban la pandemia empezó con una proliferación de fotografías del personal de salud atendiendo a los afectados, de gestos solidarios y de personas con cubrebocas. Fotografías institucionales de médicos y enfermeros, el ejército de Estados Unidos entrenando a su personal, muestras de solidaridad de ONGs y empresas haciendo donaciones, apelando a usar las fotografías como testimonio y el internet como su espacio de validación. En el otro extremo del arco narrativo, algunas semanas después empezaron a aparecer fotos de guantes de látex y cubrebocas tirados en el suelo, evocando la basura infinita de la pandemia. Y en medio de estos polos entre construcción y desmoronamiento, lo que más he visto son calles vacías: muchas calles vacías. En medio de todo esto, empezaba a descubrir los ojos fascinados de las personas ante la incertidumbre. Personas espiando paisajes recortados desde sus ventanas, fotografiando a los escasos transeúntes. Y también fotografías de las ventanas ajenas, de los rituales de encierro ajenos como si fueran un espejo de los propios. En algún momento busqué a un médico mexicano que también es fotógrafo, le escribí para solicitar el permiso de compartir sus imágenes en el Diario. Me agradeció pero me dijo que no las quería publicar todavía. Había sentido la necesidad de llevar la cámara al hospital y empezar a registrar su trabajo y el de sus compañeros con imágenes desde adentro retratando las caretas y el jabón en barra con el que logran que no se empañen, los trajes casi espaciales para hacer pruebas, detalles del funcionamiento de los míticos respiradores que salvan vidas. Entendía el presente de estas imágenes, pero todavía no su futuro. No sabemos bien para quién ni tampoco en qué tiempo, pero queremos mostrar que lo que nos está pasando sí está pasando, imaginamos un futuro en el que habrá alguien que no vivió la pandemia y además asumimos que no nos creerá cuando le contemos y querrá conocer los detalles: las imágenes son nuestros únicos testigos, son nuestra verdad. Al momento de fotografiar, compartir, archivar sucede un proceso de esclarecimiento, de verificación mientras más lo veo me queda más certeza de que esto está ocurriendo. La misma reflexión sucede a mayor escala de manera institucional. Los museos del mundo empiezan ya, entre recortes de presupuesto y de personal abrumadores, una tarea muy compleja: pensar en cuál será la memoria de la pandemia. Mientras lo vivimos, sentimos un deseo abrumador por alcanzar un futuro que no llega acompañado por la urgencia por documentarlo todo, para convertirlo instantáneamente en pasado. Nos queda un presente delgadísimo y la sensación de una anulación del tiempo que nos ahoga. Nos queda pensar cuáles serán las imágenes con las que recordaremos la pandemia. ¿Cuáles serán nuestros iconos? Entre tantos monumentos que caen, ¿habrá en algún lugar del mundo alguien que esté preparando un puño en alto envuelto en un guante de látex o un busto triunfal con tapabocas? ¿O serán las instantáneas y los recuerdos de la pandemia más efímeros, restos indocumentables, documentos indocumentados, que alguna vez, cuando los recordemos, nos harán guardar los atisbos de un futuro desgarrador? Quizás porque sabemos que todo esto que estamos documentando precipitadamente amenaza con ser un recuerdo friable, porque esta representación es a la vez presencia y ausencia, porque, por más que intentemos, esto que estamos viviendo no se puede convertir en imagen. De pronto, en medio de mi búsqueda, encuentro una foto de un paisaje arbolado. Miro la foto y busco el virus, la pandemia, la catástrofe sanitaria, pero no lo encuentro por ningún lado en la imagen. Abril 2020. Si es que algún día llega el futuro, con sólo ver la fecha en que se produjo una imagen, todos, cómplices, entenderemos que esto también fue la pandemia, que estuvo incluso en donde no la podíamos ver.
Carolina Magis Weinberg es una artista visual y textual que explora los límites del lenguaje y la manera en la que la experiencia del mundo está atravesada por el acento. Actualmente se encuentra en una búsqueda incierta para encontrar el kilómetro cero de México entre monumentos y documentos.
Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.
Imagen de portada: Fotos desde mi ventana, fotos para una cuarentena. Fotografía de Marcos Álvarez, marzo 2020. CC