I. El disfraz y la piel
“La de las calles es una nueva raza de hombres”, escribió hace más de un siglo Jack London, en su libro El pueblo del abismo. En el verano de 1902, el escritor estadounidense cruzó el Atlántico, se disfrazó de marinero desempleado y se instaló en el East End londinense, el peligroso, depauperado barrio donde apenas unos años antes esa entidad colectiva llamada Jack The Ripper desató “el otoño del terror”. El resultado fue un descarnado y pionero reportaje sobre la pobreza y la desigualdad que provocan las grandes urbes. Fingiendo ser un indigente más, el autor de Colmillo blanco se infiltró en los bajos fondos para retratar las condiciones en las que vivían sus habitantes: si tenían suerte, dormían en albergues abyectos; si no, en las frías y duras banquetas; realizaban trabajos denigrantes y mal pagados, se alimentaban de comida que incluso los perros rechazaban: “En el mercado, viejos y viejas temblorosos revolvían los desperdicios arrojados al fango buscando patatas, alubias y verduras podridas, mientras los chiquillos se apiñaban como moscas alrededor de una masa de fruta corrompida, hundiendo sus brazos en una pasta pútrida para extraer pedazos que devoraban al instante”. Gente que se veía forzada a renunciar a su humanidad, y que por lo tanto representaba otra estirpe, una que nunca andaba sola, sino aglutinada en ese fenómeno producto de las megalópolis: la muchedumbre. Para el autor de La llamada de la selva, los habitantes de la calle representaban, entre otras cosas, la imposibilidad del ser individual: aquel que puede destacar y asomar la cabeza por encima del lodazal. “Cuando me instalé en el East End descubrí con satisfacción que ya no me perseguía el temor a la multitud. Me había convertido en parte de ella. El vasto y maloliente mar me había tragado.” London denunciaba el surgimiento de esa “nueva raza” que, sin embargo, ha estado presente desde que existen las sociedades, con un destino de marginación muchas veces acentuado por su contraparte: las personas acomodadas y favorecidas, quienes les han dado un trato de secta proscrita o casta de malditos. En la época prehispánica, por ejemplo, los pordioseros eran elegidos para protagonizar un macabro ritual. Como parte del culto a Xipe-Totec, Nuestro Señor el Desollado, dios de la primavera y el renacimiento, se despojaba de su piel a las víctimas sacrificiales, y con ella se vestía a los indigentes, quienes vagaban de puerta en puerta pidiendo limosna con su aterrador atuendo. A cambio de este performance recibían mazorcas, calabazas, frijoles e incluso plumas y joyas. La piel debía utilizarse durante al menos veinte días, por lo que no es difícil imaginar el progresivo carácter grotesco de dicha práctica. El Códice Florentino la describe así: “El hedor era tan terrible que todos volvían la cabeza. Era repugnante. La gente con que se topaban se tapaba la nariz. Y las pieles, ya secas y arrugadas, se quebraban”. Un círculo vicioso que acercaba a los mendigos a la posibilidad de comer, y al mismo tiempo los apartaba aún más de las normas comunes.
Es significativo que en las anécdotas mencionadas los habitantes de la calle están relacionados con el disfraz, tanto en el caso de London, reportero que se caracteriza para realizar su investigación, como en el de los limosneros prehispánicos ataviados por los sacerdotes con pellejos; el disfraz representa una certera metáfora de la percepción que el hombre próspero tiene sobre ellos. Al encarnar la Otredad, no se les puede adjudicar personalidad propia, como si los mendigos fueran el elenco de un extravagante teatro que va de paso por la urbe. Es conveniente pensarlos así, sobre todo para los inquilinos de las urbes modernas: viven a la intemperie, incomodan con su condición, pero se irán con su miseria a otra parte.
