Las utopías son visiones idealizadas de una sociedad perfecta. Los utopismos son esas ideas puestas en práctica. Ahí es donde empieza el problema. Tomás Moro acuñó, por una buena razón, el neologismo utopía para su libro que, en 1516, funda este género moderno. La palabra significa “no lugar” porque cuando los humanos imperfectos intentan la perfección —personal, política, económica y social— fallan. Por ello, el reflejo sombrío de las utopías son las distopías, con sus experimentos sociales fallidos, regímenes políticos represivos y sistemas económicos autoritarios que resultan de poner en práctica los sueños utópicos. La creencia en que los humanos son perfectibles nos lleva inevitablemente a errores en la medida en que se diseña la “sociedad perfecta” para una especie imperfecta. No hay una sola mejor manera de vivir, porque existen demasiadas variantes en cómo la gente desea vivir. Por lo tanto, no existe una sociedad mejor, sólo hay diversas variaciones del puñado de temas dictados por nuestra naturaleza.
Las utopías son especialmente vulnerables cuando, por ejemplo, una teoría social basada en la propiedad colectiva, el trabajo comunitario, un régimen autoritario y una economía de mando y control chocan contra nuestros deseos naturales de autonomía o de libertad individual y de elección. Asimismo, las diferencias naturales de habilidad, intereses y preferencias entre cualquier grupo de personas nos dirigen a desigualdades en los resultados y a condiciones de vida y de trabajo que las utopías comprometidas con la igualdad como fin no pueden tolerar. Como explica uno de los ciudadanos originales de la comunidad New Harmony, fundada en el siglo XIX por Robert Owen en Indiana:
Intentamos todas las formas concebibles de organización y gobierno. Tuvimos un mundo en miniatura. Decretamos la Revolución francesa una y otra vez, y el resultado fueron corazones desesperados en lugar de cadáveres […] Parecía que era la ley de diversidad inherente en la naturaleza la que nos había conquistado […] nuestros “intereses unidos” estaban directamente en guerra con las individualidades de las personas, las circunstancias, y el instinto de autopreservación.
La mayoría de este tipo de experimentos utópicos del siglo XIX fueron relativamente inocuos porque, sin contar con multitudes entre sus miembros, carecieron de poder económico y político. Pero si se agregan estos factores, los soñadores utópicos pueden convertirse en asesinos distópicos. Las personas actúan de acuerdo con sus creencias, y si crees que la única cosa que impide que tú, tu familia, clan, tribu, raza o religión vayan al Cielo (o alcancen el Cielo en la Tierra) es algún otro grupo de personas, las acciones no conocen límites. Del homicidio al genocidio, el asesinato de otros en nombre de alguna creencia religiosa o ideológica contribuye al saldo de cadáveres en los conflictos de la historia: desde las Cruzadas, la Inquisición, las cazas de brujas y las guerras religiosas de hace siglos, hasta los cultos, las guerras mundiales, los pogromos y los genocidios ocurridos durante el siglo pasado. Podemos ver el cálculo detrás de la lógica utópica en el ya famoso “problema del tranvía”, en el que la mayoría de las personas afirman que estarían dispuestas a matar a una persona con el fin de salvar a cinco. La escena se presenta así: estás parado junto a una bifurcación en las vías del tren, donde se encuentra el cambio de agujas para desviar el tranvía que está a punto de matar a cinco trabajadores. Si activas el desvío, el tranvía irá hacia el otro lado y matará sólo a un trabajador. Si no haces nada, el tranvía mata a los cinco. ¿Qué harías? La mayoría de las personas dice que activarían el desvío.
Si incluso las personas en los países occidentales iluminados del presente están de acuerdo en que es moralmente permisible matar a una persona para salvar a cinco, imaginemos lo fácil que sería convencer a gente viviendo en Estados autocráticos con aspiraciones utópicas de matar a mil para salvar a cinco mil, o de exterminar a un millón para que cinco millones puedan prosperar. ¿Qué son unos cuantos ceros cuando estamos hablando de felicidad infinita y gozo eterno? Se puede encontrar el defecto fatal de las utopías utilitarias en otro difícil experimento: eres un observador inocente en una sala de espera de hospital en la que un médico de urgencias tiene cinco pacientes a punto de morir debido a distintas afecciones. Todos pueden ser salvados si te sacrificas y donas tus órganos. ¿Querría alguien vivir en una sociedad en la que pueden convertirse en ese observador inocente? Claro que no, por lo que cualquier doctor que intentara una atrocidad semejante sería enjuiciado y sentenciado por asesinato. Sin embargo, esto es exactamente lo que pasó con los experimentos del siglo XX en las ideologías utópicas socialistas ocurridas en la Rusia marxista/leninista/stalinista (1917-1989), la Italia fascista (1922-1943), y la Alemania nazi (1933-1945). Todos intentos a gran escala de alcanzar la perfección política, económica y social (e incluso racial), que resultaron en decenas de millones de personas asesinadas por sus propios Estados o bien en conflictos con otros Estados percibidos como trabas en el camino al paraíso. El teórico y revolucionario marxista León Trotski expresó la visión utópica en un panfleto de 1924:
Las especies humanas, el Homo sapiens coagulado, volverá a entrar en un estado de transformación radical y, con sus propias manos, se convertirá en objeto de los más complejos métodos de selección artificial y entrenamiento psicofísico […]. El humano promedio alcanzará el nivel de un Aristóteles, un Goethe, o un Marx. Y sobre esta cresta, se alzarán nuevas cumbres.
