Poco se ha escrito acerca de la estrecha relación que guarda el pensamiento de George Steiner con la música. Si bien ésta se deja entrever en buena parte de su obra, Necesidad de música conforma la primera recopilación dedicada puntualmente a sus reflexiones sobre el arte del sonido. Creo que el lector curioso se preguntará no sólo por los temas que han marcado, a través de media centuria, la reflexión musical de Steiner, sino por las vertientes, los giros y los alcances de ese pensar. Eso fue, al menos, lo que ocurrió conmigo en un principio. La selección de textos que nos ofrece Rafael Vargas Escalante —traducida por él mismo— se divide en dos grandes bloques. En el primero, dedicado a artículos, conferencias y programas de concierto comentados por Steiner, predomina un trazo ambicioso que abarca cientos de años de música en Europa y América, y que bebe, por momentos, tanto del relato mítico como de la tradición clásica. El segundo está integrado por reseñas de textos sobre diversos tópicos musicales. Entre ambos bloques, en un intermezzo breve —aunque significativo para entrever algunas correspondencias entre ellos— tres personajes dialogan: un músico, un matemático y un poeta. La estructura bipartita del libro, sin embargo, no responde tanto a una división categórica entre los fragmentos seleccionados, como a una cartografía que encamina de cierta manera la lectura. Ahora bien, si como señala Vargas Escalante efectivamente “la música impregna el pensamiento de Steiner”, sería necesario no solamente tomar muy en serio la relación que se construye ahí entre historia, literatura y filosofía con la propia música, sino además, reconocer e intentar descifrar el horizonte crítico de sentido al que apunta dicho pensar. Es aquí donde, a mi entender, el libro puede suscitar nuestra curiosidad —incluso si uno no forma parte del círculo de lectores asiduos de Steiner—. No es difícil reconocer en estos escritos las preferencias y gustos del autor. Una línea que va de Mozart a Britten, pasando por Mendelssohn, Wagner y Schoenberg, une las vértebras que articulan sus ideas sobre música. No obstante, el entramado es más complejo, y la innegable erudición musical del pensador parisino se advierte a lo largo del libro no sólo por los autores a los que alude, sino en la precisión con la que traza algunas de sus observaciones, que con frecuencia apuntan hacia capas profundas de la música. Ahora bien, huelga decir que esas honduras son a tal grado inaccesibles que la más auténtica pasión o el mayor de los entusiasmos son de poca ayuda cuando llega el momento de confrontar la palabra con su más radical antípoda, es decir, la singularidad de un objeto musical. En ese sentido, más que escribir sobre música, se diría que el pensamiento anda a tientas en torno a ella, permaneciendo exterior a los límites que la separan de todo lo demás, de aquello que no es estrictamente música (el propio Steiner señalará que, cuando la poesía se obstina en escriturar a la música, termina invariablemente por hablar sobre sí misma). Por ello considero que hay que estar atentos frente a un error de perspectiva que explicaría por qué, con frecuencia, imaginamos que el pensamiento acecha a la música cuando, por el contrario, es éste el que busca resguardarse de ella por medio de la palabra, el lenguaje y la escritura. De ahí que esa Necesidad de música aparezca aquí, en primera instancia, como una imperativa necesidad de escribir en torno a la música: necesidad de palabra. Al adentrarse en la lectura se advierten contradicciones y paradojas curiosas. A la espléndida y feroz defensa de la música de Schoenberg o Berg, particularmente de las óperas Moisés y Aarón y Lulú, le sigue el por momentos airado y poco afortunado desdén de Steiner por la obra de los autores que le son más estrictamente contemporáneos —como es el caso de Betsy Jolas o Georges Aperghis—. El gusto de Steiner se adhiere claramente al de una de época, y creo que es compartido por buena parte de los intelectuales contemporáneos. Esto es fundamental cuando se intenta esclarecer qué tanto es capaz el autor de tomar riesgos al momento de afincar una perspectiva de valoración singular para sus juicios estéticos, o incluso si alcanza a sospechar críticamente sobre los márgenes naturales de su horizonte metodológico, y de cómo éste determina la manera de analizar los acontecimientos del mundo al que pertenece. Me parece claro que Steiner calcula, y calcula bien. Ello explica por qué lo mejor de su reflexión, lo más rico y fino en términos de ideas y correspondencias, se esgrime cuando los juicios apuntan al valor de las obras musicales del pasado. A pesar de lo puntuales que pueden resultar sus observaciones sobre las condiciones de la sonósfera en la cotidianidad contemporánea —algo anunciado en su momento por Adorno— es necesario señalar que, en más de un sentido, Steiner queda en deuda con una buena parte de su presente musical. Ahí donde el cálculo correcto reduce al máximo los riesgos, y los prejuicios de época garantizan cierto desahogo para el pensar, éste termina por languidecer. Sin embargo, no es trivial el tiento de esclarecer las coordenadas que han emplazado lo mejor de la escucha en Steiner. El viraje del oído hacia el pasado obedece al anhelo de tejer algo nuevo en el presente. Es así que, en uno de los mejores pasajes del libro, las figuras terribles de la sirena o el sátiro emergen para anudar a personajes como Kafka o Adorno, Homero o Joyce, e incluso a Mozart en un vuelco anecdótico con Roger Sessions. Los audaces momentos que reúnen a Lukács con Wagner, a Schopenhauer y a Hitler, o a Debussy con Walter Gieseking, son notables. Se diría que, en un espacio breve, tal proliferación de personajes dificultaría la construcción de un argumento. Pero si hablábamos hace un momento sobre la voluntad de tejer algo en el presente, era con la intención de traer a cuenta la figura de Ariadna y su madeja, para así señalar que no son sólo las voces de la razón y el argumento plausible quienes colman el vínculo del autor con la música. Estar a la escucha es también permanecer atento a las resonancias que circulan en la silente oscuridad de un laberinto. Esa geometría del deseo, a un tiempo actual y no, palpable e imposible, apunta a la necesidad de una escucha capaz de percibir, junto a los ecos del pasado, el enigma de su actualidad trágica. Por momentos, Steiner consigue ir en la dirección de esa escucha. En estos textos, con mayor o menor fortuna, el autor revisita cuestiones cardinales sobre música, como el problema de su significación y su sentido; su sospechosa universalidad; el lenguaje y la representación; la compleja relación entre el compositor y el escritor; los vínculos entre ethos, afecto y existencia; los alcances y límites del discurso frente a lo inefable; el vínculo crítico entre creación, intencionalidad y dato biográfico, además del problema que concierne al oscuro nexo entre la muerte y la música —donde se atisba, desde luego, la sombra de Martin Heidegger—. Finalmente, no me parece circunstancial que Orfeo —el de Ovidio, sí pero ante todo, el de Rilke— aparezca de forma tan notoria en estos escritos. El lector atento podrá advertir cómo se activan aquí relaciones latentes entre música y poesía; incluso en términos de orden más pictórico —particularmente a través de la imagen del Marsias de Tiziano— se dibujan intereses que, curiosamente, vinculan a Steiner con Giorgio Agamben.
Grano de Sal, Ciudad de México, 2019
Imagen de portada: Tiziano Vecellio, Desollamiento de Marsias, 1575. Imagen de dominio público