En el edificio de la Editorial Perfil —donde confluyen la planta impresora y las redacciones del diario, de las revistas y los estudios de radio— una persona atiende los pedidos en la recepción. A pocos metros, un juego de tres sillones de cuero negro y detalles en acero brillante prometen una espera confortable. La decoración es austera. No hay cuadros ni esculturas. Las luces rebotan en el ambiente vidriado. Sobre el costado izquierdo de la recepción, una pared rompe la pulcritud minimalista. Son diez metros de concreto que acompañan el paso obligado para los 450 trabajadores y las visitas en general. La pared está partida en bloques de más de tres metros de altura. Está percudida. Del concreto sobresalen cables de hierro oxidado como una fractura expuesta. Detrás de un vidrio grueso, la iluminación puntual resalta los colores de los grafitis, tan vivos como hace 30 años, cuando un barco trajo esta parte del Muro de Berlín desde el puerto de Hamburgo. Yo no sé cuándo recibí mi pedazo de muro. Me lo mandó mi papá en algún momento. Él todavía vivía en Bonn, la capital de la Alemania occidental hasta la reunificación en 1990. Yo había nacido en Bologna, norte de Italia, había pasado por la Nicaragua sandinista y ya estaba en Buenos Aires con mi madre. Él había llegado a Alemania en 1983 como enlace de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca para promover la solidaridad y conseguir apoyo europeo contra la dictadura. Ese año lo dejé de ver. Así que me la debe haber mandado en algún momento de esa época. Seguro antes de 1996, cuando terminó la guerra civil en Guatemala y los exiliados comenzaron a volver. Es una piedra que entra en la palma de mi mano. Tiene dos mitades. Una está como arrancada, como si le hubieran sacado el pellejo pero en vez de mostrar sangre mostrase granitos de concreto. La otra tiene un degradé en rosa. En el medio de las dos mitades hay un sello. Parece un águila. En la mitad sin pellejo hay un número escrito en marcador negro: 219. El sello. El número. Estampas que prometen lo imposible de comprobar: es el Muro de Berlín. Hace pocos años, cuando recuperé el diálogo con Conrado —mi papá— me contó que la había comprado días después de la caída, en noviembre de 1989. La piedra es una parte del muro a la altura de Kreuzberg, el barrio multiétnico conocido hoy como la pequeña Estambul. Por ahí pasaba mi padre cuando se encontró con unos manteros que, después de picar la pared, vendían los pedacitos acomodados sobre sábanas. Una feria cualquiera. La cortina de hierro se ofrecía en trozos con certificados de originalidad. Souvenires ideológicos. Rolex en estuches. Camisas con logos de Armani. Perfumes Calvin Klein en cajas Calvin Klein. Y ahora —entonces— muros de Berlín. En Buenos Aires, a Jorge Fontevecchia, el dueño de la editorial y el diario Perfil, los trabajadores de su empresa lo conocen por sus excentricidades, si es que en esa categoría también entra el brumoso cumplimiento con las obligaciones salariales. Quizá por eso no se sorprendieron cuando, en 1991, vieron llegar camiones con una carga poco usual. Había trascendido el rumor de unas negociaciones que duraron dos años y habían empezado el viernes 10 de noviembre de 1989, al día siguiente de la caída. Para ese momento, mi padre, que lo estaba viendo todo desde el televisor en su casa de Bonn, organizaba un viaje súbito a Berlín. La mañana de ese viernes —mientras lanzaba la Revista Noticias, futuro emblema de su holding—, Fontevecchia levantó el teléfono y llamó al embajador de la República Democrática Alemana en Argentina. Quería comprar una parte del muro. Una sola noche de 1961 habían tardado en levantarlo. Una sola noche tardaba en convertirse en mercancía. A cambio de una donación de diez mil dólares para la construcción de una escuela en Alemania del Este y la promesa de una eficiente gestión de logística, el gobierno de la entonces RDA le entregó veinte bloques del muro. Y un bonus track: un Trabant color verde agua, el auto insignia de la Alemania soviética. El primer envío salió desde el puerto de Hamburgo con ocho bloques el 17 de agosto de 1991 y tardó un mes en llegar a Buenos Aires. Los bloques restantes llegaron en diciembre de ese año. Fontevecchia ordenó colocar diez bloques de concreto grafiteados de 3.6 metros de alto y dos de ancho en el hall de entrada de su editorial, que en esos años se ubicaba sobre la calle Chacabuco, a 700 metros de la Casa de Gobierno. Habían formado parte del muro que dividía la Potsdamer Platz de Berlín y ahora pasaban a decorar la recepción de una de las empresas periodísticas más grandes de la Argentina. Otros bloques fueron demolidos para repartir con los ejemplares de la Revista Noticias como regalo. En noviembre de 1992 y con la supervisión de un escribano público, dos obreros despedazaron toneladas de concreto para que la edición 830 de la revista distribuyera pequeños trozos con la garantía de certificación. Como la piedra que me había enviado mi papá, los pedazos de Fontevecchia sostenían la misma promesa: esto es un souvenir, esto es el Muro de Berlín. Comprado y certificado. Compre la revista y llévese un pedacito de historia. Aproveche que se agota.
