La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón. Donde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio. Los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente a dónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados. La Apachería era un país con una economía, con una idea de Estado y un sistema de toma de decisiones para el beneficio común. Un país que daba la cara, una cara morena, rajada por el sol y los vientos, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad. Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas. La única que antepone la urgencia de vivir el presente como a uno se le dé la gana a esa otra urgencia, desaseada y babosa, que supone la dispersión de la información genética propia y la supervivencia de unos modos de hacer, una lengua, ciertos objetos que sólo produce un grupo de personas. Cosas que en realidad da lo mismo que se extingan —se fueron los atlantes, los aztecas, los apaches, pero pudimos ser nosotros—, paquetes de genes y costumbres que a veces sentimos que son lo mejor que tenemos sólo porque en el mero fondo es lo único que hay. Cuando los chiricahua —la más feroz de las bandas de los apache— no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dijeron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos 27 chiricahuas fuera de Arizona. No sé si haya algo que aprender de una decisión como ésa, extinguirse, pero me desconcierta tanto que quiero levantarle un libro. Vivo de escribir novelas, artículos, guiones, para poder sostener a mi familia con los asuntos sobre los que leo. Y escribo porque es lo único que soy capaz de hacer consistentemente. No sé si lo he contado antes, pero tuve el privilegio de renunciar a un trabajo, por primera vez en mi vida, cuando ya tenía 37 o 38 años. De todos los demás —y fueron muchos— me habían corrido. He tratado de hacer de todo para mantener a mi modesta banda de cinco miembros a flote, para que mi material genético, mi lengua, mi manera de hacer, resista un poco más. Si fuera un chiricahua sólo leería, nos moriríamos de lo que uno se muere si no participa en la kermés de la productividad: malnutrición, sesenta cigarros al día, falta de dentista, enfermedades curables, deudas tributarias, pésima educación. En la hora de su extinción, los chiricahua no escribían más que con las grafías con que se deletrea la muerte concreta. Dejaban en los caminos mensajes escritos con un alfabeto de cadáveres para que a nadie se le olvidara de quién era esa tierra, o de quién había sido esa tierra que los mexicanos y los gringos se sentían con derecho a ocupar. El país no tenía nombre, no al principio.
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En los tiempos sobre los que estoy tratando de escribir Chihuahua era poco más que una entelequia para la mayoría de los mexicanos, que en cualquier caso acababan de empezar a serlo. Debe haber sido complicado para las generaciones a las que cruzó el año 21 haber dejado de ser españoles de América, como se decían —nadie nunca se describió a sí mismo como novohispano—, y empezar a identificarse con el gentilicio de una ciudad remota sólo porque en ella estaba asentado el gobierno de la República: mexicanos. Chihuahua era el llano y las montañas, lo de antes, lo que le seguía, se había llamado durante siglos Nueva Vizcaya y le había pertenecido, cuando menos nominalmente, al rey de España. Había un contrato de algún tipo, algo que había firmado el Papa, había libros de misioneros que asentaban que ese lugar se llamaba así y era administrado directamente por el virrey. A diferencia de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya formó parte desde siempre, y siempre fue leal al reino infinito de Nueva España, un territorio que nadie sabía dónde empezaba pero era más allá del lago de Nicaragua y la Costa Rica y que luego pasaba por la muy noble y muy leal Ciudad de México para terminar más allá de los cerros, más allá del territorio difuso de La Apachería, pasando el río Colorado. Nadie llegó nunca hasta donde terminaba Nueva España, o si llegó no dijo nada o no volvió: se lo comieron los osos, lo flecharon los indios, se lo cargó el frío. La fiebre nominativa siguió, de todos modos: nombrar es tener, integrar, comerse lo nombrado. Lo que había arriba de Nueva Vizcaya se llamaba Nueva México y lo que estaba todavía más al norte, Colorado, por el río de chocolate que lo regaba. El desierto que bajaba hasta el Mar de Cortés por el oeste se llamaba Sonora y lo de arriba Arizona, porque tenía la tierra roja y pedregosa como los baldíos que rodean al pueblo de Ariza, en Andalucía, pero mucho más grandes. La extensión infinita de tierra que llegaba hasta el océano Pacífico tenía un nombre que le puso un soldado que estaba leyendo Las sergas de Esplandián, de Garci Rodríguez de Montalvo. Le pareció que era una tierra de gigantes, así que se llamó California. Cuando se descubrió que lo de abajo no era una isla hubo dos Californias, la Baja y la Alta. Lo que llegaba hasta el golfo se llamaba primero Nueva Filipinas, pero nadie le decía así. Le decían Tejas porque para llegar había que pasar por un cañón en el que los piedrones tenían forma de laja. A principios del horroroso siglo XIX los criollos se dedicaron a