Entre 2015 y 2020 Óscar Martínez y sus colegas de El Faro descubrieron y probaron dos masacres policiales en El Salvador, matanzas de jóvenes a manos de agentes estatales envalentonados por cierta permisividad estructural, vengativos ante la saña de las pandillas con ellos. Este es el contexto del que parte Martínez para escribir —vomitar, dice él— Los muertos y el periodista, un manual para periodistas que se acercan a la violencia en América Latina, su relación con los informantes pero, sobre todo, una propuesta de monólogo interior de una belleza cautivadora e incómoda. Brutal, en todo caso. La historia del expandillero Rudi y sus hermanos, así como su asesinato a manos de policías, funciona de hilo conductor. Desde el principio, el lector sabe que tres van a morir y solo uno sobrevivirá. Y sabe también —o al menos intuye— que sus ojos transitarán con dificultad por las páginas siguientes, obligados a atestiguar la tramoya de la realidad y el oficio periodístico. Como reportero, la experiencia molesta porque exige e interpela. Pone en contacto con los propios errores, los dilemas abandonados, los aprendizajes abortados. Y en el peor de los casos —también el mejor— con la íntima pendejez del que no supo y no le importó lo suficiente. Martínez plantea la valentía como vehículo, pero no una valentía estúpida y hollywoodense, más bien la valentía de dudar. La duda constante. Así, cada capítulo maneja un mandamiento en el reverso, un ramillete de preguntas sobre el lugar que ocupa en su búsqueda, la visión del otro —la fuente—, la honestidad, la insistencia, la amistad y el odio. Escribe frases memorables, a veces en forma de aforismo: “Ser fuente a veces es como gritar a un barranco; quién sabe dónde se escuchará el eco”. A diferencia de sentencias célebres repetidas en los mentideros de la profesión durante décadas, aquí es apenas el recodo de una explicación mucho más profunda. De un hurgar frenético. Aterra ese monólogo penitente. Daniela Rea me decía estos días que es “como cuando hurgas una herida con el dedo. Remueves con más curiosidad que con cuidado”. Sin que yo le dijera nada, añadió: “No quiero decir que eso esté mal, para nada. Esa falta de cuidado es necesaria también”. Da igual si está bien o mal. Es fascinante. Y enseña. Pone la piel de gallina, dan ganas de trabajar. De hacerlo mejor. Otro colega me decía hace unos días que no tenía claro si las cosas que leía se entenderían fuera de aquí, de este moridero. Yo creo que sí. Ejemplo: “A veces, cuando tenés argumentos para convencerte de que hiciste lo que podías, la tentación de ya no hacer nada más es fuerte”. Algunas partes del libro me han hecho recordar experiencias propias. El caso Tlatlaya, sin ir más lejos, casi contemporáneo de una de las matanzas narradas, la de la finca de San Blas, que él y su colega Roberto Valencia investigaron hace más de seis años. En junio de 2014, militares mexicanos asesinaron al menos a ocho personas en Tlatlaya, en la región de Tierra Caliente que comparten Guerrero, Michoacán y el Estado de México. Al principio, el Ejército dijo que efectivos castrenses habían “repelido” una agresión de presuntos delincuentes. El resultado: la muerte de veintidós personas y un militar herido. Fuimos, preguntamos, preguntamos, preguntamos, insistimos. Al final, encontramos a nuestra Consuelo, llamada Clara, que aceptó hablar. Su propia hija había muerto a manos de los militares. Ella fue quien le dijo a aquel México rutilante de las reformas estructurales que los verdes mataban igual que antes. Hubo un enfrentamiento, sí, pero los militares mataron a los supervivientes. Los hincaron. Les dispararon. A sangre fría. El recuerdo del caso Tlatlaya, la lectura del caso San Blas, el de Rudi y los demás, apela a la búsqueda de la profundidad antes mencionada. También a otras dudas de Martínez sobre lo mismo: hasta dónde llegar, cuándo parar. En última instancia, apunta también a la duda mayor: qué quiero saber. Más aún, señala el siguiente eslabón de la cadena: por qué lo quiero saber, para qué. En el caso de Rudi, el autor concluye:
Quise saber cómo era la vida y posibilidades de alguien como él, maldito en este país, basura, desecho, lo último de la pirámide del poder, el fondo del país, un imperdonable.