II. En busca de redención
La indigencia puede ser no sólo una cuestión de disfraz, sino también de turismo. En un relato titulado “Vacaciones en el arroyo”, Chuck Palahniuk imagina una secta de millonarios que se camufla entre los menesterosos para facilitarse experiencias extremas. Anestesiados por los lujos rutinarios, por la monotonía de los bailes y cenas de caridad, y sobre todo ofendidos por los nuevos ricos, tan arribistas como vulgares, los aristócratas se sumergen en el inframundo de la ciudad para recuperar las ganas de vivir. “La pobreza —dice una de las protagonistas— es la nueva riqueza. El anonimato es la nueva fama.” Estos impostores visten ropa comprada en el Ejército de Salvación, se untan pescado podrido para ahuyentar a la gente con su olor. Son felices en su fingida mendicidad porque nadie los observa, ni les quiere sacar dinero, ni trata de venderles algo. La indigencia los pone a salvo. Y los excita: abrazados debajo de un puente, sobre un cartón colocado al lado de una alcantarilla apestosa, se toquetean hasta el orgasmo. Más allá del humor negro que es el sello de la literatura de Palahniuk, su cuento apunta a una aguda reflexión sobre la invisibilidad de los habitantes de la calle: “No hay nada más fácil que no prestar atención a la gente sin hogar. Puede que seas Jane Fonda o Robert Redford, pero si estás empujando un carrito de la compra por alguna avenida a mediodía, vestido con tres capas de ropa sucia y murmurando palabrotas por lo bajo, nadie se va a fijar en ti”. La raza de la calle no sólo la han conformado indigentes. Han existido otros linajes que se adueñan de ella aunque sea por momentos. A finales del siglo XIII y principios del XIV, Europa atestiguó el esplendor de un movimiento peculiar: los Flagelantes, unas cohortes de vagabundos que habían roto con la Iglesia y que, vestidos de blanco y con capuchas que les ocultaban el rostro, iban de pueblo en pueblo mientras se azotaban el cuerpo con fervor. Si, como hemos visto, los falsos homeless de Palahniuk aspiran a pasar inadvertidos, los flagelantes buscaban desesperadamente llamar la atención, no sólo por el reto a la Iglesia: también porque su acto no tenía sentido sin los espectadores. Expiaban sus pecados a la vista de todos, y al mismo tiempo se excitaban —el lugar predilecto para recibir el castigo eran las nalgas—, en uno de los espectáculos más extraños y perversos que hayan escenificado los habitantes de la calle. Esta práctica iba de la mano de otros pobladores de la vía pública: las ratas, transportadoras de la peste negra que asoló Europa en aquella época. El clima apocalíptico causado por una pandemia que parecía castigo divino, multiplicó las cofradías de flagelantes, quienes consideraban que había que mortificar al cuerpo para contentar a Dios. Durante una parte del Medioevo la calle fue un enorme y sangriento confesonario, donde la carne torturada y extática se ofrendaba a cambio de la salvación.
Los habitantes de la calle también se han querido redimir en otras ocasiones. Su vertiente más peligrosa, la de los merodeadores y criminales, contó alguna vez con una publicación en la que se exaltaban a sí mismos. El Diario de los asesinos. Órgano oficial de acuchilladores y ladrones, se publicó en Lyon de marzo a junio de 1884, cuando los ecos de La Comuna de París aún no se extinguían; una época, también, en la que el asesinato político y los atentados comenzaban a popularizarse. En las páginas de esta insólita publicación había desde consejos para cometer robos, pasando por odas a criminales célebres, hasta anuncios y ofertas de trabajo para estranguladores y otros asesinos. Como apunta Jean-Philippe Rod en el prólogo a la edición facsimilar publicada por La Felguera Editores: “Por vez primera en la historia, acuchilladores, atracadores, pistoleros, dinamiteros, ejecutores y amantes de la guillotina y el cadalso tenían voz propia. Dirigían, nada más y nada menos, que ¡un periódico!” Algo impensable incluso en el clima actual de tolerancia y libertad del que se jactan ciertas naciones. El diario, como resulta evidente, era redactado con grandes dosis de ironía. Publicó, por ejemplo, La Marsellesa de los Asesinos: “¡A las armas, acuchilladores!”, incitaba sin pudor. Bajo el cabezal principal de su portada, una discreta leyenda subrayaba su carácter marginal y pendenciero: “Subscripciones: a media noche, en las esquinas de las calles”. Un día, inesperadamente, el periódico desapareció. Es probable que sus anónimos editores terminaran apuñalados o, en el mejor de los casos, encarcelados. A partir de entonces, la prensa del crimen retomó su anterior y no tan sorprendente rutina.
