Muchos asocian la palabra tabú con la superstición de las sociedades primitivas, como si todo lo prohibido tuviera origen en el temor infundado por el pensamiento mágico. Sin embargo, en las sociedades modernas el lenguaje da cuenta de numerosas cabriolas que llevamos a cabo para evadir ciertas palabras que, por distintas razones, no pueden ser proferidas. La actualidad libertaria, tecnológica y líquida no se libra de los ajustes del decoro; hoy en día también sentimos una conexión peligrosa entre la lengua y la realidad. Quizá por eso siempre me ha molestado el pudor con el que algunas mujeres se levantan de la mesa de un restaurante y se limpian la comisura de los labios con discreción ensayada mientras piden disculpas para dirigirse al tocador. La palabra, en ese contexto, me produce repulsión. Quienes la usan no asumen las consecuencias de su homofonía, pues si bien se remite a la toca que ha dado origen a palabras como tocado, un vocablo más cerca de la cabeza que de las manos, mi mente no la decodifica como un sinónimo de peinar; inevitablemente la asocio a la onomatopeya toc que con su sonido derivó en esa palabra propia para el manoseo, sigue siendo un toc que se palpa, que hace hablar a los instrumentos musicales, un desliz de las yemas de los dedos. Según algunos, su origen se remonta al árabe: taqiya era una suerte de gorrito usado sobre el turbante. Mas a las pudorosas mujeres no les sirven de nada lo arabesco de su etimología cuando se acercan al mesero para preguntarle: “¿Dónde está el tocador de señoras?”, casi como una sugerencia para que levante la mano y responda: “Aquí mismo, justo enfrente de usted”, aprovechando las acrobacias e incertidumbres del lenguaje. La palabra tocador me parece una fragancia artera del idioma. Los eufemismos, en su afán de sustituir lo prohibido por vocablos atenuados y ambiguos, funcionan como aerosoles que buscan disfrazar lo hediondo: encubrir y despistar. Imponer un olor grato sobre la fetidez. El tabú —esa voz polinesia que el capitán Cook importó al inglés— tiene su contrario: noa:, que se refiere (según señala Stephen Ullmann) a lo ordinario y accesible. Noa y tabú, dos opuestos en los que es posible encontrar la esfera de lo sagrado y lo profano. Los excrementos tienen algo en común con Dios y con el diablo: su restricción exige que se les esquive y llame por otro nombre. Si Dios es El Señor y el diablo es El Maligno, el baño esconde su mugre en la ingenuidad de la palabra tocador. Aunque odio esa palabra, debo aceptar que es difícil encontrar un vocablo para referirse a los baños públicos. El baño es continente de excrecencias y corporalidades. Toda imagen y estatus se ven amenazados por él: ¿de qué sirven los títulos, posgrados y curules cuando a todos nos iguala un retortijón agudo? Por eso, las letras se vuelven escondrijos: evitan darle nombre a nuestra vergüenza. ¿Hay un vocablo idóneo para nombrar el sitio de las defecaciones? Sin regaderas que escupan a borbotones el sistema hídrico de las ciudades, la palabra baño no concuerda con la solitaria taza que (a Dios gracias) no nos moja de pies a cabeza. Baño: casi sinónimo de empapar, de sumergir por completo, como la joyería que finge gran valor al darse un baño de oro, mojándose en el anegado metal líquido. ¿Qué es un baño de sol sino una metáfora que nos permite ahogarnos en el oleaje de los rayos de fuego? No me sorprende que la palabra baño sea usada también en los salones de las escuelas para referirse al castigo en que alguno recibe golpes de un grupo numeroso que se desdobla en manotazos y empujones, zambullida rabiosa. La palabra sanitario implica una paradoja ineludible. La sanidad de sus sílabas no se trasluce en los azulejos manchados de orina encharcada ni en el microcosmos de bacterias situada en los lindes de la cerámica. Pues, aunque actualmente pensamos en lo sano como aquello que goza de buena salud, los antiguos comprendieron su significado como un símil de la sensatez. Sano era aquel con buen juicio, incluso un sinónimo de “bueno”. Sanitario pareciera no sólo querer limpiar paredes y utensilios como si fuera cloro, sino expurgarnos de la defecación en un acto de recato rotundo. Si bien resulta extraño que alguien use el vocablo retrete en el habla cotidiana, su germen en el latín retirere da cuenta de un significado mucho más certero: la necesidad de separar las deyecciones de los sitios