No puedo evitarlo. Como en ese chiste tan en boga en las redes (pero como son las redes quizá ya no lo esté cuando ustedes lean esto) que reza: “No lo digas, no lo digas, no lo digas…” y acaba en una confesión más o menos chirriante… Pues lo diré: me da mucha risa (de ésa que los alemanes llaman Schadenfreude: el disfrute ante el sufrimiento ajeno) que el periodista español Manuel Carballal haya sacado a la luz nuevos datos que ayudan a dinamitar la figura y obra del mítico gurú new age Carlos Castaneda, en una biografía titulada, sin sobriedad alguna, La vida secreta de Carlos Castaneda: antropólogo, brujo, espía y profeta (El Ojo Crítico, 2018). Las indagaciones de Carballal, quien se ostenta como cazador de fraudes y ha estado metido en tribunales con gente de la calaña de J.J. Benítez, refuerzan y rebasan las de gente como Richard de Mille (pionero de la visión crítica sobre el tema). Sus revelaciones están siempre cobijadas con fotos, documentos oficiales y testimonios de primera mano. Carballal encontró y entrevistó, por ejemplo, a una hermana de Castaneda, a una de sus exesposas, a roomates y viejos compañeros de escuela y trabajo del chamán, metió mano en archivos de la CIA, la UCLA y algunas otras instituciones, y básicamente acabó por comprobar que la vida y milagros de don Juan Matus, el supuesto brujo yaqui que habría instruido a Castaneda en el “camino del guerrero” y puesto en sus manos la mina de oro del neochamanismo (o nahualismo) condensada en el libro Las enseñanzas de Don Juan y varios otros, no fueron sino pura invención, no tienen ninguna clase de base científica, y apenas una muy modesta base tradicional y cultural (“Escribí una novela”, le cuenta Castaneda a su hermana en una carta, significativamente, poco antes de que su obra “antropológica” se publique). Una invención basada, parcialmente, en charlas con brujos y curanderos indígenas con los que Castaneda estuvo en contacto como estudiante de antropología, pero, en la práctica, sólo un recurso literario. Y que encontró el éxito, además de por sus méritos narrativos (que reconoció hasta Octavio Paz), por haber aparecido en un momento histórico irrepetible, los años sesenta del siglo pasado, en que medraba un apetito voraz por pensamientos y moralidades alternas a las que despachaban los dos bloques que libraban la Guerra Fría: capitalismo liberal, por un lado, y comunismo por el otro. Alejado de la visión economicista de la vida y estrechamente cercano al pensamiento religioso y mágico, nació el neochamanismo. Que, además de todo, triunfó al apostar por la inclusión del consumo de sustancias alucinógenas en su canon para “abrir la conciencia”, una idea que llevaba tiempo de campear entre la juventud universitaria y los artistas de vanguardia estadounidenses, y que encontró en Castaneda un vocero mucho más digerible que aquel locazo de Timothy Leary, el “apóstol” del LSD… “Mentira sagrada”, llamó hace tiempo ese otro gurú, que es el chileno Alejandro Jodorowsky, a los libros de su colega. Los miles de discípulos o de estudiosos que aún le otorgan credibilidad intelectual a los “piensos” de don Juan Matus (quedan algunos, sí) prefieren aferrarse a la segunda palabra de la sentencia de Jodorowski antes que reconocer la primera. El retrato de Castaneda que traza Carballal es desolador: lo pinta como un migrante latino en EU común y corriente, es decir, atorado en trabajos de tres al cuarto y sometido a ramalazos de racismo, hasta que consigue colocar el manuscrito de su primer libro (editado, cabe señalar, por la Universidad de California en Los Ángeles, cuyas políticas científicas no es que fueran muy rigurosas en los locos años sesenta). A partir de ahí se produjo el fenómeno. Castaneda vendió millones de ejemplares de sus escritos llenos de paparruchadas, se convirtió en un millonario impartidor de conferencias, a su alrededor se formó un culto de tintes sectarios, su prestigio como gurú se volvió mundial (John Lennon, Federico Fellini o George Lucas se cuentan entre los entusiastas) y su pensamiento le dio tanta salud mental a su entorno, que el círculo de sus discípulas más cercanas se suicidó en masa después de su muerte (que se produjo en 1998), como si fuera el cortejo de un faraón. Carballal no es el primero en desconfiar de las historias de don Juan. La revista Time, en 1973, publicó un reportaje que desmentía algunas versiones que Castaneda había hecho circular sobre sí mismo (y estableció, por ejemplo, que su nombre real era Carlos César Salvador Arana Castañeda, y que no había nacido en Brasil, como él mismo aseguraba, sino en Perú). A partir de ahí, otros investigadores se dedicaron a demoler cualquier vestigio de credibilidad científica que tuviera el neochamanismo. Sin embargo, el pensamiento mágico no necesita de la realidad para operar y millones de personas aún creen al pie de la letra, o al menos como una serie de metáforas dignas de estudio, las cosmogonías castanedianas. Si un místico rollero como Gurdjieff aún provoca pasiones en ciertos lectores, setenta años después de muerto, es previsible que el carisma de las ficciones de Castaneda tarde aún mucho tiempo en extinguirse, al menos entre nosotros, y en el México actual, tan desastroso en su cotidianidad que cualquier cosa que nos saque los ojos de él pareciera una alternativa aceptable. “[Castaneda] Nos propone, después de una crítica radical de la realidad, otro conocimiento, no-científico y alógico”, dijo Paz. Algo tan noble, quizá, como la fantasía que nos venden los Tolkien, los Rowling y LeGuin. O tan innoble como la superstición. Usted me dirá. Pero si “el camino del guerrero” termina en pactos suicidas colectivos, mentiras al por mayor y creación de sectas exprimidoras de incautos, la balanza se inclina peligrosamente hacia el lado que dice “farsa”.
Imagen de portada: Fotografía en la Biblioteca Nacional Austriaca, en Unsplash. El ingeniero Franz Lyrk construyó la bicicleta más pequeña del mundo. La fotografía lo muestra en la rampa del parlamento, 1947.