Esta meta irrealizable llevó a experimentos tan descabellados como aquéllos liderados por Iliá Ivanov, a quien Stalin le comisionó, en la década de 1920, la cruza entre humanos y simios para generar un “nuevo ser humano invencible”. Cuando Ivanov falló en su afán de producir ese híbrido simio-humano, Stalin lo mandó arrestar, encarcelar y lo exilió en Kazajistán. En cuanto a Trotski, una vez que consolidó su poder como uno de los primeros siete miembros fundadores del Politburó de la antigua Unión Soviética, estableció campos de concentración para quienes se rehusaron a unirse a su gran experimento utópico, lo que llevó finalmente al asesinato de millones de ciudadanos rusos en el gulag del archipiélago, quienes también parecían estorbar en el camino de la imaginada utopía paradisiaca por venir. Cuando la teoría del trotskismo se opuso a la del stalinismo, el dictador mandó asesinar a Trotski en México en 1940. Sic semper tyrannis.
En la segunda mitad del siglo XX, el marxismo revolucionario en Camboya, Corea del Norte y numerosos Estados de Sudamérica y África condujo a asesinatos, pogromos, genocidios, limpiezas étnicas, revoluciones, guerras civiles y conflictos auspiciados por el Estado; todo en nombre de establecer un Cielo en la Tierra que requería la eliminación de los disidentes recalcitrantes. Alrededor de 94 millones de personas murieron en manos de marxistas revolucionarios y comunistas utópicos en Rusia, China, Corea del Norte y otros Estados; un número extraordinario comparado con los 28 millones asesinados por fascistas. Cuando se tiene que matar a decenas de millones de personas para alcanzar un sueño utópico, sólo se ha instaurado otra pesadilla distópica. La búsqueda utópica de la felicidad perfecta se expuso como la meta fallida que se presenta en la reseña de Mi lucha escrita por George Orwell en 1940:
Hitler […] ha captado la falsedad de la actitud hedonista hacia la vida. Casi todo el pensamiento occidental desde la guerra anterior, al menos todo pensamiento “progresivo”, ha asumido tácitamente que el ser humano no desea nada más allá de la ligereza, la seguridad y la evasión del dolor […] [Hitler] sabe que el ser humano no desea sólo confort, seguridad, horas de trabajo reducidas, higiene, control de natalidad y, en general, sentido común; el ser humano también desea, al menos intermitentemente, luchas y auto-sacrificios.
En cuanto a la atracción más amplia ofrecida por el fascismo y el socialismo, Orwell añade:
Mientras que el socialismo, e incluso el capitalismo de manera más reticente, le han dicho a la gente “te ofrezco pasar un buen rato”, Hitler les propone “te ofrezco lucha, peligro y muerte”, y como resultado, toda una nación se arroja a sus pies […] no deberíamos subestimar su atractivo emocional.
¿Qué, entonces, debería reemplazar la idea de las utopías? Una respuesta podría encontrarse en otro neologismo: protopía, un progreso incremental compuesto de pasos hacia la mejora, no la perfección. El futurista Kevin Kelly describe su invención como:
Una protopía es un Estado que es mejor hoy que ayer, aunque puede que lo sea sólo un poco. La protopía es mucho más difícil de visualizar. Porque una protopía contiene tantos problemas como beneficios, esta interacción compleja entre cosas que funcionan y cosas que están rotas es muy difícil de predecir.
En mi libro The Moral Arc (2015), expuse cómo progreso protópico es el término que mejor describe los monumentales logros morales ocurridos en los siglos pasados: la atenuación de la guerra, la abolición de la esclavitud, el fin de la tortura y la pena de muerte, el voto universal, la democracia liberal, los derechos y libertades civiles, el matrimonio igualitario y los derechos animales. Todos éstos son ejemplos de progreso protópico en el sentido que han ocurrido un pequeño paso a la vez. Un futuro protópico no es sólo práctico, es realizable.
Imagen de portada: Imagen del Paraíso en la Tierra según la revista La Atalaya
Este ensayo está basado en Heavens on Earth: The Scientific Search for the Afterlife, Immortality, and Utopia, publicado por el autor en 2018 y retomado por la revista digital aeon.