higiénicos. Defecar exige un trayecto, un alejamiento, un retiro. ¿Alguien se atreve a considerar la palabra inodoro como la más apropiada? Quizá, si comparamos los olores nefandos que salen de la taza con los de un pozo donde las heces quedan al descubierto. Pero el olfato opone resistencia lingüística. Sí, es cierto, se le llamó inodoro por ser el primero en utilizar ese sistema hidráulico incorporado para evitar la salida de la pestilencia; pero la industria de los desodorantes (ese mar de alegrías tropicales y fragantes paraísos de lavanda) pone en evidencia que, por más intentos que hagamos por ocultar el rastro de nuestra suciedad y desechos, siempre será marca latente de la descomposición, un vital augurio. Letrina, retrete y excusado son, para algunas personas, palabras que huelen feo y dejan manifiesta nuestra corporalidad irrefrenable. Disimularlas mediante avisos como “voy a los servicios” o “voy a acomodarme el pantalón” muestran el desprecio que nos produce la inmundicia intrínseca a la vida. Siempre queremos ocultarla. De allí que a los niños se les enseñe a decir que van a hacer del uno o del dos, eufemismo aritmético. Las palabras se travisten en los sonidos de otras y por eso hay quienes van a “hacer popis”, “popsicles” o “a subir el Popocatépetl”. La semejanza fonética hace del baño una fuente de léxico inagotable, donde las palabras salen a borbotones: “voy a K. García”, “voy a susurrar” o la versión excelsa de quienes avisan “orinita vengo, que a su rancho voy”. No hay razón para llamarle diarrea a la diarrea si se le puede nombrar catarro polaco porque “po’la cola sale”. El tabú es innombrable. No obstante, en ese juego de ocultamiento y disimulo el lenguaje encuentra formas para ser mordaz a partir de las restricciones. Un disfemismo funciona así: evitando nombrar la palabra prohibida, expone más sobre el tabú que la origina. No disfraza, profana; ahonda en lo incómodo. ¿Para qué decir “voy al sanitario”, si la urgencia nos reclama que “se quiere salir el topo”? Los animales son inspiración para darle otro mote a la criatura color marrón que bucea en las profundidades del desagüe: “voy a echar el cacadrilo”, “voy a pasear al canguro”, “voy a cambiarle el agua al perico”; de nada sirven nuestros intentos por encubrir la inmundicia tras un tono edulcorado si, por nuestra dieta, sabemos que, tras haber cruzado el umbral del sanitario, no tendremos más que “poner a nadar al popodrilo dientes de elote”.
Alguna vez una amiga se me acercó discretamente para pedirme una toalla sanitaria. Las mujeres estamos acostumbradas a pasar de nuestra bolsa a las manos esos cuadritos de algodón con la pericia de un vendedor de droga. Yo, traficante de la higiene, hice el movimiento tan rápido como pude, viéndola a los ojos y dejando que toda mi empatía emanara en una simple mirada. Cuando ella hubo guardado la ultradelgada sin alas, vi en su rostro un alivio que se acentuó tras decirme: “muchas gracias, hoy no traía porque no imaginé que se me descongelaría el bistec”. ¿De qué sirve encubrir el tabú con frases mucho más corrosivas que las que se pretendía evadir? Mi silenciosa transacción de toallas femeninas no tuvo sentido tras la imagen aguda que me hizo repensar mis días infértiles. Conmutar la palabra menstruación por otras frases como: “traigo el jitomate pateado”, “se me descalabró el mono”, “ando de vampirito”, “la rata está adobada” o “ando sangrona” son metáforas en las que palpablemente las palabras no sólo comunican, sino que también relacionan y extienden el mundo, profundizan nuestros modelos de pensar. Si es usual encontrar cantinas con nombres como La Oficina, en las frases que sirven para indicar nuestra imperiosa necesidad de defecar también se unen el mundo del deber y las actividades rutinarias. ¿“Voy a hornear un pastel”? Nadie lo probará, pero es cierto. ¿”Voy a hacer un depósito”? No monetario, pero también es verdad. ¿”Voy a llenar unos papeles”? Higiénicos, pero sí. ¿”Voy a sacar al jefe”? Indudable para muchos. Cuando buscamos una frase que interceda por otra nos vemos obligados a hallar símiles. Y en este acto de magia léxica es ineludible la comparación. ¿Qué se parece a la caca? ¿Con qué puede sustituírsele? La política: “voy a aprobar una ley”, “voy a extraditar un político”, “voy a mandarle un telegrama urgente al señor presidente”. Y si hoy decimos que ir al sanitario es lo mismo que “parir a