matar peninsulares para que el país se llamara México y no Nueva España y los españoles de América, mexicanos; veintiséis años más tarde, los gringos se pusieron a matar mexicanos para que el norte de Sonora, Nuevo México, Colorado y la Alta California se llamaran Estados Unidos. Lo que había al sur de la ciudad de Chihuahua se llamó Durango, Tejas adoptó la extravagancia de escribir su nombre con equis, como México, y se volvió casi su propio país, a la Alta Sonora le pusieron el nombre arcaico de Arizona. La Apachería seguía más o menos imperturbable en ese masacote de territorios inmensos en los que pueblos de veinte personas se mataban entre sí para llamarse de otra manera: era tan rasposa que nadie estaba interesado en conservarla, así que se la dejaron a sus habitantes y la nombraron como ellos. Lo que fue La Apachería sigue más o menos solo mientras escribo: es un territorio mostrenco y extremo en el que hasta los animales van de paso. Cañadas impenetrables, llanos calcinantes, ríos torturados, piedras por todos lados. Más que un lugar, es un olvido del mundo, un sitio en el que sólo se le podía ocurrir prosperar a los más obstinados de los descendientes de los mongoles que salieron de caza persiguiendo yaks hasta que se les convirtieron en caribús y luego en venados de cola blanca y berrendos. Sus yurtos esteparios transportables convertidos en güiquiyaps desechables —no tiendas como los tipis que los indios de los grandes llanos cambiaban de lugar dependiendo de la temporada, sino construcciones de emergencia constante, casas para ser abandonadas—. En español de México les decimos jacales. Hay un desprecio serio de la Historia en ese hacer casas para que se las coma el carajo, una voluntad de nata y bola, unas ganas definitivas de vivir así nada más, en plan de cantar y bailar en lo que los cerdos ahorran. En un mundo que mide la potencia de las culturas en columnas y ladrillos, una que alzaba casas para que se volvieran tierra, bate todos los récords del desdén. Tal vez todos fuimos así alguna vez, nómadas y felices. Íbamos pasando y alguien nos encadenó a la historia, nos puso nombre, nos obligó a pagar renta y nos prohibió fumar adentro. Éramos sólo la gente y un día otro nos convirtió en algo: un mexicano, un coreano, un zulu. Alguien a quien hay que categorizar rapidito para, de preferencia, exterminarlo y, si no se puede, imponerle una lengua, enseñarle gramática y ponerle zapatos para luego vendérselos cuando se acostumbre a no andar descalzo. Los apaches, aunque el nombre sea magnífico y nos llene la boca, no se llamaban apaches a sí mismos. Al libro de la historia se entra bautizado de sangre y con un nombre asignado por los que nos odian o, cuando menos, los que quieren lo que tenemos, aunque sea poco. Los apaches no tenían nada y se llamaban a sí mismos ndeé, la gente, el pueblo, la banda. Tampoco es que sea lindo. El nombre implica que la verdadera gente eran ellos y todos los demás no tanto. Eso pensaban los indios zuñi —“zuñi” también quiere decir “la gente”—, que fueron los que le enseñaron a los españoles que los ndeé se llamaban apachi: “los enemigos”. Los apaches entraron a la historia bautizados como nuestros enemigos en zuñi a principios del siglo XVII, cuando los expedicionarios españoles subieron a los altos de Arizona y, ya de bajada, la bautizaron como La Apachería después de haber concluido lo obvio: que en la amalgama de bosques, pedreras y cañadas que encuadran el río Gila, el Bravo y el Yaqui, no hay nada a qué sacarle partido. El territorio era tan cerrado y los ndeé tan insobornablemente ellos mismos que los españoles no dejaron ni misioneros. A los curas novohispanos, acostumbrados a bautizar masas de gente laboriosa en los atrios de templos levantados en el corazón de ciudades milenarias de piedra y cal, los apaches debieron parecerles puro ecosistema: los primos del oso, los comedores de espinas. Eso eran también y daba miedo. En el Memorial sobre la Nueva México de Fray Alonso de Benavides, de 1630, los apaches tienen un rol estelar: “Es gente muy briosa y muy belicosa y muy ardidosa en la guerra, y hasta en el modo de hablar hacen diferencia con las demás naciones, porque estas hablan quedito y a espacio y los apachis parece que descalabran con las palabras”. No es un mal párrafo para que se abran delante de una nación las cortinas de la Historia. Para la gente de principios del siglo XIX, el siglo en el que se publicó el Memorial aunque fue escrito trescientos años antes, había tarahumaras y jicarillas, pimes, pápagos, conchos, comanches y ópatas. Todos los que no entraban en alguno de esos grupos eran apaches y si uno se los encontraba los tenía que matar antes de que ellos lo mataran a uno. Los gringos todavía no terminaban de figurar por entonces, aunque todo el mundo hablara de ellos. Eran una abstracción pálida que venía de más allá del Mississippi y decían que se estaban acantonando en Tejas, que compraban tierra, que eran rubios pero no tenían maneras, que ya estaban poniendo negocios del otro lado del Río Grande por Santa Fe, que traían esclavos negros y no estaban dispuestos a liberarlos cuando se instalaban en México, aunque la constitución de 1821 decía con toda claridad que había que dejarlos ir.
