Entrevista con Pilar Quintana
Pilar Quintana es autora de Los abismos (Premio Alfaguara 2021) y La perra (Random House, 2017), novelas en las que conviven la luz y la oscuridad, la bondad y la maldad, lo que puede ser dicho y lo que se silencia, con un manejo ejemplar de estos equilibrios en los que reside, posiblemente, la clave de lo que somos. Los abismos cuenta la historia de una niña llamada Claudia que, desde su inocencia, no solo descifra la realidad a la que pertenece, sino que se enfrenta a los abismos que crecen cuando nos abrimos al mundo. Esa es su condición, encontrarse siempre al filo del peligro.
Una de las cosas que más me llaman la atención de Los abismos es cómo resolviste trabajar esa sensibilidad infantil. ¿Cómo conectaste con la voz de Claudia niña?
Cuando empecé a escribir Los abismos no estaba haciendo una novela sobre la infancia ni sobre una niña. El personaje se llamaba “Claudia” y era una hija adulta, viviendo en una casa de campo rodeada por unos abismos tremendos. Es la misma casa de campo que aparece en la novela. Pero terminé por no contar esa historia. Me devolví a la infancia y conté a otra Claudia, a la niña, una narradora que encontré mucho antes de Los abismos, mientras hacía terapia. Recuerdo que estaba con una psicóloga examinando un evento de mi niñez, algo traumático. Y al contárselo, ella me dijo: “No, así no, ahí la que está hablando es la adulta erigiendo un discurso desde su punto de vista. Contámelo como lo vivió la niña. Vamos a ponerte a la altura de la niña que fuiste y mostrámelo a través de los ojos de ella”.
Cuando trabajaba en Los abismos me di cuenta de que no funcionaba el personaje adulto. Yo pensaba: “¿Cómo hago para contar una novela tan compleja donde la narradora no puede ser la misma niña porque ella no va a tener las palabras para explicarla? ¿Qué narradora creo?”. Entonces recordé: “Voy a hacerlo como en ese ejercicio de terapia y que sea una adulta la que se agacha para quedar a la altura de la niña que fue, capaz de contarnos las cosas como las vivió sin imponer su discurso, sin decirnos sus opiniones, sino solamente mostrándonos lo que la niña sintió”.
Así que dijiste: “Esto no es, tengo que hacer la novela escondida dentro de la novela”.
Así fue. Yo generalmente soy una escritora muy organizada que sabe exactamente lo que va a contar. Y tengo anotados lo que llamo “puntos”: escenas, capítulos, las acciones narrativas importantes de la novela… Claro, en la medida en que voy escribiendo a veces me salen más, a veces quito algunos, pero los tengo en una libreta. Cada acción narrativa “pasa en tal lugar, a tal hora del día”. Y ahí me oriento y voy creando el universo narrativo. Así es como tengo claro lo que voy a contar. Esta novela me enseñó que no debo ser tan planificadora y que a veces el proyecto inicial no funciona.
Hay algo muy fuerte en los mecanismos mentales de la niña. Ella empieza a descubrir en muchos niveles una opresión externa, y va entendiendo qué puede decir y qué no, cuándo hablar y cuándo no. En muchos sentidos, para mí esuna novela sobre la inocencia, pero especialmente sobre la pérdida de la inocencia y sobre los malos aprendizajes.
La infancia me parece una etapa súper interesante porque en verdad la ocultamos, y no conozco otra manera de quitarle los velos que la terapia. Allí es donde yo se los levanté. Cuando oigo a personas decir: “Mi infancia fue lo mejor de mi vida, la pasé espectacular, tuve una infancia feliz”, yo digo: “Ay, pobrecito… le falta ir a terapia para descubrir sus traumas”. No pienso que todo el mundo tuvo una infancia horrible, pero es una época tan compleja como la adultez o la adolescencia y no conozco a nadie que diga que su adolescencia fue feliz. ¡No! En la adolescencia estuvimos tristes, nos queríamos cortar las venas, fuimos eufóricos, felices, fuimos todo. Lo mismo en la niñez, pero creo que encubrimos los traumas de esa etapa para poder sobrevivir. El adolescente tiene a sus amigos como refugio y rechaza a sus padres, donde ubica generalmente sus traumas. El niño no tiene eso todavía, entonces debe sobrevivir en la familia que le tocó y tapar lo que está pasando. Yo empecé a escribir a los siete años. En Colombia nos enseñan a escribir a esa edad, en el primer curso de primaria. Y cuando aprendí a juntar letras lo primero que escribí fue una ficción. Se trataba de un payaso que tenía la cara pintada de risa pero a quien se le había muerto la mamá, se le había quemado la casa, su vida era una tragedia horrible. Me impresiona que una niña de siete años ya viese eso en la sociedad en la que le tocó crecer. Tuvieron que pasar 42 años para que pudiera elaborar eso, ese payaso. Creo que he pasado mi vida entera escribiendo a ese payaso en todos mis libros, de todas las maneras.