Peña Nieto” o “jalarle el dedo a Obama” es porque las metáforas de la porquería admiten cualquier contexto: el excremento y los políticos no se crean ni se destruyen, sólo se transforman en nuestro lenguaje. Aunque es cierto que la amistad se reconoce por ser compañía que nos da sosiego, también se muestra en la confianza plena. Esa que nos permite advertirle a nuestros amigos: “oigan, voy a darle mantenimiento a la fábrica de churros”, “pongan musiquita porque esto se va a poner bueno y no quieren escuchar”. Por eso al baño se le nombra con enunciados astutos que tiene doble función: anunciar y burlarse. “Amigo, ahorita vengo, te voy a clonar”. “Oye, Jorge, nos vemos al rato porque te voy a echar de cabeza”. “Carlos, ¿sabes nadar? Porque voy al baño”. La onomástica del retrete es inabarcable, pues la caca pareciera ser la concreción de nuestras concepciones sobre lo peor. Y eso la convierte en un imán de sentidos diversos. “Botar al engendro”, “tirar la calaca”, “sacar los demonios”, “aventar el cadáver”, “mandarle un fax al diablo”, son semántica de lo inferior. El baño, siempre paradójico, se permite la ironía cuando es nombrado con la esfera de lo sublime y nos permite anunciar que “vamos a donde el rey va solo” o “a meditar en el sillón de pensar”, si no es que nos permitimos el lujo de comprender la defecación como una génesis, un acto de creación: “ir a dar a luz”, “hacer una obra de arte” o, el suceso fantástico, de “ir a desdoblarnos”. Pues descomer es un acontecimiento alquímico en el que los ácidos estomacales hacen del alimento una nueva materia estéril. Y quizás este viaje por la tubería que conecta orificios tan lejanos sea motivo suficiente para que las metáforas que involucran a la comida contengan una brutal verdad. A alguien “se le salen los frijoles refritos”, otro más va a “columpiar el tamarindo”, un infortunado no se aguanta pues “se le cae el pambazo sudado”. Entre toda esta comunidad de usuarios del retrete, sobresale uno, satisfecho en su estómago rebosante, que se ha parado de su asiento para “aventar el molote”. Letrina deja de parecernos una palabra sucia cuando escuchamos que alguien se ausenta porque “fue a parir el mulato”, “a verle la cara a Juárez” o “a migrar un haitiano”. El disfemismo más corrosivo es el que no sólo enfrenta al tabú original sino que se torna un despliegue de incorrección política. La fetidez de la que son artífices algunos intestinos queda clara al señalar que su ausencia se debe a que “van a la cámara de gases” o “a tirar la basura”. El habla y el humor son catárticos, cruzan los límites del decoro, y en esta transgresión muestran lo endeble de nuestras convenciones sociales. Esa urbanidad que imponen las letras de la palabra tocador nada tiene de humano cuando el retortijón de las tripas nos avisa de ese “llamado de la naturaleza”, premura intempestiva que “hace cantar al chimuelo”. El protocolo se hace añicos cuando no hay duda de que todo “va pa’fuera” y no hay manera de evitar “echar el cactus”, “plantar troncos”, “liberar a Willy” y a otras especies de la fauna estomacal. Uno siente un espasmo inconfundible que cruza el vientre y va trazando el camino de lo que antes fue bolo alimenticio. Es “hora de aliviarse” y “tirar el miedo”, pues los segundos son cruciales para evitar una tragedia. ¿Qué hacer si el sanitario está ocupado? Concentrarse en dominar los esfínteres y no ceder a la presión aunque “se traiga a Michael Jordan colgando del aro”, ya habrá tiempo de “tirarle el puro al cachetón” y “cortarle la cola a Gokú”. El pie comienza a agitarse, marcando el ritmo imperioso de la espera. Entre esta diarrea léxica que da nombre a cada parte del proceso de la excreción, sólo nos falta encontrar una palabra para ese movimiento propio de los que están a punto de no aguantarse más y ya “traen nariz de payaso”. Un zapateo que crece y se hace más intenso con cada segundo transcurrido. De pronto, la puerta se abre. Y nada importa que el lugar haya sido “dejado peor que una zona radioactiva”, al sentarse en el “titán de porcelana” sólo resta “liberar a Mandela”, regocijarse en el omnipotente imperio de las tripas y “echarle un trueno a los mortales”. Ver la creación con el asombro más genuino de nuestra especie; que al cruzar de las puertas del baño público sólo se puede pensar con orgullo: “un kilo más y la bautizo”.
Imagen de portada: Paul McCarthy, Complex Shit, 2013.