III: Hombres murciélago, mujeres monstruas
En su Informe sobre ciegos, Ernesto Sabato da noticia de otra peculiar casta de habitantes de la calle y sus respectivos subterráneos: los invidentes conspiradores. A partir del encuentro con una ciega que vende baratijas en una plaza, y de escuchar el peculiar tintineo de la campanilla que porta, “como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario”, el protagonista de esta novela se ve arrastrado hacia un universo tenebroso, donde los invidentes callejeros conforman una logia secreta que vigila y acosa a los simples mortales para decidir su destino. Empeñado en estudiarlos, en desentrañar su origen, jerarquía, y manera de vivir, descubre que los ciegos son otra condición zoológica: “Como si en virtud de un experimento con genes, un ser humano comenzase a convertirse, lenta pero inexorablemente, en murciélago o lagarto; y lo que es más atroz, sin que casi nada de su aspecto exterior revelase un cambio tan profundo”. Luego de años de esfuerzos, el protagonista logra llegar al corazón del misterio, pero paga caro por ello: los invidentes comunes, atestigua con horror, “son apenas su manifestación menos impresionante”. Esta fábula de tintes lovecraftianos no va dirigida, como algún lector poco atento podría pensar, contra la reputación de los ciegos y los menesterosos, sino, nuevamente, hacia la Otredad: ese espejo roto en el que no somos capaces de encontrarnos. En la novela de Sabato, los invidentes son mensajeros de nuestra propia ceguera, de los miedos y neurosis que los habitantes de toda urbe engendramos de manera sistemática, sin percatarnos de que somos los candidatos idóneos para que la locura prospere.
Locura colectiva, contagiada en las calles, como la que plasma Mariana Enriquez en su cuento “Las cosas que perdimos en el fuego”. La reina oscura de la literatura argentina relata la historia de las Mujeres Ardientes, un movimiento social y clandestino que protesta de manera radical contra el creciente número de casos de chicas quemadas por sus parejas. Durante una serie de rituales semanales llamados Hogueras, las mujeres deciden inmolarse, sobrevivir, y luego mostrar sus cicatrices. En el contexto del relato, ante la violencia brutal —tanto física como psicológica— a la que son sometidas las protagonistas, su performance tiene sentido: “Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras”. La líder e inspiradora de este activismo extremo, una chica desfigurada por las llamas que pide limosna en el Metro, sentencia ante las cámaras de televisión y su estupefacta audiencia: “Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva”. Y un mundo nuevo, también, pues Enriquez se pregunta, con esa transgresión macabra que la caracteriza: ¿cuándo llegará el mundo ideal de hombres y monstruas?
IV. Los herederos
En su célebre novela Los misterios de París, en la que Eugène Sue plasma de manera realista las miserias del pueblo, vemos desfilar a todas las variedades posibles de habitantes de la calle, a quienes define como “los bárbaros que viven entre nosotros”. En el primer capítulo, advierte al lector que será testigo de escenas repugnantes, y que “penetrará en lugares horribles y desconocidos, en los cuales verá rebullirse cual reptiles en inmundo pantano, tipos asquerosos y espantables”. Sin embargo, mientras se lee el libro y se pasa de una aventura a otra, lo que destaca es una serie de personajes inolvidables, astutos y carismáticos que, a pesar de las tragedias y problemas que los agobian, siempre se las arreglan para subsistir. El libro de Sue —no es novedad— fue escrito como un homenaje a los barrios marginales y a su picaresca, a esa parte de la ciudad en la que nadie quería vivir, pero que todos deseaban conocer. No en vano fue una de las novelas de folletín más populares de su época, leída igualmente por ricos y pobres. Unos buscaban detalles escabrosos, otros reconocerse en sus páginas. A nadie debería quedarle la menor duda de que los habitantes del abismo heredarán la Tierra. Cuando todas las catástrofes se cumplan, cuando cataclismos y plagas inimaginables hayan exterminado a la cada vez más vulnerable e inútil especie del humano próspero, la raza de la que hablaron Jack London y Eugène Sue seguirá en pie: curtidos en la adversidad, fortalecidos en la indiferencia de sus semejantes; pero también vejados, azotados, quemados. Invencibles. A ese loco que vemos en la banqueta, sepultado en mugre y harapos, que bebe alcohol de la peor calidad mientras nos dedica una mueca burlona, no le falta razón para reírse de nosotros.