Esa frase revela una postura política. Todavía hoy, a veces se nos exige que seamos objetivos, que narremos sin estar, que contemos sin ser. Pero eso no es posible, de la misma manera que uno no puede ir a Tlatlaya, San Blas, Tanhuato, Nuevo Laredo, Santa Teresa o cualquier otro enclave de la geografía homicida del Estado en América Latina asumiendo que el poder habla sin ser o estar. Como si el poder ocurriera ajeno a sí mismo. Es decir, que Martínez narra por los de abajo, como escribió Mariano Azuela. El uso de la preposición es totalmente consciente. Narra por ellos. Y como escribe de una forma o de otra a lo largo del libro, no se trata de dar voz a los que no la tienen, sino de buscar una explicación a la maraña, producto del ejercicio del poder. “Me aterró verme como una pieza del engranaje, el posibilitador de que la presión se liberara por la parte de abajo”, escribe sobre el juicio a los policías por la masacre de San Blas. El autor afronta un dilema. Sabe que es importante ver a los ocho agentes cerca de prisión, que la impunidad se rompa para variar. Por otro lado, asume que esa condena apenas haría justicia en un país en que pandilleros y policías entran y salen del mismo barro, obviando a los de arriba. Al final, el juez exonera a los policías porque es imposible saber quién jaló el gatillo, broma malvada, resumen de los aparatos de justicia latinoamericanos. Y en ese momento, el reportero reniega de sus escrúpulos, abrazando temporalmente la teoría de las manzanas podridas. “Quise por un momento que los condenaran”, escribe. Recuerdo de nuevo el caso Tlatlaya, por el que nunca condenaron a nadie, que solo dejó muertos, enigmas y la certeza para los de abajo de que nunca saldrán de allí. Es ahí, en la frustración, donde aparece el horizonte. Y no por eso hay que parar. Abrazo así su conclusión instrumental, otra frase magistral: “Son mis márgenes asumidos. Ser obstáculo y dejar registro. Atrapar momentos”. Ser obstáculo. Lo escribo y se me eriza la piel, porque en la neblina que vivimos como profesionales de la explicación, siento que aquí hay médula, que es tuétano. Que eso es verdad. Y a partir de esa frase debemos abordar los dilemas, proactivamente, aunque a veces resulte descorazonador. A veces lo es, no hay remedio. En las primeras páginas, Martínez cuenta una historia de cuando investigaba a un viejo pandillero, Chepe Furia. Explica que un policía le presenta a una fuente que le puede hablar de Furia. Un trabajador municipal con poco poder. Este le cita un día a las afueras de un pueblo, en una granja de pollos. Llega y el olor es terrible, el ruido infernal. Se encuentran. El hombre parece muy asustado. “Le temblaba la quijada y parpadeaba sin parar”, escribe Martínez. Le explica qué quiere saber, le asegura que protegerá su identidad, que no va a filmar, solo escribirá. Y él habla. “Cuando salí del predio, me fui con la plena convicción de que ese hombre que me había hablado no entendía quién era yo ni qué hacía”, añade. Esto ocurre tantas veces… Una persona habla contigo y no sabe qué pasará. Algo debe ver en tus ojos, en la forma de moverte, en el esfuerzo para llegar, algo debe entender sobre el riesgo y el desamparo que del otro lado, el nuestro, apenas se intuye. O simplemente se ignora. Pero hay algo, quizá más frugal, prosaico, una inercia. Quizás la intuición de que el que llega a escuchar es obstáculo. De que quiere serlo. Aunque no haya entendimiento verbal nace otro más profundo, orgánico. Y además, si no, ¿qué se puede hacer? ¿Cambiará algo si hablo? Puede que piense que sí. “Qué abandonado hay que estar para hablar con un marciano”, concluye Martínez.
Imagen de portada: © Claudia Gutiérrez Marfull, de la serie No hay paraíso sin serpientes, 2021. Cortesía de la artista