“¿Ésta es la última sesión Zoom?”, escribió uno de ellos en el chat de la videoconferencia. Habíamos hablado durante dos horas e incluso ironizado sobre el alivio de llegar vivos al final de un curso traumático, contentos de haber superado la prueba de la virtualización apresurada a la que nos sometió el estallido de la pandemia en marzo. Noté que de pronto algo no fluía, que el concepto “la última sesión Zoom” había roto la continuidad en la cinta de Moebius que es el tiempo ininterrumpido de la era digital, como un bache en una cinta de grabación. Elvia Amador, nuestra colega de Teatro, sugirió que enseñaran el rostro por primera y última vez, apenas unos segundos, si estaban de acuerdo, ya que no nos escucharíamos más. Durante cuatro meses había impartido clase a 85 estudiantes sin haberlos visto nunca y me inquietaba un poco la evidencia de no conocerlos más allá de un nombre que inútilmente intentaba ligar a una voz anónima, en la reunión semanal de Zoom, y a unos archivos en una plataforma digital. Me dije que quizá era normal tratándose de la generación Z –o centennials-, que tiene plena conciencia de su privacidad y de la necesidad de cuidarla, a diferencia de los millennials, y que debía acostumbrarme a impartir clases virtuales a estudiantes virtuales en tiempos simultáneos y pantallas múltiples. Admito que hacía un esfuerzo deliberado por seguir sintiéndome real y pensar que dos nociones que hasta ahora había dado por sentadas —el aquí y el ahora— continuaban unidas en algún lugar. Luchaba por verme anclado a lo real. La ansiedad que en ocasiones me ocasionaba una teleconferencia o una reunión virtual se debía a esto, a no saber dónde estaba, a no recibir una constatación visible, sonora o sensorial de que me encontraba en un espacio verdadero. Es difícil de explicar lo que nos ocurrió entonces en la última sesión. Las columnas de cuadrados negros asignados para cada participante por Zoom fueron transformándose sucesivamente en rostros, en rostros expresivos y reales a pesar de la mala calidad de la imagen, totalmente alejados de la puesta en escena selfie. Hay pocas visiones más poderosas que la aparición de un rostro humano. Eso fue lo que sucedió. Ahí están, pensé, después de tantos meses, emergiendo del otro lado de la pantalla, como caras tímidas alumbradas por la luz indecisa de una linterna en el interior de una cueva oscura. O como habitantes de un planeta lejano que nos reconociéramos de pronto como seres de la misma especie. Fue eso, un instante mágico de identificación facial, en un código social que aprendemos los primates al principio de nuestra vida. Una emoción que requiere de otros. La urgencia de sabernos vivos y la necesidad de compartir esa momentánea certeza con seres iguales. Durante meses habíamos mantenido una conexión emocional sin saberlo, que ahora se desbordaba. Del otro lado de la pantalla, como haciéndonos un campo en un recodo íntimo, vimos aparecer algunos rostros que lloraban. Lloraban. No fue de repente sino poco a poco. Me sorprendió entrever a los estudiantes enjugándose las lágrimas, con la voz quebrada, incapaces de cortar el umbral de comunicación que acababa de ser abierto. No queríamos irnos de esa fractura de tiempo que no existe en un espacio físico y que sin embargo nos había mostrado en un instante de fragilidad, sin la máscara del fondo de pantalla. Elvia pronunció las palabras que yo sentía: “Ay, voy a llorar” y se quitó los anteojos. Yo también lloraba aunque probablemente nadie se dio cuenta. No estábamos en un lugar material pero estábamos en un lugar, en otro lugar, bajo otra forma de entender el espacio-tiempo. La repentina expresión de los sentimientos había dicho mucho más de la pandemia, de nosotros mismos y de lo que significa una transformación histórica en las relaciones humanas que cualquier clase teórica. Salí de la clase —¿salí de la clase o de algún sitio en realidad?— y antes de recuperarme por completo me quedé aturdido por esa insignificante aceptación de mi humanidad, en el filo entre una dimensión temporal y una emocional, desconectado y a la vez atónito, inmerso en una sensación de perplejidad. Lloraban, me dije de nuevo en silencio. Pasé un rato hasta que volví en mí —después de una larga sesión Zoom hay que pasar por un periodo de descompresión temporal como los buzos pasan por una atmosférica— pensando en qué nos hace ser lo que somos, en cómo actúan esas extrañas conexiones nerviosas que nos convierten en textos vivientes, aunque no compartamos el mismo espacio y en ocasiones ni el mismo tiempo y casi nunca las mismas emociones. En este caso, a pesar de la distancia física —que ya no existe—, las habíamos compartido y había sido extraordinario. Un momento único que será olvidado como son olvidados todos los momentos únicos.
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Imagen de portada: Llamada vía zoom, composición digital a partir de la fotografía de Greg Gardner, 2020. CC