Es al menos llamativo. Un hombre que no visita ni habla con su hijo desde que éste tiene cinco años, le manda de regalo la parte de un muro que había dividido una ciudad durante 28 años. Mi pedazo con el número 219 forma parte de la pequeña lista de envíos que llegaban a mi casa a través de su gente. La mujer de un amigo. El hijo de un amigo. Un amigo de un amigo. Algunos traían cartas. Otros regalos. Otros las dos cosas. ¿La piedra fue antes o después del reloj digital? ¿Llegó con alguna carta? ¿Con cuál? Los recuerdos se amontonan caóticos sobre la línea de tiempo. En un momento, también difícil de precisar, los envíos se cortaron. Las llamadas por el cumpleaños también. Lo seguro es que entré a la adolescencia sin rastros de ningún padre. No sé qué obsesión tenía mi viejo con la medición del tiempo —quizá la siga teniendo— porque cuando nos reencontramos por primera vez, a mis 18 años, me entregó el reloj de su padre. Esto era de tu abuelo, dijo como si el objeto fuera un tesoro —y su padre un abuelo— y lo apoyó en la palma de mi mano. Era de esos relojes viejos, tipo siglo XIX, dorados, con tapita, que se guardaban en el bolsillo; con una cadenita de un material similar al bronce que los hacía más parecidos a un yoyo de lujo que a un reloj. Después me mandó un reloj digital. Su vida fue breve. Mi madre tenía un sillón cama y para sacarlo había que tirar de unas manijas de metal. Una tarde que ella no estaba, me tiré en su cuarto a dormir la siesta y ahí, en pleno aterrizaje sobre el colchón, mi muñeca dio de lleno contra una de esas manijas. La pantalla del reloj quedó como quedan ahora los teléfonos apenas chocan contra cualquier superficie. Tenía pocas cosas de mi papá. Guardaba fotos viejas. Algunas sacadas por él. Otras sacadas por Marta, mi mamá. Su panza. Mi primer baño. Mi infancia en Bologna. Fotos en blanco y negro, fotos en color, fotos sepia. Cada tanto las miraba y de tanto repasarlas empezaron a mezclarse en la línea de tiempo. Tomadores de tierra no. Tomadores de memoria. Las fotos. Ellas también tenían derecho a su porción. ¿La memoria se construye sólo de recuerdos? Si la tierra es de quien la trabaja, entonces la memoria también. Lo volví a ver a los 18 años, cuando llegó a Buenos Aires sin mucho preaviso. Habían pasado años llenos de silencios sólo interrumpidos por la piedra y los relojes. Llegó y se marchó a los 15 días. Tienes que aprobar matemáticas. Qué linda es tu ciudad. Vamos a pasear. Total normalidad para un hombre que había abandonado a su hijo durante trece años. Tuvieron que pasar veinte años más para que me animara a pedirle explicaciones. Viajé a Guatemala por trabajo y ahí estaba él, con su hermano, sus sobrinas —mis primas—, su familia. La mía. Una familia desconocida pero que de pronto quería. ¿Se puede amar a alguien sin haberlo conocido? La guerra civil, la dictadura, el exilio, fueron sus argumentos. Cualquier explicación era mejor que el vacío. Cualquier argumento era mejor que el silencio. Hasta ese momento —febrero de 2016— todo lo que había tenido de mi padre entraba en la palma de la mano. El pedazo de muro, los relojes. Souvenires para habitar un espacio donde nunca se estuvo. El souvenir de concreto y grafitis sigue decorando la pared de la recepción del actual edificio inteligente de la Editorial Perfil, ya no cerca de la Casa Rosada sino en el barrio de Barracas, al sur de Buenos Aires. Bien al sur. En el comedor de la redacción —común a todas las publicaciones— los trabajadores tienen una compañía cotidiana. Lustroso y en exposición, el Trabant color verde agua avisa con un cartel pegado al parabrisas: “Auto Trabant. Máximo exponente del escaso desarrollo industrial que imperaba en Alemania del Este”. En el estacionamiento de ese edificio descansa el resto de los bloques. En ese edificio se reinauguró una visita oficial al Muro de Berlín privado en 2019. Al cumplirse treinta años de la caída, Fontevecchia abrió sus puertas a la comunidad y su empresa organizó visitas programadas. Hoy, con cualquier excusa se puede tocar el timbre en California 2115 y pasar a contemplar el Muro de Berlín. Al menos por un rato.
Imagen de portada: Trabant pintado en el Muro de Berlín, 2009. Fotografía de Andy Hyde