Es cierto que a lo largo de tu literatura se experimenta esa soledad, eso que todos traemosdentro aunque nunca queramos mirar el abismo que nos tiene aterrorizados.
Como ocurre en La perra, es el descubrimiento del propio monstruo. En nuestra sociedad latinoamericana, especialmente siendo yo colombiana, tendemos a creer que el monstruo está afuera, ¿no? El monstruo son los paramilitares, los guerrilleros, los ladrones, los asesinos. Cuando viví en la selva nueve años, un lugar que quedaba a una hora en lancha de la ciudad más cercana y a tres horas de la casa donde nací, era parte de una sociedad absolutamente diferente a la mía. En ese lugar conocí a personas que habían matado. Eran amigos míos y yo vivía con el asesino. Siempre pensaba: “Este hombre mató a su hermano con un machete una noche, lo picó”. Y era un buen padre de familia, un amigo, un buen ciudadano; no era un monstruo, sino una persona como yo. Viviendo en la selva entendés que no podés decir: “Voy a llegar aquí descalza a abrazar árboles y vivir sin venenos”. Yo quería vivir así en la selva, en armonía con la naturaleza. Y una semana después teníamos infecciones, hubo que tomar antibiótico, las termitas se estaban comiendo la madera de la casa que íbamos a construir y nos tocó ir a Buenaventura a comprar todos los venenos en existencia. Entonces, creo que el monstruo está acá adentro, lo tenemos todos y solamente lo descubrimos si se dan las circunstancias.
Los abismos también es una novela sobre la maternidad. La protagonista es una madre involuntaria, que a su vez también tiene una madreinvoluntaria. Cuando la hija le pregunta: “Sihubieras podido no tenerme, ¿hubieras preferido no ser madre?”, la madre le dice que sí. Me interesan estas madres que dicen la verdad, porque se supone que cuando una es madre tiene que ser perfecta y callarse esas cosas.
Yo me hice madre a los 42 años y fue un hijo absolutamente deseado de una mujer acompañada por una pareja que quería criar un hijo con ella. Aun así, en las primeras semanas del embarazo pensé: “Pero, dios mío, ¿qué es esto tan espantoso?”. Me sentí absolutamente engañada. Porque mi mamá, mis tías, mis abuelas decían que era lo mejor que les había pasado. Cuando les hice el reclamo solo se reían, porque sabían que me habían mentido. Así que yo soy esa que construye el payaso y muestra lo que en realidad hay detrás de su risa. Es como si me dijeran “de eso no se habla” y entonces me salieran, literalmente, letreros. Y estos letreros son los libros. Tengo la necesidad de poner por escrito lo que nos prohibieron decir, eso que está mal visto, callado por tanto tiempo. En esta novela me encontré con algo importante y de lo que creo que no hemos hablado lo suficiente: la oscuridad de las mujeres. Estudié en un colegio de señoritas donde el modelo era la mujer perfecta. Era un colegio “feminista”, entonces todas teníamos que ser excelentes profesionales, ambiciosas. Además, lo primero era la familia, entonces había que ser excelentes madres y además estar buenas y ser sexys y querer dárselo al marido todas las noches.
Y rubias.
Y tener pelo liso. No podías tener el pelo crespo. Tenías que alisarte, maquillarte y andar en tacones. Luego una vivía solo en el interior de una casa y veías que en la calle eso eran las mujeres, pero en las casas no. Ahí estaba la distancia, otra vez el payaso. Las revistas del corazón que mi mamá leía todo el tiempo jugaron un papel importante porque, no sé, la princesa Diana era nuestra princesa. Yo me levanté a las cuatro de la mañana a ver su boda, y luego salía en la tapa de las revistas maquillada perfecta, con las joyas de la corona, el vestido largo para ir a la fiesta. Ella era la mujer perfecta, ¿verdad? Cuando empecé a leer los artículos, resulta que su suegra la odiaba, el marido no la quería, era bulímica y le estaba poniendo los cachos al príncipe con el profesor de equitación.