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Valeria me toca la cara cuando me ve angustiado. Es frecuente: inquieta ser padre de tres y en una familia partida y desplazada. Hago notas para un posible libro sobre la guerra apache en un momento de tránsitos en el que no termino de reconocerme. Estoy en el espejo de nuestro baño y en el olor ácido de mi almohada, en las voces de mis hijos menores que me alcanzan temprano detrás de la puerta cerrada: ese tono con el que hacen quién sabe qué planes cuando se despiertan y que es el mejor que tienen. Estoy en la marca que me ha dejado la ausencia de Miquel y en el incisivo central superior de Valeria, adorablemente chueco, cuando despliega la primera sonrisa del día. Pero no estoy del todo donde vivo y mi estatus burocrático me pesa. Nunca quise ser nada más que lo que soy: mexicano. Las cosas del mundo, el miedo a no dar el ancho como padre, me han puesto, sin embargo, en un ánimo claudicatorio. Nueva York ha sido generosa con nosotros, pero estábamos sólo de paso y ahora que mi hijo mayor se mudó a Guadalajara para estudiar cine, las razones para volver a la Ciudad de México se nos terminaron. Para poder seguir manteniendo a la familia, tengo que dar un paso: dejar de renovar visas, convertirme en residente de este otro país, ser el que soy en otro sitio de manera permanente, dejar de ser extranjero, asumir el rol de migrante y empezar a hacer las cosas que sea que hagan quienes se integran y aclimatan. Me cuesta imaginarme como los dominicanos del barrio, que aunque siguen hablando español entre sí, se ven como padres y abuelos de gringos; que no encuentran insoportable que, al final, los entierren en esos cementerios infinitos y desolados de Queens. Y luego está lo de Miquel, que cuando hablamos por teléfono insiste en que quiere estudiar cine en Varsovia o Berlín cuando termine la licenciatura que estudia en Guadalajara. Me ha sugerido, de manera insistente, que deje de necear con que ganamos la Guerra de Independencia y reclame la nacionalidad española que me corresponde por ser hijo de refugiada de la Guerra Civil. Así que aquí estoy, trajinando actas y juntando documentos probatorios para volverme un poco gringo —aun si nos arrancaron medio país en una guerra siniestra y abusiva que perdimos— y definitivamente español —aun si ésa la ganamos—. Qué problema de autoestima para España, que incluso México te gane guerras. Me digo que no importa, que nada cambia si uno tiene documentos que reflejen mejor el tipo de vida que lleva. Me lo dice también Valeria en la hora por la que vale la pena vivir los días, que es la hora en que ya estamos ahítos de saliva y conversamos en voz baja para no despertar a los niños. Me lo dice tocándome la cara. También me lo dice Miquel con su aquiescencia ciega cuando hablamos por teléfono y me quejo de que no tengo tiempo para leer por estar juntando papeles, tramando citas, imprimiendo cosas que demuestren que sería un residente razonable y un español digno. Responde con un silencio y cuando le pregunto si sigue ahí dice que me está escuchando. Nuestros hijos, obviamente, no nos conocen nada. O dejan de conocernos ya que crecen un poco y se decepcionan. No saben que la ira que creen que es nuestra parte distintiva y sirve sólo para educarlos, podarlos, darles el privilegio de ser supervivientes y resistir como apaches si es necesario, es la ira con que, llegado el caso, mataríamos por ellos sin un temblor en el pulso. Me lo dice la abogada de migración gringa con la cara un poco ladeada y la sonrisa incómoda que pone cuando no entiende lo que estoy diciendo: no se explica que alguien se resista a ser residente de Estados Unidos. Pero no lo creo y no me gusta hasta que pienso que tener dos nacionalidades y residencia en un tercer lugar es, en realidad, como dejar de ser todo: vivir como apache. Dos pasaportes y una tarjeta de residencia equivalen, con suerte, a la nacionalidad de la Atlántida, el país de en medio, el de los que se pegan a la tierra para ocultarse en los chaparrales y ven desde los peñascos para que no los vean. Mi estudio en Harlem, una cañada en la sierra de los Mogollones en Nuevo México, mi sillón de leer asentado en las pedreras infinitas de Chihuahua o los desfiladeros de las Bolas de la Peñascosa en Arizona. Lo que quiera que escriba como el testimonio de algo que se extingue.
El libro de Gerónimo será publicado por Anagrama en el otoño de 2018.
Imagen de portada: Edward S. Curtis, sin título, 1905.