Me preguntaba también cómo había sido para ti, ahora como madre, trazar a esa mala madre de la novela y su relación con la niña.
Una comprende cuando tiene un hijo que lo único necesario para él es la teta y la mamá. Por eso siempre vamos a ser huérfanos, porque la madre es una mujer además de madre y, por más entregada y maravillosa que sea, tiene una vida propia. Por lo tanto, el hijo siempre va a sentirse abandonado.
En una versión muy incipiente de Los abismos sentía que algo no funcionaba. No había dado con qué era hasta que la leí después de dejarla descansar un tiempo. El problema fue que la mamá de Claudia era solo una mala madre. No se trataba de un personaje complejo y no entendíamos por qué era una mala madre, sino que solo la veíamos en esa faceta. Y yo me decía: “¿Por qué me pasó esto si sé cómo hacer personajes?”. Lo que me ocurrió era que yo tenía un problema con la idea de la madre… Ni siquiera con la mía propia como madre, sino más con mi idea de mi mamá. No veía a mi mamá como una mujer. Mi mamá era solamente eso, y así la juzgaba. Además, fue súper iluminador que, cuando mi hijo tenía tres años, él pensaba que mamá y mujer eran sinónimos. Y yo, feminista, le decía escandalizada que no, y le expliqué hasta que lo entendió. Pero yo misma no había comprendido que esas dos palabras no eran sinónimos. Para mí, mi mamá solo era una mamá y no una mujer. Los abismos fue una terapia personal en la que también me di permiso de ser no sé si una mala madre, pero sí una madre que no necesariamente siempre triunfa, sino que también se equivoca y que no importa lo que haga, va a fallar. Reconciliarme con esa idea de que no seré la mamá perfecta.
Un día la madre llega al cuarto de su hija y le diceque la princesa Grace se murió: “Iba en la carretera y en el abismo justo no frenó y se mató”. Laniña le pregunta por qué no frenó, a lo que lamamá contesta: “Bueno, no seas tan ingenua, la gente puede querer morirse”. Para mí ese es uno de los momentos clave de la novela, porque desde entonces la niña teme que la madre se quiera morir y empieza a cuidarla. Ahí se invierten los papeles.
Claudia pertenece a mi generación, donde no fue fácil ser niña, porque la generación de nuestros padres no se miraba al espejo, ni escarbaba para deconstruirse, ni le gustaba reconocer a su monstruo interior. Ellos venían de una crianza todavía más autoritaria. Nos podían decir cosas como “¿Estás llorando? Ahora te voy a pegar para que llores por algo de verdad”. No era el tipo de padres que se agacha y dice: “¿Por qué estás llorando, mi amor? Ven, te consuelo”, ellos no podían hacerlo. En la generación de niños a la que yo pertenecí, nacidos en los setenta y los ochenta, muchas veces a los hijos nos tocó llevar emocionalmente los problemas de nuestros padres, porque ellos no se hacían cargo ni de los nuestros ni de los suyos. Crecimos muchas veces cargando a nuestros padres, y de ahí parte la soledad de Claudia.
Ese es otro punto en común entre Los abismos y La perra: que los matrimonios no son como nos los prometieron. Están agrietados, fragmentados, hay un abismo entre las personas,que se acostumbran a vivir con él al centro desu relación.
Recuerdo que cuando publiqué La perra me invitaron a varios clubs de lectura y fui a uno de mayores de sesenta años. Casi todas las asistentes eran mujeres y me decían que les encantaba cómo retraté el matrimonio. Luego me invitaron a otro club de veinteañeras. Había una embarazada, otra recién casada, otra que se iba a casar dentro de dos meses… y me decían: “Qué horror ese matrimonio”, “Espero que el mío jamás sea así”. Y yo: “Hablemos dentro de veinte años a ver cómo son”. Me miraban con ojos de incredulidad. Y yo: “Bueno, así es el matrimonio, traigo malas noticias”. Siempre traigo malas noticias en mis libros.
Imagen de portada: Pilar Quintana, 2021. Fotografía de Carlos Zárrate